No estoy tomándote el pelo, Ray, lo ha puesto con un marco muy mono de aluminio y con cristal antirreflectante y todo.
– ¡Jesús! -exclamó-. Nunca había oído nada semejante.
– Bueno, la verdad es que es una chica poco corriente.
– Desde luego que sí. Pero, en realidad, me gusta oírlo. Quiero decir, es una mujer con buen gusto. Recuerdo el cuadro que tenía en la pared.
Describió con todo lujo de detalles el enorme óleo abstracto de la pared de la ventana, y le dije que tenía una memoria prodigiosa.
– Bueno, para el arte sí, ya sabes. Es lo mío.
Agachó la cabeza, un tanto azorado.
– ¿A quién me reservas para hoy? ¿A algún tipo muy malo?
– Sí, a uno muy, muy malo -dije-, y además también tenemos un par de críos.
Resultó más sencillo de lo que pensaba. Había visto al chico mayor solo en cinta y al más joven nunca le había visto de cerca, ni tampoco al hombre. Pero les había mirado tan fijamente y había pensado en ellos con tal intensidad que las tres imágenes estaban muy claras en mi mente. El ejercicio de visualización que Galíndez usaba también nos fue de ayuda, pero creo que en realidad no lo hubiese necesitado. No me costó en absoluto evocar sus caras. Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos y allí estaban.
En menos de una hora había conseguido plasmar las imágenes de mi mente en las hojas de papel de dibujo de 21,5 por 28 que él utilizaba. Allí estaban los tres: el hombre que había visto junto al ring, el chico que estaba sentado a su lado, y el joven al que habíamos visto asesinar.
Galíndez y yo trabajábamos bien juntos. Había momentos en los que más bien parecía que estaba leyendo mi mente con su lápiz, ya que captaba detalles que estaban más allá de mis capacidades descriptivas. De algún modo, no sé bien cómo, aquellos tres dibujos capturaban el eco emocional de sus protagonistas. El hombre parecía peligroso; el chico más joven, tremendamente vulnerable, y el mayor tenía el aspecto de estar condenado a muerte.
Cuando terminamos, dejó el lápiz y suspiró.
– Esto es agotador -dijo-. No sé por qué, no es más que estar aquí sentado y dibujar, llevo haciéndolo toda mi vida. Pero ha sido como si estuviésemos conectados, o algo así.
– Elaine lo describiría diciendo que teníamos una conexión psíquica.
– ¿Ah, sí? Desde luego, yo sentí algo, como si además estuviese conectado con los tres. Ha sido muy fuerte.
Le dije que los retratos eran exactamente lo que quería, y le pregunté cuánto le debía.
– Bueno, no sé. ¿Qué me diste la última vez? ¿Cien? Eso estará bien.
– Pero aquello fue por un dibujo, y esta vez me has hecho tres.
– Pero ha sido todo en una sesión, y, ¿cuánto tiempo me ha llevado, una hora? Con cien es suficiente.
Pero a mí no me lo pareció, y le di doscientos. Empezó a protestar, y le dije que el extra era para que me firmase el trabajo.
– Los originales son para Elaine -le expliqué-. Los voy a enmarcar y se los daré como regalo de San Valentín.
– ¡Dios, eso podría dar dinero! Más vale que me lo plantee. Para San Valentín, ¿eh?
Señaló tímidamente la alianza de oro que llevaba en su dedo anular y añadió:
– Mira, esta es una novedad con respecto a la última vez que nos vimos.
– Felicidades.
– Gracias. ¿De verdad quieres que te lo firme? Lo haré con mucho gusto, y no tienes que pagarme ningún extra por ello; de hecho, es todo un honor.
– Coge el dinero, vamos -le dije-, y cómprale algo bonito a tu mujer.
Sonrió y firmó los tres dibujos.
Bajé con él por las escaleras. Ray iba a coger el metro en la Octava Avenida, y yo lo acompañé la mitad del camino, hasta la esquina, y me detuve en una copistería, donde me hicieron un par de docenas de copias de cada uno de los dibujos mientras yo estaba en el local de al lado tomándome una taza de café y un bagel. Dejé los originales para que me los enmarcasen en una pequeña tienda de arte de Broadway, y después volví a mi habitación y usé un sello de goma para marcar con mi dirección y mi nombre el reverso de las copias. Doblé unos cuantos ejemplares de cada dibujo para que me cupiesen en el bolsillo de la chaqueta, y volví a la calle, para dirigirme a continuación a Times Square.
La última vez que había andado por el Deuce había sido en mitad de una ola de calor. Ahora hacía mucho frío. Llevaba las manos metidas en los bolsillos, y el abrigo abotonado hasta el cuello; y por un momento me lamenté de no haber tomado la precaución de ponerme guantes y bufanda. El cielo presentaba varios tonos de gris, y antes o después nos caería encima la nieve que nos habían predicho.
Aparte de las condiciones meteorológicas, la calle no presentaba demasiadas diferencias. Los chicos que estaban desperdigados en pequeños grupos por las aceras llevaban ropa un poco más gruesa, pero no se podía decir precisamente que estuviesen vestidos de forma adecuada para aquel tiempo. Lo que sí hacían era moverse más, meneándose para mantenerse calientes, pero, por lo demás, tenían más o menos el mismo aspecto.
Subí por un lado del edificio y bajé por el otro, y cuando un chico negro se me acercó y me preguntó, susurrando, si fumaba, no lo despaché con un rápido movimiento de cabeza. En cambio, le señalé con el dedo un portal y me dirigí hacia él. Vino conmigo de inmediato, y sus labios apenas se movieron cuando me preguntó qué quería.
– Estoy buscando a TJ -le respondí.
– TJ -repitió él-. Bueno, si tuviese algo de eso puedes estar seguro de que te lo vendería. Y además te haría un buen precio, tío.
– ¿Lo conoces?
– Ah, que es una persona. Creí que era alguna clase de mierda, ya sabes.
– No pasa nada -le aseguré.
Me disponía a separarme de él, pero me puso una mano en el brazo.
– Eh, tranquilo -me dijo-. Estamos en mitad de una conversación. ¿Quién es ese tal TJ? ¿Es un DJ? TJ el DJ, ¿lo pillas?
– Si no lo conoces…
– Creo que he oído hablar de ese tío, lanza para los Yankees, ¿no? ¿Tommy John? Se retiró. Así que más vale que lo que quisieras de TJ, tío, me lo pidas a mí.
– Dile que me llame -le comenté, mientras le acercaba una de mis tarjetas.
– ¿De qué me has visto pinta, tío? ¿Crees que soy su puto busca?
Tuve media docena de variaciones de esta conversación con otros tantos pilares de la comunidad. Unos me dijeron que conocían a TJ, y otros que no, y no encontré razón alguna para creer ni a los unos ni a los otros. Nadie tenía del todo claro quién era yo, pero desde luego tenía que ser algún explotador potencial o una posible víctima, alguien que les iba a apretar las tuercas, o alguien a quien apretárselas.
Se me ocurrió que tal vez sería mejor ponerme en contacto con alguna otra persona en lugar de intentar dar con TJ, quien, después de todo, no era más que otro timador callejero del Deuce, muy bueno en su negocio, eso sí, como demostraba el hecho de haber conseguido sacarle cinco dólares casi sin esfuerzo a un viejo hijo de puta de la calle como yo. Si estaba dispuesto a repartir billetes de cinco dólares, la calle estaba llena de críos que estarían encantados de recibirlos.
Y todos ellos eran más fáciles de encontrar que TJ, que además podía no estar disponible en aquel momento. Habían transcurrido seis meses desde que nos conociéramos, y la verdad es que, en aquella zona, eso era mucho tiempo. Podía haberse mudado a otra parte de la ciudad. Podía haber encontrado un trabajo. O podía estar en Riker Island, o cumpliendo una condena más seria en el interior.
Incluso podría estar muerto. Con esa posibilidad en mente, eché un vistazo al Deuce y me pregunté cuántos de los chavales que estaban en la calle en aquel momento llegarían a los 35. Las drogas echarían a perder a unos cuantos, la enfermedad se ocuparía de otros, y buena parte de los restantes se matarían entre sí. Era un pensamiento de lo más desalentador, y traté de quitármelo de la cabeza lo antes posible. La calle Cuarenta y Dos ya era bastante difícil de soportar cuando uno analizaba el presente, pero si se trataba de echar la vista hacia delante, resultaba ya imposible.
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