Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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No sabía lo que hacía en la CBS, pero solo le pagaban 16.000 dólares al año, así que supongo que no sería el presidente de la cadena. Allí estuvo algo más de tres años, y había llegado a ganar 18.500 cuando se marchó, en octubre del 82.

Por lo que pude averiguar, desde entonces no había vuelto a trabajar.

Cuando llegué al hotel tenía correo esperándome. Me invitaban a unirme a una asociación internacional de policías retirados y a asistir a convenciones anuales en Fort Lauderdale. Los beneficios de hacerse miembro de la misma incluían un carné de socio, un bonito alfiler de solapa, y un boletín informativo mensual. ¿Qué diantres podrían publicar en aquel boletín? ¿Obituarios?

También tenía un mensaje que me pedía que telefonease a Joe Durkin. Lo localicé en su despacho, y me dijo:

– Entiendo que lo de Thurman no es suficiente para ti. Parece que vas a ocuparte de resolvernos todos los casos que tenemos abiertos.

– Solo intento ser útil.

– Arnold Leveque. ¿Qué conexión tiene con Thurman?

– Probablemente ninguna.

– Bueno, no estés tan seguro. Se lo cargaron en mayo, y a ella en noviembre, casi justo seis meses después. A mí me parece que hay un patrón claro.

– Sí, pero el modus operandi es un tanto diferente.

– Bueno, a ella la violaron y la estrangularon unos ladrones y a él le asestaron una puñalada en una calle, pero eso es solo porque los asesinos quieren despistarnos. En serio, ¿qué tiene que ver Leveque con todo esto?

– Resulta difícil de explicar. Ojalá supiera lo que hizo los últimos siete años de su vida.

– Pasearse por barrios peligrosos, evidentemente. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

– No trabajaba, y tampoco tenía asistencia social ni cobraba ningún otro tipo de ayuda, que yo sepa. He visto dónde vivía, y el alquiler no podía ser muy caro, pero de alguna parte tenía que sacar el dinero.

– A lo mejor heredó algo de pasta, igual que Amanda Thurman.

– Ese sería otro punto en común -le dije-. Me gusta cómo razonas.

– Sí, bueno, mi cabeza nunca deja de funcionar, ni siquiera cuando duermo.

– Especialmente cuando duermes.

– Exacto. Pero me llama la atención eso de que no trabajase en siete años… Cuando le arrestaron sí estaba trabajando.

– Según los archivos del Gobierno, no.

– Bueno, que les jodan a los archivos del Gobierno -dijo él-. Así es como lo pillaron; él era el dependiente cuando se produjo la infracción por obscenidad; Leveque; francés. Supongo que lo pillaron por algunas postales o algo así.

– ¿Vendía pornografía?

– ¿No te lo contó Andreotti?

– Ah. Solamente me dio el número de código del delito.

– Bueno, podría haberte dado algo más de información si se hubiera molestado. Hicieron una redada en Times Square. ¿Cuándo fue? En octubre del 85. Ah, sí, ya recuerdo. Fue justo antes de las elecciones. El alcalde quería dar buena impresión. Me pregunto cómo será el tipo nuevo.

– No me gustaría tener ese trabajo.

– Por Dios, si me diesen a elegir entre ser alcalde o que me colgasen les diría: «Dadme la cuerda». Pero volviendo a Leveque, entraron en todas las tiendas y pillaron a todos los dependientes, se llevaron todas las revistas guarras e hicieron una rueda de prensa. Un par de tíos pasaron la noche en la cárcel y ahí acabó todo. Se retiraron todos los cargos.

– Y devolvieron el material porno.

Se rió.

– Hay un montón de cosas de aquellas en un almacén en alguna parte -añadió-, que nadie encontrará hasta el siglo XXIII. Por supuesto, unos cuantos artículos seguramente terminaron en casa de algún policía para ayudar a poner un poco de picante en su matrimonio.

– ¡Qué sorpresa!

– Sí, me imaginaba que dirías eso. No, no creo que devolviesen la mercancía confiscada. Pero el otro día tuvimos por aquí a un tipo, un camello de los de la calle, a quien pillamos y detuvimos, y que se valió de un tecnicismo para escapar; y encima quería saber cuándo le íbamos a devolver la droga.

– Hombre, Joe, no exageres.

– Te lo juro por Dios. Total que Nickerson le dijo: «Mira, Maurice, si te doy el chocolate, tendré que volver a detenerte por posesión». Solo quería acojonarlo, ya sabes. Y el cabrón va y le dice: «No, tío, no puedes hacer eso. No hay causa verosímil». Nick le preguntó que a qué se refería, que la causa era que le acababa de dar el costo y que había visto cómo se lo metía en el bolsillo. Maurice le dijo que no, que jamás podría demostrarlo ante un tribunal, y que acabaría librándose. ¿Y sabes lo que te digo? Que creo que tenía razón.

Joe me dio la dirección de la tienda de Times Square donde Leveque había sido detenido. Estaba en el bloque situado entre la Octava y Broadway, justo en el Deuce, y como ya sabía lo que había ocurrido, no vi la necesidad de ir allí. No sabía si había trabajado en aquel establecimiento durante un día o un año, y no había modo de descubrirlo. Aunque me lo quisieran decir, era muy poco probable que alguien de allí lo recordase.

Repasé mis notas durante unos minutos, y después me recosté y puse los pies en alto. Cuando cerré los ojos, me vino un recuerdo del hombre de Maspeth, el padre perfecto acariciando el pelo de su hijo.

Decidí que probablemente estaba dándole demasiada importancia a un solo gesto. La verdad es que no tenía ni idea del aspecto que podía tener el tío de la película debajo de toda aquella goma negra. Tal vez solo fuera que el chaval se parecía al de la grabación, tal vez fuera eso lo que había disparado el recuerdo.

Y, de todos modos, aunque se tratase del mismo individuo, ¿cómo iba a dar con él husmeando el leve rastro de un triste bastardo que llevaba muerto ya casi un año?

El jueves los había visto en el boxeo, y ya era lunes. Si era su hijo, si la caricia no era más que un gesto inocente, entonces es que estaba dando vueltas a todo aquel asunto sin razón real alguna, y si no, estaba claro que ya era demasiado tarde.

Si tenía planeado matar al chico y hacer que su sangre corriese por el suelo hasta una alcantarilla, lo más probable es que para entonces ya lo hubiera hecho.

Pero, ¿por qué lo llevaría al boxeo? Tal vez le gustase hacer un poco de psicodrama bien elaborado, quizá incluso quisiera tener primero una aventura por un tiempo con sus víctimas. Aquello explicaría por qué el chico de la película no parecía tener miedo al principio, se mostraba casi indiferente por estar allí atado a un potro de tortura.

Si el chaval ya estaba muerto, no había nada que hacer por él. Y si estaba vivo, de todos modos tampoco podía hacer demasiado, porque me encontraba a años luz de identificar y encontrar al hombre de goma y me acercaba a él a paso de tortuga.

El único dato con el que contaba era un tipo muerto. ¿Y qué podía hacer con eso? Leveque murió con la cinta de vídeo, y esta mostraba al hombre de goma matando a un chico. Leveque murió de forma violenta, probablemente víctima, pero no necesariamente, de un atraco normal en una zona de la ciudad en la que esas cosas son el pan nuestro de cada día. Leveque trabajaba en un sex shop, y lo hacía secretamente, así que podía llevar allí años, pero Gus Giesekind me había dicho que se pasaba muchos días sin salir de casa, así que no daba la impresión de ser una persona con un empleo habitual.

Y su último trabajo habitual…

Cogí la guía telefónica y busqué un número. Cuando el contestador me respondió, dejé un mensaje. Después agarré el abrigo y me dirigí a Armstrong's.

Estaba en el bar cuando yo entré. Era un hombre delgado, con perilla y gafas con montura de carey. Llevaba puesta una chaqueta de pana marrón con parches de cuero en los codos, y estaba fumando una pipa de forma curvada. No habría desentonado para nada en París, tomándose un aperitivo en la ribera izquierda del Sena. Pero allí estaba, bebiendo una cerveza canadiense en un bar de la calle Cuarenta y Siete, y tampoco se le veía fuera de lugar.

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