– Justo detrás de ti.
– Gracias. ¿Te apetece el Daniel's? Lo tienes justo ahí. Vale, escucha esto. ¡Huy! Me he equivocado de ranura al poner la aguja. Es la última del disco. Como tiene que ser. Porque después de esto, no podría venir nada más. Escucha.
Y así hemos tenido otra noche
De poesía y poses,
y cada hombre sabrá que estará solo
cuando cierre el antro sagrado.
La melodía sonaba como una canción tradicional irlandesa. Era cierto que el cantante cantaba sin acompañamiento. Tenía una voz áspera, pero delicada.
– Ahora escucha esto -dijo Billie.
Y así nos beberemos la última copa,
a su salud y a su pesar,
y esperaremos que el entumecimiento dure
hasta que vuelva a abrir mañana.
– ¡Jesús! -exclamó Billie.
Y cuando volvemos a tropezar
como bailarines paralíticos.
cada uno sabe la pregunta que debe formular
y cada uno sabe la respuesta.
Tenía una botella en una mano y un vaso en la otra. Me serví un trago mientras Billie decía:
– Atento a lo que viene ahora.
Y así nos beberemos la última copa,
la que corta el cerebro en pedazos,
donde las respuestas no significan nada
y ya no hay preguntas.
Billie estaba diciendo algo, pero sus palabras se perdían. Lo único que se oía era la canción.
El otro día rompí mi corazón,
mañana se recuperará.
Si hubiera estado borracho cuando nací,
desconocería lo que es el dolor.
– Ponla otra vez -dije. -Espera. Hay más.
Y así beberemos después de hacer el último brindis.
el que nunca se puede decir,
por el corazón que es lo suficientemente sabio
como para saber cuándo está mucho mejor roto.
– ¿Y? -preguntó.
– Quiero escucharla otra vez.
– «Tócala otra vez, Sam. La tocaste para ella, ahora tócala para mí. ¡Tócala!» ¿No es genial?
– Otra vez, por favor.
La escuchamos unas cuantas veces más. Al final, él quitó el disco, lo metió en su funda y me preguntó si entendía por qué me había llevado hasta su casa y me había puesto el disco. Yo me limité a asentir.
– Escucha -dijo-. Puedes quedarte a dormir, si quieres. Ese sofá es más cómodo de lo que parece.
– Me iré a casa.
– No sé… ¿Está lloviendo ya? -Miró por la ventana-. No, pero podría empezar de un momento a otro.
– Correré el riesgo. Quiero estar en mi cama cuando me despierte.
– Tengo que respetar a un hombre que puede hacer planes a tan largo plazo. ¿Estás bien como para salir a la calle? Sí, seguro que estás bien. Toma, te daré una bolsa de papel para que te lleves a casa el Jack Daniel's. O toma, el bolso de mano. Así parecerá que eres un piloto.
– No, quédatela, Billie.
– ¿Y qué voy a hacer yo con ella? Yo no bebo burbon.
– Ya he bebido suficiente.
– Pero a lo mejor te apetece un trago antes de irte a dormir. O a lo mejor te apetece mañana por la mañana. Venga, es como si hubieras estado en un restaurante y te llevaras las sobras en una bolsa. ¡Por Dios! ¿Desde cuándo te has vuelto tan fino como para no llevarte a casa la bolsa con las sobras?
– Es que alguien me dijo que es ilegal sacar a la calle una botella abierta.
– No te preocupes. En tu caso sería la primera vez que cometes un delito. Tendrías todas las de ganar para que te dejaran en libertad condicional. Matt. Gracias por venir.
Volví a casa con las frases de la canción resonando en mi cabeza. «Si hubiera estado borracho cuando nací, desconocería lo que es el dolor.» ¡Jesús!
Volví a mi hotel, subí las escaleras sin parar antes en la recepción para comprobar si tenía mensajes. Me quité la ropa, la tiré en la silla, bebí un trago de la botella y me metí en la cama.
Cuando me estaba quedando dormido, la lluvia comenzó a caer.
La lluvia no cesó en todo el fin de semana. Estaba azotando mi ventana cuando abrí los ojos el viernes al mediodía, pero debió de ser el teléfono lo que me despertó. Me senté en el borde de la cama, pero decidí no responder y después de unos tonos, dejó de sonar.
La cabeza me dolía a rabiar y parecía que me hubieran disparado en la tripa. Me volví a tumbar, aunque me incorporé inmediatamente cuando la habitación comenzó a dar vueltas. En el baño me tomé un par de aspirinas con medio vaso de agua, pero las vomité.
Recordé la botella que me había dado Billie. La busqué y al final la encontré metida en el bolso de mano. No recordaba haberla metido allí después del último trago de la noche, pero bueno, había muchas otras cosas que tampoco recordaba, como la mayor parte de mi camino de vuelta al hotel. Esa especie de laguna temporal no me preocupaba demasiado. Después de haber hecho un viaje en coche era imposible recordar todas las vallas publicitarias, todos los kilómetros de la autopista. ¿Por qué tendría uno que preocuparse por recordar cada minuto de su vida?
Me había bebido tres tercios de la botella y eso me sorprendió. Podía recordar haber tomado un vaso con Billie mientras escuchábamos el disco y, luego, un trago antes de apagar las luces. Ahora no me apetecía beber más, pero con el alcohol ocurre que unas veces te apetece y otras lo necesitas. A mí me pasaba lo último. Eché un poco en el vaso de agua y temblé cuando lo tragué. Tampoco pude retenerlo en mi estómago, pero al menos me sirvió para asentármelo un poco para que el siguiente trago sí que se quedara allí. Y entonces, ya pude tomarme las aspirinas con otro medio vaso de agua sin vomitarlas.
«Si hubiera estado borracho cuando nací…» Me quedé allí, en mi habitación. El tiempo me estaba dando motivos para no salir, pero de todos modos tampoco necesitaba ningún pretexto. Tenía la clase de resaca de la que sabía que me tenía que ocupar con respeto. Si alguna vez me hubiera encontrado así de mal sin haber bebido la noche antes, me habría ido directo al hospital. Así que allí me quedé y cuidé de mí mismo como si fuera un hombre con una enfermedad, lo cual, ahora, en retrospectiva, resultó ser más que una metáfora.
El teléfono volvió a sonar por la tarde. Podría haber dicho en recepción que no me pasaran las llamadas, pero ni siquiera me sentía con ganas de molestarme en llamar y pronunciar esas palabras. Me parecía más fácil dejar que el teléfono sonara.
Sonó una tercera vez cuando cayó la noche y en esa ocasión contesté. Era Skip Devoe.
– Te estaba buscando -dijo-. ¿Vas a salir luego?
– No me apetece salir con la que está cayendo.
– Sí, está cayendo bien otra vez. Parecía que había amainado, pero ahora está diluviando. El tío del tiempo dice que va a seguir así. Ayer vimos a esos tipos.
– ¿Ya?
– Pero no a los de los sombreros negros, no a los malos. Vimos a los abogados y a los contables. Nuestro contable va armado con lo que él llama «un revólver judío». ¿Sabes lo que es?
– Una pluma estilográfica.
– Ya lo habías oído, ¿eh? Bueno, pues nos dijeron lo que ya sabíamos, lo cual es tremendo, teniendo en cuenta que nos cobrarán por el consejo. Tenemos que pagar.
– Bueno, es lo que os imaginabais.
– Sí, pero eso no significa que me guste. Volví a hablar con ese tipo, con el señor Voz por Teléfono. Le dije a Tommy que necesitábamos el fin de semana para encontrar el dinero.
– ¿Se lo has contado a Tillary?
– ¿Tillary? ¿De qué estás hablando?
– Acabas de decir…
– Ah, ya. No había caído en el apellido. No, no a Tillary. Simplemente he dicho Tommy, como podría haber dicho Teddy o cualquier otro nombre que empezara por «t». Aunque ahora no se me ocurra ninguno. Dime más nombres que empiecen por «t».
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