Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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– No me di cuenta. Estaba demasiado centrada en lo que estaba ocurriendo.

– Sí, claro; además, tú solo la viste una vez. Yo la he visto dos veces más el otro día, no lo olvides.

– Así que pudiste fijarte en los detalles.

– Leveque tenía cierta formación en temas de vídeo. En concreto, trabajó durante tres años en una cadena de televisión, aunque hay que reconocer que con un rendimiento bastante bajo. Después encontró trabajo por su cuenta y más tarde fue dependiente en una tienda de Times Square y lo arrestaron durante una de las campañas de limpieza de Koch. Si tuvieras que elegir a alguien para grabar una peli porno, él sería la opción más lógica.

– Pero, ¿le dejarías ser testigo si fueses a cometer un asesinato?

– Tal vez lo tuviesen bien controlado y no tuvieran por qué preocuparse. O tal vez el asesinato no estuviese planeado, quizá solo quisieran hacer un poco de daño al chico, pero luego se les fuese la mano. Aunque en el fondo da igual. Al chaval lo mataron y la película se hizo. Y si Leveque no era quien estaba detrás de la cámara, desde luego tenía que ser alguna otra persona.

– Y la cinta acabó en sus manos.

– Y la escondió. De acuerdo con Herta Eigen, las únicas cintas que había en su apartamento eran las que le vendió a Fielding. Pero eso no encaja. Alguien de sus características seguro que tenía un montón de casetes no comerciales. Le encantaba el cine clásico; probablemente grabase cosas de la tele continuamente; y seguro que tenía copias de su propio trabajo, ya fueran pornográficas o no. Y es muy posible que también tuviera unas cuantas cintas vírgenes por si se presentaba la ocasión de usarlas.

– ¿Crees que ella te mintió?

– No, lo que creo es que alguien entró en el apartamento de la avenida Columbus mientras su cadáver seguía enfriándose, tirado en aquel callejón de la Cuarenta y Nueve Oeste. Le habían quitado el reloj y la cartera para que pareciera un robo, pero también le faltaban las llaves. Creo que el asesino las cogió, fue a su casa y se largó con todos los casetes excepto los vídeos comerciales.

– ¿Y por qué crees que no se lo llevaron todo?

– Probablemente porque no querían ver tres versiones diferentes de El halc ó n malt é s. Tenían bastante con llevarse el material casero y sin etiquetar. ¿Para qué se iban a llevar algo que tenían claro que no era lo que estaban buscando?

– ¿Y la cinta que estaban buscando es la que nosotros vimos?

– Bueno, puede que hubiera hecho más trabajos para el hombre de goma y es posible que tuviese copias de todos. Pero desde luego, esta la guardó a conciencia. No solo usó un casete comercial sino que además dejó quince minutos de la película original antes de empezar a copiar la otra encima. Cualquiera que le hubiera echado un vistazo superficial creería que realmente era Doce del pat í bulo y la habría descartado.

– Debió de ser un auténtico susto para tu amigo. Estarían él y su mujer viendo a Lee Marvin y sus chicos y, de repente…

– Sí, lo sé -le dije.

– ¿Por qué ocultaría la cinta tan cuidadosamente?

– Porque tenía miedo. Probablemente por esa misma razón le preguntó a Manny por un detective privado.

– Y antes de que consiguiese llamarte…

– No estoy seguro de que finalmente me hubiera llamado -le dije-. Hablé con Manny justo antes de llamarte a ti. Se fue a casa, revisó su agenda del año pasado y fue capaz de localizar la fecha en la que habló con Leveque porque recordaba en qué trabajo coincidieron. Tuvo que ser en la tercera semana de abril, y a él no le mataron hasta el 9 de mayo. Probablemente le pidiese a más gente que le recomendase a alguien. De hecho, podría haber contratado a otro detective, o tal vez decidiera que podía encargarse él mismo de la situación.

– ¿Qué situación estaba intentando controlar? ¿Algún chantaje?

– Desde luego es una de las posibilidades. Tal vez filmó un montón de escenas guarras, tal vez el hombre de goma no era la persona a la que estaba chantajeando. Y después, alguien lo asesinó. Es posible que pensase en llamarme, pero finalmente no lo hizo. No era mi cliente, y resolver su asesinato no es mi trabajo.

Un par de luces parpadearon en el edificio de enfrente.

– Tampoco tengo por qué ocuparme del hombre de goma. Mi trabajo es Thurman, y con él no estoy haciendo nada.

– Sería fantástico que todo estuviese relacionado.

– No creas que no lo he pensado -admití.

– ¿Y?

– Yo no contaría con ello.

Empezó a decir algo, estornudó, y dijo que esperaba no haber cogido la gripe. Me despedí hasta el día siguiente y le recomendé que siguiese con la vitamina C y el zumo de limón. Me dijo que así lo haría, a pesar de estar convencida de que aquellos remedios caseros no servían para nada.

Me fui al hotel y me quedé un momento sentado en mi habitación, mirando por la ventana. Se suponía que aquella noche iba a hacer más frío, y que incluso era posible que por la mañana llegase a nevar. Cogí el Newgate Calendar y leí un rato sobre un salteador de caminos llamado Dick Turpin, que en sus tiempos había sido algo así como un héroe popular, aunque me resultaba difícil comprender por qué.

A las ocho menos cuarto, aproximadamente, hice un par de llamadas y conseguí localizar a Ray Galíndez, un joven dibujante de la policía que había trabajado con Elaine y conmigo para elaborar el retrato robot de un hombre que nos había tenido amenazados de muerte a ambos. Le dije que tenía trabajo para él si podía dedicarme una o dos horas. Me contestó que por la mañana podía arreglárselas, y quedamos en encontrarnos en la recepción del Northwestern a las diez.

Fui a la reunión de las ocho y media de San Pablo, y luego directamente a casa. Quería acostarme pronto, pero sin embargo, permanecí despierto durante horas. Leí un par de párrafos sobre algún asesino a quien habían colgado hacía un par de siglos, después dejé la lectura del libro y me quedé mirando un rato por la ventana.

Finalmente, aquella noche no nevó.

Ray Galíndez apareció justo a tiempo y subimos a mi habitación. Apoyó su maletín en la cama y sacó un bloc de dibujo, algunos lápices blandos y goma de borrar Art-Gum.

– Después de hablar contigo anoche -me dijo- me acordé del individuo que os dibujé la última vez. ¿Al final lo atrapasteis?

– No, simplemente dejé de buscar. El tipo se suicidó.

– ¿En serio? Así que finalmente no llegaste a verlo para poder compararlo con el dibujo.

En realidad sí que lo había visto, pero no podía decírselo.

– El dibujo valía lo que me costó -le dije-. Se lo enseñé a un montón de gente y lo reconocieron de inmediato.

Esto le encantó.

– ¿Sigues en contacto con esa chica? Me acuerdo perfectamente de su apartamento, todo decorado en blanco y negro, y con esas vistas del río. Un lugar precioso.

– Sí, sigo en contacto con ella -le respondí-. De hecho, la veo bastante a menudo.

– ¿Ah, sí? Es una mujer muy agradable. ¿Sigue viviendo en el mismo sitio? Seguro que sí, estaría loca si quisiera mudarse de allí.

Le dije que aquella seguía siendo su residencia.

– Y conserva el dibujo que le hiciste.

– ¿El retrato robot de aquel tío? ¿A ese te refieres?

– Lo tiene colgado en la pared. Dice que para ella es arte, y de una clase que el mundo no aprecia. Me hizo fotocopiar el dibujo y ella enmarcó el original y lo colgó.

– Me estás tomando el pelo.

– Te lo juro por Dios. Antes lo tenía en el salón, pero le pedí que lo pusiese en el baño. De otro modo, te sentases donde te sentases, sentías como si el tío estuviese allí mismo, mirándote.

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