– ¿Es necesario?
Hubo una pausa.
– No pareces muy animado -dijo.
– Keegan me tuvo hasta el amanecer escuchando discos -dije-. Todavía no me he recuperado del todo.
– Keegan, ¡será cabrón! -dijo-. Todos le damos bien, pero él va a acabar matándose.
– Sí que le da.
– Sí. Escucha, no quiero entretenerte. Solamente quiero saber si estarás libre el lunes. Día y noche. Porque creo que es cuando vamos a mover este asunto. Si tenemos que hacerlo, quiero que sea cuanto antes.
– ¿Y qué quieres que haga?
– Eso ya lo hablaremos. De momento, intenta solucionar lo del lunes, ¿vale?
¿Qué tenía que hacer el lunes? Aún seguía trabajando para Tommy Tillary, pero no me preocupaba mucho el tiempo que le dedicara. Mi conversación con Jack Diebold había confirmado lo que me suponía, que estaba malgastando mi tiempo y el dinero de Tillary, que no tenían caso contra él y que lo más probable era que jamás lo pudieran acusar de nada. Además, la diatriba de Carolyn Cheatham me había dejado sin muchas ganas de hacer nada por Tommy ni de sentirme culpable por sacarle el dinero.
Tenía que decirle un par de cosas a Drew Kaplan la próxima vez que lo viera. E investigaría algo más por el camino. Pero no dedicaría muchas más horas en los bares y bodegas de Sunset Park.
Le dije a Skip que el lunes estaría libre.
Más tarde aquella noche, llamé a la tienda de licores de enfrente. Pedí dos litros de Early Times y les dije que el chico de los recados se pasara por la tienda de ultramarinos y me trajera seis cervezas y algunos sándwiches. Me conocían y sabían que les daría una buena propina por mandarme al chico con ese servicio especial. Sabían que merecería la pena. Y a mí también me mereció la pena.
Me lo tomé con calma. Primero me bebí una lata de cerveza y me comí medio sándwich. Me di una ducha caliente y eso me ayudó. Luego acabé el resto del sándwich y me bebí otra lata de cerveza.
Me fui a dormir y cuando desperté puse la tele y vi a Bogart y a Ida Lupino, creo, en El ú ltimo refugio. No le presté demasiada atención a la película, pero me hizo compañía. De vez en cuando me acercaba a la ventana y veía llover. Me comí parte de otro sándwich, bebí un poco más de cerveza y le di un trago a la botella de burbon. Cuando la película acabó, apagué la tele, me tomé un par de aspirinas y volví a la cama.
El sábado fue un poco más movido. Volví a necesitar beber nada más despertarme. Di un pequeño trago y, en aquella ocasión, no vomité. Me di una ducha, me bebí una última lata de cerveza, bajé y desayuné en el Red Flame. Dejé la mitad de los huevos, pero me comí las patatas y una doble ración de tostadas de pan de centeno y bebí mucho café. Leí el periódico, o lo intenté. No lograba entender lo que estaba leyendo.
Después del desayuno me paré en McGovern's para una rápida. Luego doblé la esquina en dirección a San Pablo y me senté allí, en la agradable tranquilidad, durante media hora aproximadamente.
Luego regresé al hotel.
Vi el partido de béisbol en mi habitación y un combate de lucha en el Wide World of Sports, además del campeonato mundial de pulsos y unas mujeres que hacían una exhibición de algo parecido al esquí acuático. Lo que estaban haciendo era evidentemente difícil, pero no demasiado interesante como para verlo. Apagué la tele y me marché. Me paré en el Armstrong's y charlé con algunas personas, luego fui al Joel Farrell's a tomarme un cuenco de chile picantísimo y unas cervezas Carta Blanca.
Me tomé un brandi con el café antes de volver al hotel a pasar la noche. En la habitación tenía demasiado burbon como para que me llegara hasta el domingo, pero me detuve y compré unas cervezas porque casi se me habían acabado y las tiendas no pueden venderlas antes del mediodía los domingos. Nadie sabe por qué. A lo mejor las iglesias están detrás del asunto, a lo mejor quieren que los fieles aparezcan con sus resacas, a lo mejor es más fácil vender el arrepentimiento a los que están más afligidos.
Bebí y vi películas. Me quedé dormido delante de la televisión, me desperté en mitad de una película bélica, me di una ducha, me afeité y me senté en ropa interior a ver el final de esa película y el principio de otra mientras bebía burbon y cerveza hasta volver a quedarme dormido.
Cuando desperté otra vez, ya era domingo por la tarde y seguía lloviendo.
Alrededor de las tres y media el teléfono sonó. Contesté al tercer tono y dije hola.
– ¿Matthew? -Era una mujer y, por un instante, pensé que era Anita. Luego ella dijo-:Te llamé anteayer, pero no lo cogiste. -En su voz aprecié el tarheel -. [17]Quiero darte las gracias.
– No tienes nada que agradecerme, Carolyn.
– Quiero darte las gracias por ser un caballero -dijo ella y se rió delicadamente-. Un caballero bebedor de burbon. Me parece recordar haber hablado mucho de eso.
– Por lo que yo recuerdo, te mostraste bastante elocuente.
– Y también lo hago al tratar otros temas. Me disculpé ante Billie por no comportarme como una dama y me dijo que no pasaba nada, pero eso es lo que dicen todos los camareros, ¿no? Quiero darte las gracias por acompañarme a casa. -Hubo una pausa-. Ah, ¿nosotros…?
– No.
Un suspiro.
– Bien. Me alegro, pero solamente porque odiaría no recordarlo. Espero no haberme comportado de un modo vergonzoso, Matthew.
– Estuviste perfecta.
– Claro que no estuve perfecta. Eso lo recuerdo. Matthew, dije cosas muy duras sobre Tommy. Estuve hablando pestes de él y espero que sepas que lo hice únicamente porque había bebido.
– Jamás pensé otra cosa.
– El me trata bien. Es un buen hombre. Tiene sus defectos. Es fuerte, pero tiene debilidades.
Una vez, en el velatorio de un compañero policía, oí a una mujer irlandesa hablar así de la bebida: «Sí, es la debilidad de un hombre fuerte».
– Se preocupa por mí -dijo Carolyn-. No hagas caso de lo que dije.
Le dije que nunca había dudado que él se preocupara por ella y que tampoco tenía muy claro lo que había dicho o dejado de decir aquella noche, que esa noche yo también había bebido bastante.
El domingo por la noche caminé hasta el Miss Kitty's. Una fina lluvia estaba cayendo.
Me había pasado por el Armstrong's primero, un momento, y el Miss Kitty's tenía el mismo ambiente de domingo por la noche. Un montón de clientes habituales y gente del barrio creaban un escenario que era la otra cara de la moneda del esperado viernes por la tarde. Junto a la máquina de discos una chica cantaba una canción que decía algo sobre un par de patines recién estrenados. Su voz parecía no encajar en las notas y encontraba sonidos que ni siquiera estaban en la escala.
No conocía al camarero. Cuando pregunté por Skip, señaló hacia el despacho que había en la parte trasera.
Skip estaba allí y también su socio. John Kasabian tenía una cara redonda y llevaba gafas con montura de acero y lentes circulares que aumentaban el tamaño de sus ojos oscuros y hundidos. Sería de la misma edad de Skip, pero parecía más joven, parecía el típico niño sabiondo. Tenía ambos antebrazos tatuados, pero en absoluto tenía el aspecto de la clase de persona que se tatuaba.
Uno de los tatuajes era la clásica representación de una serpiente enrollada alrededor de una daga que rondaba lo chabacano. La serpiente estaba lista para atacar y de la punta de la daga caía sangre. El otro tatuaje era más sencillo, hasta de buen gusto: una pulsera rodeándole la muñeca derecha.
– Si al menos me lo hubiera hecho en la otra muñeca -había dicho-, habría podido taparlo con el reloj.
No sé cómo se sentiría en realidad por los tatuajes. Fingía desdén por ellos, desprecio por el joven que había elegido marcarse a sí mismo y parecía sentirse realmente avergonzado de ellos. Sin embargo, en ocasiones daba la impresión de sentirse orgulloso de llevarlos.
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