Me pregunté qué habría sacado Herrera. Así fue como entró por primera vez en la casa, llevándose algunos trastos después de la muerte de la tía.
Me volví a sentar en el sillón. Podía oler el polvo de la habitación que servía como trastero y el aroma de las ropas de la señora mayor, pero aún tenía metido en la nariz el aroma a lirios del valle y ese aroma predominaba por encima de todos los demás. Me empezó a resultar empalagoso y deseé que se desvaneciera. Me parecía estar oliendo el recuerdo del aroma más que el aroma en sí mismo.
En el parque de enfrente, dos niños jugaban con un tercero que corría entre ambos intentado atrapar el balón de rayas que se estaban pasando. Me incliné hacia delante y apoyé los codos sobre el radiador para observarlos más detenidamente. Pero me cansé del juego antes que ellos. Dejé el sillón de cara a la ventana, salí y bajé las escaleras.
Estaba en el salón, preguntándome qué tendría Tommy para beber y dónde lo guardaría, cuando alguien se aclaró la garganta unos metros detrás de mí.
Me quedé helado.
– Sí -dijo una voz-. Me imaginé que podrías ser tú. ¿Por qué no te sientas, Matt? Estás pálido como un fantasma. Parece que hubieras visto uno.
No podía identificar la voz. Me giré, con la respiración todavía atascada en mi pecho, y vi al hombre. Lo conocía. Estaba sentado en un sillón, entre las sombras, al fondo de la larga habitación. Llevaba una camisa de manga corta desabrochada en el cuello. Su chaqueta estaba tirada sobre el brazo del sillón y el final de su corbata asomaba por uno de los bolsillos.
– Jack Diebold -dije.
– El mismo -dijo él-. ¿Qué pasa, Matt? Serías el peor ladrón del mundo. Cuando has estado ahí arriba parecía que hubiera metida toda una caballería.
– Me has dado un susto de muerte.
Se rió suavemente.
– ¿Y qué querías que hiciera, Matt? Ha llamado un vecino diciendo que las luces de la casa estaban encendidas, bla, bla, bla…, y como estaba por aquí y, además, es mi caso, he decidido pasarme. Me imaginé que probablemente serías tú. Un tío del Distrito 68 me llamó el otro día y me dijo que estabas haciendo algo para ese gilipollas de Tillary.
– ¿Te llamó Neumann? ¿Ahora estás en el Departamento de Homicidios de Brooklyn?
– Ah, sí. Soy inspector, ¡Joder! Ya hace casi dos años.
– Felicidades.
– Gracias. Lo que pasa es que cuando he llegado no estaba completamente seguro de que fueras tú y no quería subir las escaleras, así que he pensado que, para variar, dejaría que fuera Mahoma el que fuera hasta la montaña. No pretendía asustarte.
– Y una mierda que no.
– Bueno, has pasado justo por delante de mí y estabas tan gracioso por ahí buscando. Por cierto, ¿qué estabas buscando ahora mismo?
– ¿Ahora mismo? Estaba intentando averiguar dónde guarda la bebida.
– Pues venga, adelante. Ya que te pones, busca dos vasos también.
Dos decantadores de cristal tallado descansaban en un aparador en el comedor. Unas pequeñas placas de plata colocadas alrededor de sus cuellos indicaban que uno contenía güisqui escocés y el otro güisqui de centeno. Se necesitaba una llave para sacarlos de su bandejita de plata. El aparador guardaba mantelerías en sus cajones centrales, una cristalería en el lado derecho y botellas de güisqui y licores en el izquierdo. Encontré más de medio litro de Wild Turkey y un par de vasos y le mostré la botella a Diebold. Asintió y serví las dos copas.
Era un tipo grande, pocos años mayor que yo. Se le había caído el pelo desde la última vez que lo había visto y estaba gordo, aunque lo cierto es que siempre lo había estado. Miró su vaso un momento, lo alzó hacia mí y le dio un sorbo.
– Es bueno -dijo.
– No está mal.
– ¿Qué hacías ahí arriba, Matt? ¿Buscabas pistas? -preguntó alargando la última palabra.
Negué con la cabeza.
– Estaba echando un vistazo.
– Trabajas para Tillary.
Asentí.
– Él me dio la llave.
– ¡Me importa una mierda! Por mí, como si has entrado por la chimenea como Santa Claus. ¿Qué quiere que hagas?
– Que lo limpie.
– ¿Que lo limpies? Pero si el muy hijo de puta está tan limpio que casi se puede ver a través de él. No vamos a ir a por él.
– Pero pensáis que lo hizo él.
Me dirigió una mirada hosca.
– Yo no creo que él lo hiciera -dijo-, si hacerlo significa clavarle el cuchillo a su mujer. Me encantaría pensar que fue él, pero tiene una coartada perfecta. Estuvo en público con la tipa esa, un millón de personas lo vieron, tiene recibos de la tarjeta con la que pagó en el restaurante, ¡por Dios! -Se bebió lo que le quedaba de güisqui-. Pero creo que él lo organizó todo.
– ¿Que los contrató para que la mataran?
– Algo parecido.
– Pero ellos no son asesinos a sueldo, ¿no?
– Joder, claro que no lo son. Cruz y Herrera, miembros de bajo rango del sindicato del crimen organizado de Sunset Park. Los asesinatos son una especialidad.
– Y, de todos modos, crees que los contrató.
Se acercó, me quitó la botella y se llenó el vaso hasta la mitad.
– Lo preparó él -dijo.
– ¿Cómo?
Negó con la cabeza, impaciente por responder.
– Ojalá yo hubiera sido el primero en interrogarlos -dijo-. Los del 68 fueron con la orden de registro para analizar los objetos robados, así que hablaron con los puertorriqueños antes que yo.
– ¿Y?
– Lo negaron todo. «He comprado todo esto en la calle.» Ya sabes cómo va esto.
– Ya.
– Entonces no sabían nada sobre la mujer que habían asesinado. Pero eso es una gilipollez. Soltaron esa historia y luego la cambiaron porque está claro que lo sabían, salió en los periódicos y en la tele. Luego dijeron que no había ninguna mujer cuando cometieron el robo y que siempre estuvieron en la planta baja. Eso es muy bonito y queda muy bien, pero sus jodidas huellas estaban en el espejo de la habitación, en el tocador y en otros sitios.
– ¿Encontrasteis huellas en el dormitorio? No lo sabía.
– A lo mejor no debería habértelo dicho. Aunque, de todos modos, qué más da. Pues sí, encontramos huellas.
– ¿De quién? ¿De Herrera o de Cruz?
– ¿Por qué?
– Porque me imagino que sería Cruz el que la apuñaló.
– ¿Y por qué él?
– Por sus antecedentes. Además, llevaba un cuchillo.
– Una navaja automática. Pero no se la clavó a la mujer.
– ¿No?
– La mataron con algo que tenía una hoja de quince centímetros de largo y cinco o seis de ancho. Lo que sea. Como un cuchillo de cocina.
– Y no lo habéis recuperado.
– No. Ella tenía muchos cuchillos en la cocina, había muchos juegos distintos. Después de veinte años en la misma casa, acabas acumulando muchos cuchillos. Tillary no supo decir si faltaba alguno. Los del laboratorio se llevaron todos los que encontramos, pero no vieron sangre en ninguno de ellos.
– Así que piensas que…
– Que uno de los dos cogió un cuchillo de la cocina, subió con él, la mató y luego lo tiró por alguna alcantarilla, o al río o quién sabe.
– Cogieron un cuchillo de la cocina.
– O lo traían ya. Cruz siempre llevaba encima una navaja automática, pero a lo mejor no quiso utilizarla para matar a la mujer.
– Eso, imaginándonos que llegara a la casa con la idea de matarla.
– ¿Qué otra cosa te puedes imaginar?
– Yo me imagino que fue un robo y que no sabían que ella estaba allí.
– Sí, claro, a lo mejor quieres imaginar eso porque estás intentando limpiar a ese gilipollas. Sube y se lleva un cuchillo. ¿Por qué el cuchillo?
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