Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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– Antes era policía. Ahora soy detective privado -lo cual quizá era técnicamente incorrecto, pero se acercaba bastante a la verdad-. Anoche estuve aquí para intercambiar dinero por unas cosas que le pertenecían a mi cliente y que se habían llevado para pedir un rescate.

– Entiendo.

– La otra parte, los criminales que habían robado las pertenencias de mi cliente, eligieron este sitio para el intercambio. Ellos fueron los que dispararon.

– Entiendo -volvió a decir-. ¿Alguien… resultó herido? La policía ha buscado manchas de sangre. Yo no sé si todas las heridas sangran.

– No dispararon a nadie. Se produjeron dos disparos solamente y ambos fueron directos al techo.

Él suspiró.

– Es todo un alivio. Bueno, señor eh…

– Scudder. Matthew Scudder.

– Yo soy Nelson Fuhrmann. Creo que antes nos hemos saltado las presentaciones. -Se pasó la mano por su pecosa frente-. Supongo que la policía no sabe nada de esto.

– No. No sabe nada.

– Y usted preferiría que no lo hiciera.

– Sería más sencillo si no supieran nada.

Tras pensarlo, asintió.

– De todos modos dudo que vaya a tener la ocasión de contárselo -dijo-. No creo que vuelvan por aquí, ¿y usted? No es un crimen de importancia.

– A lo mejor alguien se pasa. Pero no se sorprenda si no vuelve a saber de ellos.

– Rellenarán un informe -dijo él- y todo se quedará ahí. -Volvió a suspirar-. Bueno, señor Scudder, debe de tener una razón para haberse arriesgado a que yo le mencionara su visita a la policía. ¿Qué espera descubrir?

– Me gustaría saber quiénes fueron.

– ¿Los villanos? -Se rió-. No sé de qué otro modo llamarlos. Si fuera policía, supongo que los llamaría autores del crimen.

– Podría llamarlos pecadores.

– Ah, pero bueno, todos lo somos, ¿no? -Me sonrió-. ¿No conoce su identidad?

– No. Y llevaban disfraces, pelucas y barbas postizas, así que ni siquiera sé qué aspecto tienen.

– No sé cómo podría ayudarle. No cree que estén relacionados con la iglesia, ¿verdad?

– Estoy casi seguro de que no. Pero eligieron este lugar, reverendo Fuhrmann y…

– Llámeme Nelson.

– … y eso puede indicar que conocen la iglesia y esta habitación en particular. ¿Encontró la policía algún signo de que hubieran forzado la cerradura?

– Creo que no, no.

– ¿Le importa si echo un vistazo a la puerta? -Examiné la cerradura de la puerta que daba a las escaleras. Si la forzaron, yo no pude ver ninguna señal. Le pregunté qué otras puertas daban al exterior, me llevó a ellas, lo comprobamos y ninguna tenía signos de que alguien hubiera entrado ilegalmente.

– La policía dijo que una puerta debió de quedarse abierta -explicó él.

– Eso sería lógico si esto fuera un simple caso de vandalismo o alguna travesura. Unos niños se encuentran una puerta abierta, entran y lo revuelven todo un poco. Pero esto fue planeado, estaba preparado. No creo que nuestros pecadores contaran con que la puerta estuviera abierta. ¿O acaso aquí lo de cerrar las puertas con llave es algo que se deja al azar?

Él negó con la cabeza.

– No, siempre cerramos con llave. Tenemos que hacerlo, incluso en un barrio decente como este. Cuando la policía llegó anoche, había dos puertas abiertas; esta puerta y la de detrás. Está claro que no nos habríamos dejado las dos sin cerrar.

– Si una estaba abierta, ¿la otra podría abrirse desde dentro?

– Oh, claro. Sin embargo…

– Debe de haber muchas llaves en circulación, reverendo. Estoy seguro de que muchos grupos de la comunidad utilizan las dependencias de la iglesia.

– Oh, por supuesto -dijo-. Sentimos que es parte de nuestra función el cederle nuestro espacio a los demás cuando nosotros no lo necesitamos. Y el alquiler que recibimos por ello supone una parte importante de nuestros ingresos.

– Entonces el sótano suele ser utilizado por las noches.

– Oh, claro. Veamos… el grupo de Alcohólicos Anónimos se reúne aquí todos los jueves por la noche y hay otro grupo de Al-Anon que utiliza la habitación los martes; por cierto, esta noche vendrán. Y los viernes, ¿quién está aquí los viernes? En los pocos años que llevo aquí, este lugar se ha utilizado para un sinfín de actividades. Tuvimos un pequeño grupo de teatro que venía a ensayar, tenemos una reunión de exploradores una vez al mes, tenemos… bueno, puede ver que hay muchos grupos distintos con acceso a nuestras áreas.

– Pero aquí no se reúne nadie los lunes por la noche.

– No. Había un grupo de feministas que se reunían los lunes hasta hace tres meses, pero creo que luego decidieron ir quedando en sus propias casas. -Ladeó la cabeza-. Está sugiriendo que… em… los pecadores estarían en condición de saber que este sitio estaría vacío anoche.

– Eso es lo que estaba pensando.

– Pero podrían haber llamado y haberse informado. Cualquiera podría haber llamado y haber fingido que era alguien interesado en utilizar la sala y que quería comprobar si estaba disponible.

– ¿Han recibido alguna llamada de ese tipo?

– Bueno, las recibimos constantemente -dijo-. Así que no es algo que alguien de aquí recordaría especialmente.

– ¿Por qué siempre vienes por aquí y le preguntas a todo el mundo por el Ratón Mickey? -quería saber la mujer.

– ¿Quién?

Ella soltó una carcajada.

– Miguelito Cruz. Ya sabes, Miguelito en inglés se dice little Michael. Y eso es igual que Mickey. La gente lo llama Ratón Mickey. O al menos, yo lo hago.

Estábamos en un bar puertorriqueño en la Cuarta Avenida, situado entre un herbolario y una tienda que alquilaba ropa de etiqueta. Había tomado el tren N después de mi visita a la iglesia luterana en Bensonhurst con la intención de volver a la ciudad, pero en lugar de eso había acabado levantándome repentinamente en la calle Cincuenta y Tres en Sunset Park y me había bajado del tren allí. No tenía nada más que hacer, no sabía por dónde continuar la investigación para Skip, así que pensé que podría hacer algo para justificar el dinero que recibía de Tommy Tillary.

Además, era la hora del almuerzo y me apetecía un plato de judías negras con arroz.

Estaban tan buenas como me había imaginado. Las bajé con una botella de cerveza fría y luego pedí un flan de postre y me tomé un par de espressos. Los italianos te sirven lo que entra en un dedal. Los puertorriqueños te sirven una taza llena.

Luego fui de bar en bar, me pedí cervezas y me las tomé despacio y fue entonces cuando me encontré con esa mujer que quería saber a qué se debía mi interés por el Ratón Mickey. Tendría unos 35 años, el pelo y los ojos oscuros y una dureza en su rostro que hacía juego con la dureza de su voz. Su voz, marcada por el tabaco, el alcohol y la comida picante, era esa clase de voz que podría cortar el cristal.

Sus ojos eran grandes y dulces y lo que se podía ver de su cuerpo indicaba que tendría la misma suavidad y dulzura que esos ojos. Iba vestida con muchos colores vivos. Tenía el pelo recogido con un pañuelo rosa chillón, su camisa era de color azul eléctrico, sus pantalones a la altura de la cadera eran amarillo canario y sus tacones de aguja de color naranja fosforito. La blusa dejaba ver parte de sus voluminosos pechos. Su piel parecía cobre, pero tenía cierto rubor, como si estuviera encendida por dentro.

Yo pregunté:

– ¿Conoces al Ratón Mickey?

– Claro que lo conozco. Lo veo siempre en los dibujos animados. Es un ratón muy divertido.

– Me refiero a Miguelito Cruz. ¿Conoces a ése Ratón Mickey?

– ¿Eres poli?

– No.

– Pues lo pareces, te mueves como un poli y haces preguntas como un poli.

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