Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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Me preguntó si podía esperar un momento y desapareció dentro del edificio. Me quedé allí mientras un par de críos entraban y otros salían del inmueble. A mí me parecían chavales normales, no gente de la calle como los que había visto en la Cuarenta y Dos, no tan agobiados como deberían estar a juzgar por sus circunstancias vitales. Me pregunté cuál habría sido la razón por la que se habían marchado de sus hogares y se habían ido a vivir a las calles de aquella ciudad que se caía a trozos. Maggie Hillstrom probablemente me lo hubiera podido decir, pero la verdad es que prefería no oírlo.

Padres que los maltrataban, madres negligentes. Violencia a causa del alcoholismo. Abusos sexuales. No tenía que oírlo, podía imaginármelo yo mismo. Nadie se escapaba de La familia Brady y terminaba de aquella forma.

Estaba volviendo a leer las reglas cuando ella regresó. Nadie reconocía a ninguno de los chicos retratados. Se ofreció a guardárselos y enseñárselos posteriormente a los demás. Le dije que eso me podría ser de gran ayuda, y le di unas cuantas copias extra de ambos.

– Mi número de teléfono está detrás -le indiqué-. Puede llamarme en cualquier momento. Y permítame que también le deje unas cuantas copias del tercer dibujo, el del hombre mayor. Tal vez quiera enseñárselo a los chavales para que sepan que no deben irse con él a ninguna parte.

– Siempre les decimos que no se vayan con ningún hombre -me aseguró-, pero ellos no nos hacen caso.

12

– El padre Michael Joyner -me dijo Gordie Keltner-. Recibo correo suyo. Me temo que la mayor parte del mundo libre lo hace, pero yo recibiré para siempre sus boletines informativos porque en una ocasión le envié dinero. «Puede salvar a un chico por veinticinco dólares» era el eslogan de sus campañas de recaudación de fondos. «Aquí tiene cincuenta», le escribí. «Salve dos en mi nombre, ¿vale?». Y le devolví la carta con el cheque de cincuenta dólares dentro. ¿Has conocido al buen padre?

– No.

– Tampoco yo, pero un día lo oí en el metro. Le estaba hablando a Phil, o a Geraldo, o a Oprah sobre los peligros de los hombres adultos que se aprovechan de la juventud perdida, y del desagradable papel de la pornografía como industria que explota a los niños. Todo eso puede muy bien ser cierto, pero, pensé yo, oh, Michael, ¿ no te parece que te est á s pasando? Porque te juro que el buen padre pierde más aceite que yo.

– ¿De veras?

– Bueno, ya sabes lo que dijo Tallulah Bankhead: «Lo único que puedo asegurar es que a mí no me comió la polla, cariño». No es que haya oído nada, ni tampoco es que lo haya visto en los bares de ambiente, y hasta es posible que sea perfectamente célibe, aunque a los episcopalianos no se les obliga a serlo, ¿lo sabías? Pero a mí me parece gay. Al menos eso es lo que transmite. Debe de ser la hostia para él vivir entre todos esos chavales calientes y tener que estar siempre seguro de que lleva los pantalones bien abrochados. No me extraña que nos dedique semejantes palabras a los que no somos unos chicos buenos como él.

Conocí a Gordie cuando aún era detective del Distrito 6, en el Village. Entonces, la comisaría estaba en la calle Charles, aunque ya hace mucho tiempo que la trasladaron a la Décima Oeste. Entonces él trabajaba a tiempo parcial en el bar Sinthia's. Aquel local ya ha desaparecido; Kenny Banks, el dueño, lo vendió y se trasladó a Key West. Pero antes de que eso ocurriera, Gordie y su pareja se vinieron a mi barrio y abrieron Kid Gloves en el local de la Novena Avenida donde Skip Devoe y John Kasabian habían tenido el Miss Kitty's. Kid Gloves no duró mucho tiempo, y ahora Gordie trabaja en un bar que era un almacén en la época en la que yo llevaba mi placa dorada. Se encuentra en la esquina sudoeste del Village, en Clarkson con Greenwich. Inicialmente lo llamó Uncle Bill's, pero ahora ha renacido como Calamity Jack's, y se ha convertido en un bar como los del lejano Oeste.

Aún quedaban unas cuantas horas de tarde, y Gordie tenía tiempo más que de sobra para pasarlo conmigo. Yo era uno de los tres únicos clientes que había en el establecimiento. Los otros dos eran un hombre mayor, de traje, que bebía café irlandés y leía un periódico al otro lado de la barra, y un tipo fornido con vaqueros y botas negras de puntera cuadrada, que jugaba al bumper pool. Le enseñé a Gordie mis dibujos, igual que lo había hecho en otros bares del Village, y él negó con la cabeza.

– Reconozco que son muy monos -me dijo-, pero la verdad es que nunca me han gustado los jovencitos, a pesar de los comentarios que he hecho sobre el padre Mike.

– A Kenny sí le gustaban los adolescentes -le recordé.

– Kenny era incorregible. Yo mismo era un tierno mozalbete cuando trabajaba para él, y ya no lo atraía porque era demasiado mayor para su gusto. Pero en los bares no te vas a encontrar gente tan joven, Matt. Ya no es como antes, al menos desde que la edad reglamentaria para beber pasó de los 18 a los 21 años. Un chaval de 14 podría pasar por 18 en un local con poca luz, especialmente si es alto o te enseña un carné bien falsificado. Pero tendrías que tener unos 17 para poder pasar por 21, y para entonces ya has dejado atrás los mejores años de tu vida.

– ¡Qué mundo este!

– Ya lo sé. Hace años que decidí no ser tan crítico, y sé muy bien que la mayor parte de los chavales participan de forma entusiasta en el juego de la seducción. A veces, incluso son ellos los que lo inician. Pero no me importa, me estoy volviendo moralista con los años. Me parece mal que un adulto se acueste con un crío. No me importa que el chaval quiera hacerlo, me sigue pareciendo igual de mal.

– Pues yo ya no sé lo que está bien y lo que está mal.

– Creí que los polis siempre lo sabían.

– Se supone que sí. Y puede que esa sea una de las razones por las que dejé el Cuerpo.

– Espero que esto no signifique que voy a tener que dejar de ser marica -me dijo-. Es lo único que sé hacer.

Cogió uno de los dibujos y se tiró del labio inferior mientras lo miraba.

– Ahora, la mayoría de chicos que ligan con tipos mayores se encuentran en la calle, o al menos eso es lo que he oído. Sobre todo en la avenida Lexington, en la Cincuenta. Y, por supuesto, también en Times Square. Y en los muelles del Hudson, desde la calle Morton hacia arriba. Los chavales dan vueltas por la zona del río de la calle West y los tíos pasan por allí con sus coches.

– Ya he estado en unos cuantos bares de la calle West antes de venir aquí.

Negó con la cabeza.

– No dejan entrar a los chicos en esos sitios. Y tampoco es ahí donde se reúnen las aves de presa. Generalmente pasan con su coche por los puentes y los túneles de camino a casa, a reunirse con su mujer y sus hijos.

Le echó un chorro de agua de Seltz fresca a mi vaso.

– Hay un bar en el que podrías probar, pero no hasta más tarde. No antes de las nueve y media o diez, creo yo. Allí no encontrarás chavales, pero sí podrás localizar a algunos viejos asquerosos que se interesan por los jovencitos. Se trata de Eighth Square, en la calle Diez, un poco más allá de Greenwich Avenue.

– Ya sé dónde es -le dije-. Lo conozco, pero no sabía que era un sitio gay.

– Desde fuera no se nota, pero es donde van a beber la mayor parte de los cabrones más aficionados a andar con críos. El nombre lo dice todo, ¿verdad?

Me temo que me quedé mirándole con cara de asombro.

– Me refiero al ajedrez -me explicó-. Eighth Square, la octava casilla; ahí es donde los peones se convierten en reinas.

Había llamado antes a Elaine y ella había tenido que anular nuestra cita para cenar, como estaba previsto. O había cogido la gripe o el peor catarro del mundo, y eso había conseguido acabar con toda su energía, con su apetito, y con su capacidad de comprender lo que leía. Lo único que lograba hacer era dormirse frente al televisor. Me quedé en el centro, tomé pastel de espinacas y una patata asada en una cafetería de Sheridan Square y fui a una reunión en la sede de un club de la calle Perry. Allí me encontré con una mujer que conocía de San Pablo. Ella había conseguido dejar de beber en aquel sitio, y después se había mudado a casa de su novio en la calle Bleecker. Ahora estaba casada y visiblemente embarazada.

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