La cubrí con la sábana y me volví a sentar. Había una cosa más que hubiera querido hacer, pero no pude saber qué era. Intenté pensar y supongo que acabé quedándome dormido. No creo que fueran más de unos pocos minutos; solamente el tiempo suficiente para perderme en un sueño que se desvaneció en el momento en que abrí los ojos y parpadeé.
Salí de allí. Su puerta tenía una cerradura de resbalón. Había un pestillo añadido que se podía echar con la llave para más seguridad, pero me limité a cerrarla. Con eso ya estaba razonablemente segura. Cogí el ascensor, bajé y salí a la calle.
No había empezado a llover. En la esquina de la Novena Avenida pasó un hombre haciendo footing, corría obstinadamente hacia el norte, a la contra del poco tráfico que había en aquel momento. Su camiseta estaba impregnada de sudor y el hombre parecía que fuera a caerse. Pensé en O'Bannon, el antiguo compañero de Jack Diebold, que se puso en forma antes de volarse los sesos.
Y entonces recordé lo que había querido hacer en el apartamento de Carolyn. Había estado pensando en llevarme la pequeña pistola que le había dado Tommy. Si iba a beber tanto y a deprimirse de ese modo, lo que menos necesitaba era tener un arma en la mesilla de noche.
Pero la puerta estaba cerrada. Y ella estaba inconsciente, no iba a despertarse y a suicidarse.
Crucé la calle. El cierre del Armstrong's estaba medio echado y las luces de fuera estaban apagadas, pero dentro había luz. Me acerqué. Vi que las sillas estaban encima de las mesas, listas para que el chico dominicano que llegaba a primera hora de la mañana barriera el bar. Al principio no vi a Billie, pero luego lo vi sentado en un taburete al final de la barra. La puerta estaba cerrada, pero él me vio y vino a abrirme.
Volvió a cerrar con llave cuando entré, me acompañó a la barra y se metió detrás. Sin decirle nada, me sirvió un vaso de burbon. Lo rodeé con mi mano, pero no lo levanté de la barra.
– Ya no me queda café -dijo él.
– Vale. Ya no quería tomar más.
– ¿Está bien? ¿Carolyn?
– Bueno, mañana tendrá una buena resaca.
– Casi todo el mundo que conozco tendrá resaca mañana -dijo-. Hasta puede que yo tenga resaca mañana. Va a llover, así que creo que me quedaré en casa y me inflaré a aspirinas.
Alguien aporreó la puerta. Billie hizo un gesto con la cabeza, indicándole que se fuera. El hombre volvió a llamar. Billie lo ignoró.
– ¿Pero es que no ven que está cerrado? -protestó-. Aparta ese dinero, Matt. Estamos cerrados. La caja registradora está cerrada. Esto es como una fiesta privada. -Alzó su vaso hacia la luz y lo miró-. Un color precioso -dijo-. Qué graciosa, Carolyn. Así que uno que bebe burbon es un caballero y uno que bebe güisqui es un… ¿Qué dijo que era uno que bebía güisqui?
– Creo que dijo hipócrita.
– Y luego va y me dice que uno que bebe güisqui irlandés es irlandés.
– Bueno, fuiste tú el que lo preguntó.
– En lo que sí se convierte uno que bebe güisqui irlandés es en un borracho, pero un borracho simpático. Yo solo me emborracho de la manera más agradable posible. ¡Vaya, Matt! ¡Jesús! Estos son los mejores momentos del día. Puedes quedarte con tu Morrissey's. Esto es como tener tu after hours privado, ¿sabes? El garito vacío y oscuro, la música apagada, las sillas sobre las mesas, una o dos personas haciéndote compañía, y un cerrojo separándonos del resto del mundo. Genial, ¿eh?
– No está mal.
– No, no lo está.
Estaba llenándome el vaso. Aunque, no recordaba haber bebido nada.
– ¿Sabes? Mi problema es que no puedo irme a casa -dije.
– Eso fue lo que dijo Thomas Wolfe: «No puedes volver a casa otra vez». Ese problema lo tiene todo el mundo.
– No, pero yo lo digo en serio. Mis pies siempre me llevan a un bar. He estado en Brooklyn, he llegado a casa tarde, estaba cansado, ya estaba casi a punto de irme a la cama, he empezado a caminar hacia mi hotel, pero he doblado la esquina y he venido aquí. Y luego la he llevado a dormir, a Carolyn, y he tenido que salir corriendo antes de quedarme dormido en su silla; pero en lugar de irme a casa, como habría hecho toda persona normal, he vuelto aquí como una paloma mensajera atontada.
– Pues eres una golondrina y esto es Capistrano.
– ¿Es eso lo que soy? Ya no sé qué más soy.
– Venga, no digas gilipolleces. Eres un tío, eres un ser humano. Otro pobre hijo de puta que no quiere estar solo cuando el antro sagrado cierra.
– ¿El qué? -Comencé a reírme-. ¿Eso es lo que es este sitio? ¿El antro sagrado?
– ¿No conoces esa canción?
– ¿Qué canción?
– La canción de Van Ronk: «Y así hemos pasado otra noche…». -Se detuvo-. Joder, no puedo cantarla, no me sale el tono. Last Call, de Dave van Ronk. ¿No la conoces?
– No sé de qué estás hablando.
– ¡Dios! -dijo-. Tienes que oírla. ¡Joder! Tienes que oír esta canción. Es de lo que hemos estado hablando y, por encima de todo, es el jodido himno nacional. Venga.
– Venga ¿qué?
– Venga -dijo. Sacó un bolso de mano de las Aerolíneas Piedmont y salió de la barra con dos botellas sin abrir, una de su apreciado Jameson de doce años y otra de Jack Daniel's-. ¿Te parece bien? -me preguntó.
– ¿Bien para qué?
– Para echártela por la cabeza y usarla como matapiojos. ¿Para qué crees? Para bebería. Has estado tomando Forrester, pero no puedo encontrar ninguna botella cerrada y Ta ley no permite sacar a la calle botellas de alcohol sin el precinto.
– ¿Existe esa ley?
– Debería. Nunca robo botellas abiertas ¿Podrías responder a mi pregunta? ¿Te parece bien el Jack Black?
– Pues claro que me parece bien, pero ¿adónde demonios vamos?
– A mi casa -respondió-. Tienes que oír ese disco.
– Los camareros beben gratis -dijo-. Incluso en casa. Es un incentivo. A otros les dan planes de pensiones o seguros dentales. Nosotros tenemos todo el alcohol que podemos robar. Te va a encantar esta canción, Matt.
Estábamos en su apartamento, un estudio en forma de «L» con suelos de madera y una chimenea. Vivía en el piso veintidós y su ventana daba al sur. Tenía una buena vista del Empire State Building y, más a la derecha, del World Trade Center.
Estaba escasamente amueblado. Tenía una cama y un aparador de mica blanca en el hueco habilitado para dormir y un sofá y una silla en medio de la habitación. Libros y discos desbordaban una estantería y se amontonaban formando columnas sobre el suelo. Había partes del equipo de música por todo el estudio: un tocadiscos sobre una de esas cajas que se utilizan para guardar las botellas de leche de cristal y altavoces por el suelo.
– ¿Dónde lo habré puesto? -se preguntó Billie.
Fui hacia la ventana y contemplé la ciudad. Llevaba reloj, pero preferí no mirarlo porque no quería saber qué hora era. Supongo que debían de ser cerca de las cuatro. Aún no había empezado a llover.
– Aquí está -dijo, con el disco en la mano-. Dave van Ronk. ¿Lo conoces?
– Jamás había oído ese nombre.
– Tiene nombre holandés, físicamente parece irlandés y al cantar blues suena como un negro. También lleva un guitarrista, pero en este tema no toca nada. Last Call. La canta al fresco.
– Muy bien.
– No, al fresco, no. He olvidado esa expresión. ¿Cómo se dice cuando cantas sin acompañamiento?
– ¿Y qué más da?
– ¿Cómo se me puede olvidar algo así? Tengo una memoria que parece un puto colador. Te va a encantar esta canción.
– Me encantará si es que alguna vez puedo oírla.
– A capela. Eso es. A capela. En cuanto he dejado de pensar en ello, se me ha venido a la cabeza ¿Dónde he puesto el irlandés?
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