Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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– Sí, bueno, yo también soy así -dijo él-. Hay días en los que no bebo. Incluso tengo días en los que no bebo más que cerveza. ¿Sabes lo que es? Para ti y para mí, el beber es algo que nosotros decidimos hacer. Es una elección.

– Hay mañanas en las que no me parece que beber sea mi elección más inteligente.

– ¡Joder! Cuenta. Pero de todos modos, sigue siendo una elección para nosotros. Es la diferencia entre tú y yo, y un tipo como Billie Keegan.

– ¿Tú crees?

– ¿Tú no? Matt, ese hombre siempre está bebiendo. Quiero decir, acuérdate de anoche. El resto de nosotros, vale, somos bebedores, pero anoche nos lo tomamos con calma, ¿no? Porque unas veces es apropiado, pero otras no. ¿Tengo razón o no?

– Supongo.

– Lo de tomarse las copas luego es otra historia, porque luego uno quiere relajarse. Pero es que Keegan ya estaba borracho antes de llegar allí, ¡por el amor de Dios!

– Pero al final resultó ser el héroe.

– Sí, imagínate. Ah, por cierto, lo de la matrícula, ¿has…?

– Robado.

– Mierda. Bueno, ya nos lo imaginábamos.

– Sí.

Le dio un trago a su copa.

– Keegan -dijo- tiene que beber. En mi caso, yo podría dejarlo en cualquier momento. No lo hago porque me gusta la sensación que me produce. Pero podría dejarlo cuando quisiera y supongo que a ti te pasa lo mismo.

– Oh, creo que sí.

– Claro que sí. Pero Keegan, no sé. No me gusta decir que es un alcohólico…

– Es muy fuerte llamarle eso a un hombre.

– Estoy de acuerdo contigo. No estoy diciendo que lo sea y bien sabe Dios que ese tipo me cae muy bien, pero creo que tiene un problema. -Se estiró-. A la mierda. Podría estar vagabundeando por Bowery perfectamente. Ojalá el coche no hubiera sido robado. Vamos detrás, vamos a echarnos un rato a relajarnos.

En el despacho, con las dos botellas de güisqui sobre el escritorio en medio de los dos, él se recostó en su silla y puso los pies encima.

– Has comprobado la matrícula -dijo-, así que supongo que ya te has puesto a trabajar en ello.

Yo asentí.

– También he ido a Brooklyn.

– ¿Adónde? ¿No será adonde estuvimos anoche?

– A la iglesia.

– ¿Y qué creías que podías averiguar allí? ¿Crees que alguno se dejó la cartera en el suelo?

– Nunca se sabe lo que puedes encontrar, Skip. Tienes que mirar por todas partes.

– Supongo. Yo no sabría por dónde empezar.

– Empiezas por cualquier parte. Y haces cualquier cosa que se te ocurre.

– ¿Y descubres cosas?

– Algunas.

– ¿Cómo cuáles? Bueno, no importa, no quiero meter las narices en tu investigación. Pero, ¿has descubierto algo?

– Puede. Hasta que pasa un tiempo no sabes si lo que has encontrado es útil o no. Podríamos decir que todo lo que averiguas es útil. Por ejemplo, el hecho de saber que el coche fue robado me dice algo, aunque no me diga quiénes eran los que lo conducían.

– Al menos así puedes descartar al propietario. Ahora sabes qué persona, de entre ocho millones, no podría haberlo hecho. ¿Quién era el propietario? ¿Una ancianita que conduce solamente para ir al bingo?

– No lo sé, pero se lo llevaron de Ocean Parkway, no muy lejos del bar con el letrero de la almeja al que nos mandaron primero.

– ¿Quieres decir que viven en Brooklyn?

– O que condujeron hasta allí en su propio coche, lo aparcaron y robaron el primero que vieron. O que fueron en metro o en taxi. O…

– Vamos, que no sabemos mucho.

– Todavía no.

Se echó hacia atrás con las manos detrás de la cabeza.

– A Bobby lo han llamado para ese anuncio -dijo-. El del árbitro de baloncesto en un partido contra los prejuicios. Tiene que ir mañana. Ahora la cosa está entre él y cuatro tíos más, así que quieren volver a verlos a todos.

– Eso es bueno.

– ¿Cómo puedes saberlo? En esa profesión tienes que dejarte el culo y pelear en una prueba para poder salir por la tele veinte segundos. ¿Sabes cuántos actores se necesitan para cambiar una bombilla? Nueve. Uno para subir y cambiarla y otros ocho para quedarse alrededor de la escalera y decir: «¡Yo debería estar ahí arriba!».

– No es malo.

– Bueno, ese chiste me lo contó el actor. -Cogió su copa y se recostó en la silla-. Matt, lo de anoche fue todo tan raro. Fue una noche jodidamente rara.

– En el sótano de la iglesia.

Él asintió.

– Con esos disfraces que llevaban… Lo que necesitaban eran unas gafas, unas narices y unos bigotes de Groucho, esos que llevan los niños. Porque era eso lo que parecían; las pelucas y las barbas ni siquiera parecían de verdad y tampoco eran graciosas. La pistola les quitaba toda la gracia.

– ¿Por qué se disfrazarían?

– Para que no los reconociéramos. ¿Por qué crees que se disfraza la gente?

– ¿Los habrías reconocido?

– No sé, no pude verlos sin los disfraces. Pero ¿quiénes somos? ¿Abbott y Costello?

– No creo que ellos nos reconocieran -dije-. Cuando entré en el sótano, uno de ellos dijo tu nombre. Estaba oscuro, pero a ellos les había dado tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Tú y yo no nos parecemos.

– Yo soy el guapo. -Le dio una calada a su cigarrillo y soltó una gran nube de humo-. ¿Adónde quieres llegar?

– No sé. Es que me pregunto por qué se molestarían en llevar disfraces si de todos modos no los conocíamos.

– Para que luego no nos fuera fácil encontrarlos, supongo.

– Supongo. Pero, ¿por qué pensaron que íbamos a molestarnos en buscarlos? No hay mucho que podamos hacerles. Hicimos un trato, intercambiamos dinero por tus libros. Por cierto, ¿qué has hecho con los libros?

– Los he quemado, como te dije. ¿Y qué quieres decir con eso de que no podemos hacerles mucho? Podríamos asesinarlos mientras duermen.

– Claro.

– Podríamos encontrar la iglesia, cagarnos en el altar y luego decirle a Dominic Tutto que lo han hecho ellos.

Ahora que lo pienso, esa idea tiene cierto encanto. Podríamos concertarles una cita con «el Carnicero». A lo mejor llevaron disfraces por la misma razón por la que robaron el coche. Porque son profesionales.

– ¿Te resultan familiares, Skip?

– ¿Quieres decir sin tener en cuenta las barbas ni las pelucas ni toda esa mierda? Las voces no las reconocí.

– No.

– Había algo en ellos que me resultaba familiar, pero no sé que era. Tal vez la forma que tenían de moverse. Eso es.

– Creo que sé lo que quieres decir.

– Se movían de una manera muy ligera. -Se rió-. Vamos a llamarlos, a ver si quieren ir a bailar.

Mi vaso estaba vacío. Me eché un poco de burbon, me recosté en la silla y me lo bebí despacio. Skip apagó su cigarrillo dentro de una taza de café y, ¡cómo no!, me dijo que jamás quería verme haciendo eso. Le aseguré que no me vería. Encendió otro cigarrillo y nos quedamos allí sentados en el agradable silencio.

Después de un rato, él dijo:

– Explícame algo y olvídate de lo de los disfraces. Dime por qué dispararon a la luz.

– Para cubrir la salida. Para darles ventaja.

– ¿Crees que pensaban que saldríamos corriendo tras ellos en estampida? ¿Que perseguiríamos a unos hombres armados por patios traseros y carreteras?

– A lo mejor querían hacerlo a oscuras, pensaban que así lo tendrían más fácil. -Me quedé pensativo-. Pero habría bastado con que uno hubiera dado un paso y hubiera apagado el interruptor. ¿Sabes qué es lo peor de los disparos?

– Sí, que me acojonan.

– Que atrajeron a la pasma. Una cosa que sabe todo profesional es que no se hace nada que atraiga a la policía. No, si puedes evitarlo.

– A lo mejor se figuraron que merecía la pena. Era como una manera de avisarnos: «No intentéis devolvérnosla».

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