Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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Me indicó cómo encontrar a la casera.

– La verdad es que la mujer no se ocupa mucho -me dijo-; recoge el dinero del alquiler y poco más.

Cuando le pregunté su nombre, me dijo que era Gus, pero al querer saber también su apellido, se le dibujó una expresión maliciosa en la cara.

– Con Gus ya le vale. ¿Por qué iba a decirle mi nombre si usted no me ha dicho el suyo?

Le di una de mis tarjetas. La sujetó frente a la cara con el brazo muy estirado, la miró con los ojos entreabiertos y leyó mi nombre en voz alta. Me preguntó si podía quedarse con la tarjeta y le dije que sí.

– Cuando me reúna con Arnie -me dijo-, le comentaré que lo estaba buscando.

Y volvió a reírse.

El apellido de Gus era Giesekind. Lo descubrí al mirarlo en su buzón, lo que demuestra claramente que como detective no soy ningún principiante. El nombre de la casera era Herta Eigen, y la encontré en la misma calle, dos puertas más arriba, donde tenía un apartamento en un sótano. Era una mujer pequeña, de poco más de metro y medio de estatura, con acento centroeuropeo y cara menuda, de expresión recelosa y desconfiada. Iba doblando los dedos mientras hablaba. Los tenía totalmente deformados por la artritis, pero conseguía moverlos con bastante agilidad.

– La policía ya estuvo aquí -me informó-. Me llevaron al centro y me obligaron a verlo.

– ¿Para identificarlo?

La mujer asintió.

– «Es él», les dije, «ese es Leveque». Luego volvieron a traerme aquí y tuve que dejar que entrasen en su habitación. Pasaron dentro, y yo tras ellos. «Ya puede marcharse, señora Eigen». «Muy bien», les dije. «Pero creo que voy a quedarme». No me fiaba, algunos de estos tipos son gente honrada, pero otros serían capaces de robarle el dinero de la cartera a un cadáver. ¿No le parece?

– Puede ser.

– Así que cuando acabaron de fisgonear aquí y allá, los dejé salir y cerré la puerta. Les pregunté qué debía hacer, y si vendría alguien a recoger sus cosas. Me dijeron que se mantendrían en contacto conmigo, pero luego no lo hicieron.

– ¿No volvió a saber nada de ellos?

– Nada. Nadie me dijo si la familia del muerto vendría a recoger sus pertenencias, ni qué se supone que debía hacer yo. Cuando me di cuenta de que no me iban a llamar, telefoneé yo a la comisaría. Ni siquiera sabían de qué les estaba hablando. Supongo que hay tanta gente asesinada que nadie se molesta en seguirles la pista.

Se encogió de hombros.

– Y yo tenía allí un apartamento vacío, y tenía que alquilarlo, ¿sabe? Le dejé los muebles, pero todo lo demás me lo traje aquí abajo. Cuando vi que nadie lo reclamaba, acabé por deshacerme de todo.

– Los videocasetes los vendió, ¿no es cierto?

– ¿Las películas? Las llevé a un sitio de Broadway y me dieron unos cuantos dólares por ellas, ¿hay algún problema?

– No, no lo creo.

– Realmente, no estaba robándole a nadie. Si hubiera tenido familia, se lo habría dado todo a ellos, pero no tenía a nadie. El señor Leveque llevaba viviendo aquí muchos años. De hecho, ya estaba aquí antes de que yo consiguiese el trabajo.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace seis años. No, espere un momento, más bien siete años.

– ¿Y usted es solo la casera?

– ¿Y qué más quiere que sea, la reina de Inglaterra?

– Conozco a una mujer que era la dueña del edificio, aunque le decía a sus inquilinos que no era más que la casera.

– Ya, claro -me replicó-. Este edificio es mío, por eso vivo en el sótano. Soy rica, pero me gusta vivir en un agujero en el suelo, como los topos.

– ¿Y quién es entonces el propietario del edificio?

– No lo sé.

La miré, pero siguió diciéndome:

– Denúncieme, no lo sé. ¿Quién sabe esas cosas? Lo lleva una gestoría, que fue quien me contrató a mí. Yo me ocupo del alquiler. El dinero se lo doy a ellos, y son ellos los que hacen el resto. Al dueño no lo conozco. ¿Acaso importa quién sea?

La verdad es que no importaba. Le pregunté cuándo había muerto Arnold Leveque.

– La primavera pasada -me contestó-, pero no sería capaz de decirle la fecha exacta.

Volví a la habitación de mi hotel y encendí la tele. Tres canales diferentes estaban poniendo partidos de baloncesto universitario, pero resultaban demasiado frenéticos y no pude soportar seguirlos. Encontré un partido de tenis en uno de los canales de cable, y, en comparación con los otros, me pareció tranquilo. La verdad es que no creo que sea exacto decir que lo vi, pero sí me quedé allí sentado, frente al televisor, mientras los chicos lanzaban la pelota a un lado y otro de la red.

Me reuní con Jim para cenar en un restaurante chino de la Novena Avenida. Con frecuencia cenábamos allí los domingos. El local nunca se llenaba, y no les importaba el tiempo que ocupásemos la mesa ni cuántas veces tuviesen que rellenarnos la tetera. La comida no estaba mal, y la verdad es que no sabía por qué el negocio no iba mejor.

– ¿No habrás leído hoy el Times, ¿verdad? -me preguntó-. Había un artículo, una entrevista con el sacerdote católico ese que escribe novelas guarras. No recuerdo su nombre.

– Ya sé a quién te refieres.

– Tiene eso de las encuestas telefónicas para respaldarle, y ha dicho que solo el diez por ciento de la población casada de este país ha cometido adulterio en alguna ocasión. Nadie engaña, esa es su opinión, y puede probarla porque alguien llamó a un montón de gente y eso es lo que le dijeron.

– Me parece que estamos al borde de un nuevo renacimiento moral.

– Eso es lo que él dice.

Cogió los palillos e hizo con ellos un redoble de tambor.

– Me pregunto si llamaría a mi casa.

– ¿Por qué?

– Creo que Beverly está viendo a alguien -me confesó sin mirarme a la cara.

– ¿A alguien en particular?

– A un tipo que conoció en Alcohólicos Anónimos.

– Tal vez solo sean amigos.

– No, no lo creo -dijo, mientras servía té para los dos-. Ya sabes, yo también andaba follando bastante por ahí antes de dejar de beber. Cada vez que entraba en un bar me decía a mí mismo que lo que quería era conocer a alguien. Generalmente, lo único que hacía era beber, pero de vez en cuando tenía suerte. A veces hasta me acordaba.

– Y a veces deseabas no haberlo recordado.

– Claro. El tema es que eso no lo dejé del todo cuando entré en el programa. Casi me cargo mi matrimonio cuando bebía, pero llegué a tocar fondo, luego me recuperé y conseguimos arreglarlo. Ella empezó a ir también a Alcohólicos Anónimos, y a ocuparse de sus propios asuntos; y seguimos adelante. Pero yo continuaba teniendo alguna amiguita, ya sabes.

– Pues no, no lo sabía.

– ¿Ah, no? -dijo con extrañeza, y se quedó pensativo un momento-. Supongo que eso sería antes de conocerte, antes de que tú dejases de beber, porque dejé de hacer el tonto al cabo de un par de años. La verdad es que no fue una decisión moral muy meditada, simplemente no volví a hacerlo. No sé, el tema de la salud pudo ser uno de los factores decisivos, primero el herpes, después el sida…, pero la verdad es que tampoco creo que lo hiciera por miedo, simplemente perdí el interés.

Le dio un sorbo a su taza de té y luego prosiguió:

– Ahora formo parte del noventa por ciento del padre Feeney, y ella del otro diez.

– Bueno, ahora le toca a ella. Es su turno de echar una canita al aire.

– Lo malo es que no es la primera vez.

– ¡Ah! -musité.

– Y ahora no sé cómo sentirme.

– ¿Sabe ella que te has dado cuenta?

– ¿Quién sabe lo que ella sabe? ¿Quién sabe lo que sé yo? Lo único que quiero es que las cosas se queden como estaban, pero eso nunca pasa.

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