Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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Llamé a Nelson Fuhrmann. Él no tenía la información que yo quería, pero su secretaria me dio un número de teléfono y pude contactar con una mujer que respondió algunas de mis preguntas.

Me dispuse a llamar a Eddie Koehler y entonces me di cuenta de que estaba solo a algunas manzanas del Distrito 6. Caminé hacia allí, lo encontré sentado en su escritorio y le dije que tenía la oportunidad de ganarse el resto del sombrero que le había comprado el día anterior. Realizó algunas llamadas de teléfono sin levantarse de su mesa y cuando lo dejé allí me fui con más anotaciones en mi libreta.

Hice algunas llamadas desde una cabina telefónica de la esquina, luego fui hacia Hudson y tomé un taxi en dirección al norte. Me bajé en la esquina de la Onceava Avenida con la calle Cincuenta y Uno, y caminé hacia el río. Me detuve enfrente del Morrissey's, pero no llamé a la puerta ni al timbre. En lugar de eso, me tomé un momento para leer el cartel del grupo de teatro. El hombre del amanecer había terminado su breve temporada. Para la noche siguiente había pendiente una obra de John B. Keane. El hombre de Clare, se llamaba. Había una fotografía del actor que interpretaba el papel principal. Tenía un pelo rojo con aspecto áspero y un rostro inquietante, cargado de angustia.

Intenté abrir la puerta que daba al teatro. Estaba cerrada con llave. Llamé y cuando nadie respondió, volví a llamar varias veces más. Al rato, se abrió.

Una mujer muy baja de veintitantos años levantó la vista hacia mí.

– Lo siento -dijo-. La taquilla se abrirá mañana por la tarde. Ahora mismo estamos escasos de personal, estamos con los ensayos finales y…

Le dije que no había ido a comprar entradas.

– Solamente quiero unos minutos -dije.

– Eso es lo que quiere todo el mundo, pero no tengo tanto tiempo -dijo, como si un dramaturgo le hubiera escrito esa frase-. Lo siento -dijo luego con total naturalidad-. Tendrá que ser en otro momento.

– No, tiene que ser ahora.

– Dios mío, ¿pero qué es esto? No eres policía, ¿verdad? ¿Pero qué hemos hecho? ¿Acaso le debemos dinero a alguien?

– Trabajo para el tipo de ahí arriba -dije indicando con mi mano-. Le gustaría que cooperaras conmigo.

– ¿El señor Morrissey?

– Llama a Tim Pat y pregúntale, si quieres. Me llamo Scudder.

Desde la parte trasera del teatro, alguien con un marcado acento irlandés gritó:

– ¡Mary Jean! ¡Me cago en Dios! ¿Qué te está entreteniendo tanto?

Ella puso los ojos en blanco, suspiró y me abrió la puerta.

Después de salir del teatro, llamé a Skip a su apartamento y lo busqué en su bar. Kasabian me sugirió que probara en el gimnasio.

Antes me pasé por el Armstrong's. No estaba allí y tampoco se había pasado, pero Dennos me dijo que sí que lo había hecho otra persona.

– Un tipo te estaba buscando -me dijo.

– ¿Quién?

– No ha dejado su nombre.

– ¿Qué aspecto tenía?

Él reflexionó sobre la pregunta.

– Si estuvieras haciendo dos grupos para jugar a polis y cacos -dijo meditabundo-, a él no lo elegirías como uno de los cacos.

– ¿Ha dejado algún mensaje?

– No. Y tampoco propina.

Fui al gimnasio de Skip, un enorme local en la segunda planta sobre una charcutería en Broadway. Una bolera se había ido a la ruina en ese mismo local uno o dos años antes y el gimnasio tenía el aspecto de un lugar que no superaría la fecha del vencimiento del alquiler. Un par de hombres estaban trabajando con unas pesas. Un hombre negro, brillante por el sudor, levantaba pesas tumbado en un banco mientras un compañero blanco lo observaba. A la derecha, un hombre grande trabajaba con el saco de boxeo con las dos manos.

Encontré a Skip haciendo poleas en la máquina de dorsales. Llevaba unos pantalones de chándal grises, no tenía la camiseta puesta y estaba sudando exageradamente. Los músculos trabajaban en su espalda, en sus hombros y en la parte superior de sus brazos. Me quedé de pie a unos metros mientras terminaba una tanda. Lo llamé y él se volvió, me vio y me sonrió sorprendido; luego, volvió a hacer otra polea antes de levantarse y acercarse para darme la mano.

Me preguntó:

– ¿Qué pasa? ¿Cómo me has encontrado?

– Tu socio me lo dijo.

– Pues llegas en buen momento. Puedo tomarme un descanso. Deja que vaya a por mis cigarrillos.

Había una zona en la que se podía fumar, con unos cuantos sillones agrupados en torno a un dispensador de agua fría. Él encendió su cigarro y dijo:

– Hacer ejercicio ayuda. Me dolía bastante la cabeza cuando me he levantado. Anoche sí que le dimos bien, ¿eh? ¿Llegaste bien a casa?

– ¿Por qué? ¿Es que estaba muy mal?

– No peor que yo. Te sentías muy bien, la verdad. Por el modo en que hablabas, tenías a Frank y a Jesse cogidos por los huevos.

– ¿Crees que me mostré demasiado optimista?

¡ Hey! Eso está bien. -Le dio una calada a su cigarrillo-. Yo estoy empezando a sentirme humano otra vez. Esto hace que la sangre se mueva, sudas algo del veneno y se nota. ¿Alguna vez has hecho pesas, Matt?

– No desde hace años y años.

– ¿Pero antes sí lo hacías?

– Bueno, hace cientos de años creí que podía gustarme boxear.

– ¿En serio? ¿Le dabas a los puños?

– Fue en el instituto. Empecé a pasarme por el gimnasio del centro juvenil, levantaba pesas un poco y entrenaba. Luego luché en algunos combates de la Liga Atlética de la Policía y descubrí que no me gustaba que me golpearan en la cara. Además, era un torpe en el cuadrilátero, me sentía un patoso y eso no me gustaba.

– Y por eso te buscaste un trabajo en el que te dejaban llevar una pistola.

– Y una placa y una porra.

Él se rió.

– El corredor y el boxeador -dijo-. Míralos ahora. Bueno, has venido aquí por algo.

– Ajá.

– ¿Y?

– Sé quiénes son.

– ¿Frank y Jesse? Estás de coña.

– No.

– ¿Quiénes son? ¿Y cómo lo has conseguido? ¿Y…?

– Me preguntaba si podríamos reunir al equipo esta noche. Después de la hora de cierre.

– ¿El equipo? ¿A quién te refieres?

– A todos los que vinieron con nosotros a recorrer Brooklyn la otra noche. Necesitamos ayuda masculina y no le veo sentido a involucrar a gente nueva.

– ¿Necesitamos ayuda masculina? ¿Qué vamos a hacer?

– Esta noche, nada, pero me gustaría reunir un consejo de guerra. Si a ti te parece bien.

Él tiró la ceniza en un cenicero.

– ¿Si a mí me parece bien? -preguntó-. Claro que me parece bien. ¿A quién quieres? ¿A los Siete Magníficos? No, somos cinco. Los Siete Magníficos menos dos. Tú, yo, Kasabian, Keegan y Ruslander. ¿Qué es hoy? ¿Miércoles? Billie cerrará sobre la una y media si se lo pido de buen grado. Llamaré a Bobby y hablaré con John. ¿De verdad sabes quiénes son?

– De verdad.

– Quiero decir si lo sabes en concreto o…

– Todo -dije-. Nombres, direcciones, trabajos.

– Todo. Pues, ¿quiénes son?

– Me pasaré por tu oficina sobre las dos.

– Que te jodan. Imagínate que de aquí a que den las dos te atropella un autobús.

– En ese caso el secreto morirá conmigo.

– Gilipollas. Voy a hacer unos cuantos levantamientos más. ¿Quieres hacer unos cuantos para calentar los músculos?

– No -dije-. Quiero beber algo.

No me tomé nada. Eché una ojeada en un bar, pero estaba lleno y cuando volví a mi hotel, Jack Diebold estaba sentado en una silla en el vestíbulo.

Dije:

– Me imaginaba que serías tú.

– ¿Conque el camarero chino me ha descrito?

– Es filipino. Dijo que era un tipo gordo y viejo que no había dejado propina.

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