– Estoy seguro de que es culpable -le contesté-, pero antes ya lo estaba; y la verdad es que ahora no tengo más pruebas de las que tenía.
– Os he oído parte de la conversación. Me pareció fascinante el modo en que te transformaste en otra persona. De pronto eras el típico personaje de bar, y además parecía que estabas un poco achispado. Por un segundo, hasta tuve miedo de haberte echado vodka en la copa por error.
– Bueno, he pasado mucho tiempo en los bares. No me resulta difícil recordar cómo hay que moverse en ellos.
Lo cierto es que no sería difícil para mí volver a convertirme en aquella persona. Lo único que tenía que hacer era echar algo de alcohol a la bebida, y remover; así que le dije:
– Estuvo a punto de soltársele la lengua. No digo que se me fuese a confesar esta noche, pero desde luego había cosas que quería decir. No sé, tal vez haya sido un error enseñarle el dibujo.
– Ah, ¿te refieres al papel que le diste? Se lo ha llevado.
– ¿De verdad? Pues la tarjeta la ha dejado -aseguré, mientras la recogía-. Pero bueno, no importa, mi nombre y mi número de teléfono están en la parte de atrás del retrato. Además, estoy seguro de que lo reconoció. Lo noté desde el principio, y además, cuando dijo que no, fue muy poco convincente. Conoce a ese tipo.
– A lo mejor yo también.
– Quizá tenga otra copia -le dije.
Me miré en el bolsillo y desplegué un retrato tras otro hasta encontrar el correcto. Se lo pasé a Gary, y él lo inclinó un poco para que le diese mejor la luz.
– ¡Qué cara de malo tiene este cabrón! -exclamó-. Se parece a Gene Hackman.
– No eres la primera persona que me lo dice.
– ¿En serio? Pues antes no me había dado cuenta.
Me quedé mirándolo.
– Cuando vino aquí. Ya te dije que Thurman y su mujer habían cenado aquí en una ocasión con otra pareja; y esta es la mitad masculina de esa pareja.
– ¿Estás seguro?
– No estoy seguro, estoy segurísimo de que este individuo y esa mujer cenaron aquí, al menos una vez, con los Thurman. Incluso puede que más de una. Si te ha dicho que no lo conocía, te ha mentido.
– También me dijiste que estuvo aquí con un tío algún tiempo después de la muerte de su mujer. ¿Se trata de la misma persona?
– No. Aquel era un tipo rubio como de su misma edad. Este, en cambio -dijo, golpeando el dibujo- se acerca más a la tuya.
– Y dices que estuvo aquí con Thurman y su mujer…
– Sí, estoy seguro.
– Y había otra mujer. ¿Qué aspecto tenía? No te acordarás.
– La verdad es que no. Tampoco te lo hubiese podido describir a él si no hubiese visto el dibujo. Eso me refrescó la memoria. Si tuvieses alguna imagen de ella…
Pero no la tenía. Había intentado trabajar con Galíndez para hacer un retrato robot de la chica de los carteles, pero sus rasgos faciales estaban muy poco definidos en mi memoria, y desde luego no estaba seguro, para nada, de que fuese la misma mujer que había visto en la película.
Dejé que les echase una ojeada a los dibujos de los dos chicos, pero a ellos nunca los había visto.
– Mierda -dijo-. Lo estaba haciendo tan bien, y ahora mi media es solo de uno de tres. ¿Quieres más café? Puedo hacer más.
Aquello me dio el pie perfecto para marcharme, así que le dije que tenía que volver a casa.
– Y muchas gracias otra vez -le reiteré-. Te debo una bien grande. Cuando necesites algo, sea lo que sea…
– No seas tonto -me dijo.
Parecía que todo aquello le había dado bastante vergüenza, así que me comentó, con una imitación muy mala de un acento cockney:
– Solo estaba cumpliendo con mi obligación, jefe. Dejas que un tío se escape después de haber matado a su mujer, y quién sabe qué cosa horrible hará después.
Juro que tenía toda la intención de irme a casa, pero mis pies tenían una idea diferente. Me llevaron al sur en vez de al norte, y luego, al oeste en la Cincuenta, hasta la Décima Avenida.
Grogan's estaba a oscuras, pero las puertas metálicas permanecían sin cerrar por completo, y había luz dentro.
Me dirigí a la entrada, y eché un vistazo por el cristal. Mick me vio antes de que llegase siquiera a llamar. Me abrió y, una vez dentro, volvió a cerrar la puerta.
– Amigo mío -me dijo-. Sabía que vendrías.
– ¿Y cómo lo sabías? Ni siquiera lo sabía yo.
– Pues yo sí. Le dije a Burke que te hiciera una cafetera bien fuerte, fíjate si estaría seguro de que ibas a venir a tomártela. Le mandé a casa hace una hora; bueno, en realidad los mandé a todos, y me quedé aquí, esperándote. ¿Te apetece entonces el café? ¿O prefieres una Coca-Cola o una soda?
– No, el café es perfecto. Ya me lo sirvo yo.
– De ninguna manera, tú siéntate -me ordenó, mientras una leve sonrisa afloraba a sus finos labios-. ¡Oh, Dios, cómo me alegro de que estés aquí!
Nos sentamos en una mesa de uno de los laterales. Yo me tomé una taza de café solo y bien fuerte, y él se llevó una botella del güisqui irlandés de doce años que acostumbra a tomar. La botella tenía tapón de corcho, una auténtica rareza en estos tiempos; y si no hubiera tenido etiqueta, podría haber sido una bonita licorera. Mick tomaba el güisqui en un vaso de cristal tallado, que muy bien podría ser de Waterford. Pero, fuera de la marca que fuera, desde luego era de calidad mucho mejor que la cristalería que se utiliza normalmente en los bares, y, al igual que el güisqui, estaba reservado para su uso privado.
– Estuve aquí anteanoche -le dije.
– Sí, Burke me contó que habías venido.
– Vi una película antigua y te estuve esperando. El hampa dorada, con Edward G. Robinson. «Madre misericordiosa, ¿será este el final de Rico?»
– Esperarías muchísimo -me dijo-. Anoche tuve trabajo.
Levantó el vaso y lo colocó de manera que le diese la luz.
– Dime una cosa, tío, ¿tú siempre necesitas dinero?
– Hombre, sin él no soy capaz de llegar muy lejos. Me lo tengo que gastar, así que me lo tengo que ganar.
– ¿Pero tienes que andar por ahí, rascando de un sitio y de otro todo el puto tiempo?
Me lo tuve que pensar antes de responder.
– No -le dije al final-, en realidad, no. No gano mucho, pero tampoco necesito demasiado. El alquiler es barato, no tengo coche, no tengo seguro, y tampoco tengo que mantener a nadie más que a mí mismo. No aguantaría mucho tiempo sin trabajar, pero siempre me sale algún caso antes de que se me acabe el dinero del anterior.
– Pues a mí siempre me hace falta -me aseguró-. Salgo y lo gano, y me doy la vuelta y ya ha desaparecido. No sé adónde se va.
– Eso es lo que dice todo el mundo.
– Te juro que se me deshace en las manos como la nieve al sol. Conoces a Andy Buckley, ¿verdad?
– Sí, es el mejor jugador de dardos que he visto en mi vida.
– Es cierto que tiene buena mano. Y además es muy buen tipo.
– Sí, Andy me cae muy bien.
– Y a quién no. ¿Sabes que todavía vive en casa con su madre? Que Dios bendiga a los irlandeses, qué raza más extraña son.
Le dio un buen trago a su bebida y añadió:
– Andy no se gana la vida lanzando dardos a una diana, ¿sabes?
– Sí, la verdad es que ya suponía que debía hacer algo más que eso.
– A veces me hace algún trabajillo. Conduce fenomenal ese Andy. Es capaz de conducir cualquier cosa que le pidas, desde coches hasta camiones. Estoy seguro de que sería capaz de pilotar un avión si le dieses las llaves.
Se le dibujó una sonrisa en el rostro durante un segundo.
– Bueno, y aunque no se las diese, también. Si pierdes las llaves del coche y necesitas a alguien que lo conduzca sin ellas, Andy es tu hombre.
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