Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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– Pues entonces más vale que te saquemos de aquí ya. -Miró su cigarrillo y lo tiró en el líquido que quedaba dentro de su vaso-. No quiero verte hacer esto nunca -me dijo-. No quiero veros a ninguno de los dos hacer esto nunca. Es una costumbre asquerosa.

Fuera, el cielo estaba empezando a iluminarse. Caminamos despacio, sin decir mucho. Bobby iba delante de nosotros, botando un balón de baloncesto imaginario y corriendo a encestarlo. Skip me miró y se encogió de hombros.

– ¿Qué quieres que te diga? -preguntó-. Este tío es mi amigo. ¿Qué más puedo decir?

– Estás celoso -dijo Bobby-. Tienes la altura, pero no sabes moverte así. Hasta un tío pequeño puede darte una buena paliza.

– ¿Qué coño ha sido eso?

Una explosión retumbó aproximadamente a un kilómetro al norte de donde nos encontrábamos.

– El mortero de Kasabian -dijo Bobby.

– ¡Jodido estúpido! Tú no sabrías ni distinguir un mortero de guerra de un mortero de cocina. Un mortero no suena así.

– Lo que tú digas.

– Ha sonado igual que cuando derrumban un edificio -dijo-. Pero es demasiado pronto, los vecinos matarían a cualquiera que estuviera demoliendo un edificio a estas horas. ¿Sabéis? Me alegro de que haya dejado de llover.

– Sí, ya ha caído bastante, ¿verdad?

– Supongo que hacía falta -dijo-. Eso es lo que dicen siempre, ¿no? Cuando llueve a cántaros, siempre hay alguien que dice que hacía falta. Porque las reservas se están secando o porque los granjeros lo necesitan y cosas así.

– Esta conversación es maravillosa -dijo Bobby-. Jamás mantendrías una conversación así en una ciudad que no fuera tan sofisticada.

– ¡Que te jodan! -dijo Skip. Encendió un cigarro y empezó a toser. Controló el golpe de tos y le dio otra calada al cigarrillo. No volvió a toser. Pensé que era igual que cuando bebes por la mañana. Una vez que el primer trago ha pasado, ya estás bien.

– El aire que se respira después de una tormenta es agradable -dijo Skip-. Creo que la lluvia lo limpia.

– Lo lava -dijo Bobby.

– A lo mejor. -Miró a su alrededor-. Casi odio decir esto -añadió-, pero hoy debería ser un día precioso.

15

A las ocho y seis minutos, el teléfono del escritorio de Skip sonó. Billie Keegan había estado hablando de una chica a la que había conocido el año anterior durante unas vacaciones de tres semanas en el oeste de Irlanda. Detuvo su historia en mitad de una frase. Skip colocó la mano sobre el teléfono y me miró. Yo cogí el teléfono que estaba sobre el archivador. Me hizo una señal con la cabeza y los dos levantamos los auriculares a la vez.

Él dijo:

– Sí.

Una voz masculina preguntó:

– ¿Devoe?

– Sí.

– ¿Tienes el dinero?

– Está listo.

– Entonces coge un lápiz y toma nota. Tenéis que meteros en el coche y conducir hasta…

– Espera -dijo Skip-. Primero tenéis que demostrarme que tenéis lo que decís que tenéis.

– ¿Qué quieres decir?

– Léeme las entradas de la primera semana de junio. De este junio. De junio del 75.

Hubo un silencio. Entonces la voz, ahora con un tono muy tenso, dijo:

– No nos des órdenes. Sois vosotros los que tenéis que hacer lo que os digamos.

Skip se echó hacia delante en su silla. Alcé una mano para indicarle que se guardara lo que estaba a punto de decir.

Dije:

– Queremos confirmar que estamos tratando con la gente que corresponde. Queremos comprar siempre que sepamos que tenéis algo que vendernos. Dejadnos eso claro y soltaremos la pasta.

– Tú no eres Devoe. ¿Quién coño eres?

– Soy un amigo del señor Devoe.

– ¿Y tienes nombre, amigo?

– Scudder.

– Scudder. ¿Quieres que leamos algo?

Skip volvió a decir lo que quería que leyera.

– Ya hablaremos -dijo el hombre y la comunicación se cortó.

Skip me miró con el auricular todavía en la mano. Yo colgué el mío. Él se pasó el suyo de una mano a otra, como si se tratara de una patata caliente. Tuve que decirle que colgara.

– ¿Por qué han hecho eso? -quería saber.

– A lo mejor tenían que reunirse -sugerí-, o ir a por los libros para poder leerte lo que quieres oír.

– O a lo mejor es que nunca los han tenido.

– No lo creo. En ese caso habrían intentado rajarse.

– Pues colgarle el teléfono a alguien puede ser una buena forma de hacerlo. -Encendió un cigarrillo y se guardó el paquete en el bolsillo de su camisa. Llevaba una camisa de manga corta color verde con las palabras «Estación de servicio Texaco» bordadas sobre el bolsillo-. A ver, ¿por qué han colgado? -preguntó con aire petulante.

– A lo mejor pensaba que podíamos localizar la llamada.

– ¿Podríamos hacerlo?

– Ya es difícil hasta para la pasma que tiene la ayuda de la compañía telefónica -dije-. Así que imagínate para nosotros. Pero ellos eso no tienen por qué saberlo.

– ¡Nosotros localizando la llamada! -terció John Kasabian-. Con lo que nos ha costado instalar el segundo teléfono esta tarde.

Lo habían hecho unas horas antes; habían sacado unos cables desde la terminal de la pared y le habían añadido una extensión que habían tomado prestada del apartamento de la novia de Kasabian para añadirla a la línea y que Skip y yo pudiéramos escuchar la misma conversación a la vez. Mientras Skip y John se habían estado ocupando de eso, Bobby había ido a su audición para el papel de entrenador en el anuncio ese de la fraternidad y Billie Keegan había estado buscando a alguien que lo sustituyera detrás de la barra en el Armstrong's. Yo había dedicado ese tiempo a donar doscientos cincuenta dólares a una parroquia, a encender unas velas y a telefonear para dar otro informe insignificante a Drew Kaplan en Brooklyn. Pero ya estábamos los cinco en el despacho del Miss Kitty's, esperando a que el teléfono sonara otra vez.

– Parecía un acento sureño -dijo Skip-. ¿Te has fijado?

– Creo que era fingido.

– ¿Eso crees?

– Cuando se cabreó -dije- o fingió que se había cabreado, no sé. Cuando dijo eso de que eran ellos los que mandaban.

– Pues no era el único que estaba cabreado en ese momento.

– Ya me he fijado. Pero la primera vez que se ha enfadado, no tenía el acento y luego, cuando ha empezado a decir que nosotros obedeciéramos le ha vuelto a salir, pero como más exagerado, más marcado que al principio.

El frunció el ceño, parecía como si estuviera recapitulando.

– Tienes razón -dijo secamente.

– ¿Era el mismo tipo con el que hablaste la primera vez?

– No sé. Aquella vez su voz también parecía fingida, pero no era la misma que he oído hoy. A lo mejor es el hombre de las mil voces, aunque no logre convencer con ninguna.

– Ese tío podría poner la voz en off en esos jodidos anuncios de fraternidades -sugirió Bobby.

El teléfono volvió a sonar.

En esa ocasión ya no nos molestamos en sincronizarnos para levantar el auricular, porque yo ya me había dado a conocer. Cuando ya tenía el auricular junto a mi oreja, Skip dijo: «¿Sí?» y la voz que ya había oído antes preguntó qué tenía que leer. Skip respondió y la voz comenzó a leer las entradas del libro de contabilidad. Skip tenía la otra colección de libros, los que guardaban los datos falsos, sobre el escritorio.

Después de medio minuto, el lector se detuvo y nos preguntó si ya estábamos satisfechos. Skip pareció sentirse ofendido por la pregunta, pero se limitó a encogerse de hombros y a asentir con la cabeza. Yo dije que ya estábamos seguros de que estábamos tratando con las personas indicadas.

– Pues esto es lo que tenéis que hacer -dijo, y los dos cogimos un lápiz y anotamos las direcciones.

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