Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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– Antes lo era.

– ¿Te echaron por robar? -Se rió mostrando un par de dientes de oro-. ¿Por aceptar sobornos?

Negué con la cabeza.

– Por disparar a niños -dije.

Ella se rió con más fuerza.

– Anda ya -dijo ella-. No te despiden por eso. Por eso te ascienden, te hacen jefe de policía.

No tenía acento de ser de la isla. Era una chica de Brooklyn. Volví a preguntarle si conocía a Cruz.

– ¿Por qué?

– Olvídalo.

– ¿Eh?

– Que lo olvides -le dije, le di la espalda y seguí con mi cerveza. No pensé que fuera a dejarme en paz. Miré por el rabillo del ojo. Estaba bebiendo algo con color con una pajita y, mientras la observaba, se terminó la bebida.

– ¡Eh! -dijo-. Invítame a una copa.

La miré. Sus ojos no vacilaron. Le hice una seña al camarero, un hosco hombre gordo que parecía estar peleado con el mundo. Le preparó lo que fuera que ella estaba bebiendo. Para hacerlo necesitó usar la mayoría de las botellas que había en el bar. Lo puso delante de ella, me miró y yo levanté mi vaso para que viera que no quería más.

– Lo conozco muy bien -dijo ella.

– ¿Sí? ¿Y sonríe alguna vez?

– No me refiero a él, te hablo del Ratón Mickey.

– Ajá.

– ¿Qué quieres decir con «ajá»? Es un crío. Cuando crezca, entonces podrá venir a verme. Si es que crece, claro.

– Háblame de él.

– ¿Qué quieres que te cuente? -Le dio un sorbo a su bebida-. Se mete en problemas por enseñarle a todo el mundo lo duro y lo listo que es. Pero no es tan duro, ¿sabes?, y tampoco es tan listo. -El gesto de su boca se suavizó-. Pero es guapo. Siempre lleva ropa chula, siempre va muy peinado y recién afeitado. -Extendió la mano para acariciarme la mejilla-. Es suave, ¿sabes? Y es pequeño, es muy mono y te dan ganas de achucharlo, de acurrucarlo y llevártelo a casa.

– ¿Pero eso nunca lo has hecho?

Ella volvió a reírse.

Hey, tío, ya tengo bastantes problemas.

– ¿Crees que te causaría problemas?

– Si me lo llevara a casa -dijo ella-, se pasaría todo el rato pensando: «¿Y ahora cómo voy a hacer que esta zorra me deje ponerla en la calle?».

– ¿Es un chulo? Eso no lo había oído.

– Si estás pensando en un chulo con sombrero morado y un Cadillac Eldorado, olvídalo. -Y se rió-. Eso es lo que le gustaría a la «Rata» Mickey. Un buen día va y conoce a esa chica nueva, recién llegada de Santurce, de un pueblecito al lado de Santurce, ¿sabes? Y él la convence para que trabaje fuera de su apartamento, para que se vea con uno o dos tipos al día, ya sabes, tíos que él encuentra.

« Hey, Joe, ¿quieres tirarte a mi hermanita?» -dije yo intentando reproducir un acento puertorriqueño.

– Tío, te sale fatal el acento puertorriqueño. Pero tienes una ligera idea. Ella trabaja unas dos semanas, sabes, se harta y coge un avión de vuelta a la isla. Y esta es la historia de Mickey el chulo.

En ese momento necesitó otra copa y yo estaba listo para tomarme otra cerveza. Le dijo al camarero que nos trajera una bolsa de plátanos fritos y al abrirla la rajó, de modo que el contenido se salió y cayó sobre la barra. Sabían como a una mezcla entre patatas fritas y virutas de madera.

Me dijo que el problema del Ratón Mickey era que se esforzaba demasiado en demostrar algo. En el instituto había demostrado que era un machito yéndose a Manhattan con unos colegas a patearse las calles del West Village en busca de homosexuales a los que dar una paliza.

Ella dijo:

– Él era el cebo, ¿sabes? Pequeño y guapo. Y luego cuando conseguían al tipo, se volvía como loco, casi quería matarlo. Los tíos que iban con él al principio decían que tenía valor, pero luego empezaron a decir que no tenía sesos. -Sacudió la cabeza-. Así que jamás me lo he llevado a casa -dijo ella-. Es mono, pero eso desaparece en cuanto apagas la luz, ¿sabes? No creo que me hubiera hecho mucho bien. -Me tocó la barbilla con una uña pintada-. No quiero a un hombre que sea demasiado mono, ¿me entiendes?

Fue una insinuación, pero supe que no quería caer en ella. El darme cuenta de eso produjo una oleada de tristeza en mi interior que surgió de la nada. No tenía nada que ofrecerle a esa mujer y ella no tenía nada para mí. Ni siquiera sabía su nombre; si nos habíamos llegado a presentar, no lo recordaba. Y, de todos modos, no creo que lo hiciéramos. Los únicos nombres mencionados habían sido Miguelito Cruz y el Ratón Mickey.

Yo mencioné otro, el de Ángel Herrera. Ella no quería hablar de Herrera. Dijo que era simpático. Que no era tan mono y, tal vez, no tan listo, pero que quizá eso fuera mejor. Sin embargo, no quiso hablar de Herrera.

Le dije que me tenía que ir. Dejé un billete sobre la barra y le pedí al camarero que le mantuviera el vaso lleno. Ella se rió, bien burlándose de mí o porque le hacía gracia la situación. No lo sé. Su risa sonaba como si alguien estuviera tirando un saco de cristales rotos por una escalera. Esa risa me siguió hasta la puerta y hasta la calle.

20

Cuando volví a mi hotel, había un mensaje de Anita y otro de Skip. Primero llamé a Syosset, hablé con Anita y con los niños. Hablamos de dinero y le dije que había recibido una paga y que pronto le enviaría algo. Hablé con mis hijos sobre béisbol y sobre el campamento al que irían en poco tiempo.

Llamé a Skip al Miss Kitty's. Otra persona respondió el teléfono y esperé hasta que él se puso.

– Quiero reunirme contigo -dijo-. Esta noche trabajo, ¿quieres pasarte luego?

– Vale.

– ¿Qué hora es? ¿Las nueve menos diez? ¿Llevo aquí menos de dos horas? Pues me parece como si llevara cinco. Matt, lo que voy a hacer es cerrar sobre las dos. Pásate sobre esa hora y nos tomamos algo.

Vi el partido de los Mets. Jugaban fuera de la ciudad. En Chicago, creo. Tenía los ojos fijados en la pantalla, pero no podía tener la mente puesta en el partido.

Me quedaba una cerveza de la noche anterior. Me la bebí durante el partido, pero ni siquiera eso me animó. Cuando el partido acabó, vi casi la mitad del informativo, apagué la tele y me tumbé en la cama.

Tenía una edición en rústica de Las vidas de los santos y busqué a santa Verónica. Leí que no se sabía con certeza que hubiera existido, pero que se suponía que había sido una mujer de Jerusalén que secó el sudor de la cara de Cristo con un paño mientras él estaba sufriendo en su camino hacia el Calvario y que en ese mismo paño se quedó marcada una imagen de su rostro.

Me imaginé la escena que le había dado veinte siglos de fama y tuve que reírme. La mujer que yo estaba viendo, la que alargaba la mano para secar la frente de Cristo, tenía la misma cara y el mismo peinado que Veronica Lake.

El Miss Kitty's estaba cerrado cuando llegué y por un momento pensé que Skip lo había mandado todo a la mierda y se había ido a casa. Luego vi que los cierres metálicos, aunque estaban echados, no tenían el candado echado y que por detrás de la barra se veía una bombilla de pocos vatios encendida. Corrí el cierre unos treinta centímetros, llamé a la puerta y él vino y me abrió; luego volvió a echar los cierres y giró la llave de la puerta.

Parecía cansado. Me dio una palmadita en el hombro, me dijo que se alegraba de verme y me llevó al final de la barra, a la zona más apartada de la puerta. Sin preguntar, me sirvió una buena copa de Wild Turkey y llenó su vaso hasta arriba de güisqui escocés.

– El primero del día -dije yo.

– ¿Sí? Estoy impresionado. Pero claro, hace solamente dos horas y diez minutos que ha empezado el día.

Negué con la cabeza.

– Es la primera copa desde que me he levantado. He tomado cerveza, pero tampoco demasiada. -Le di un buen trago a mi copa de burbon.

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