– Ya veo.
– Así que le pedí que condujera un camión. Iba cargado con trajes de caballero, Botany 500, una marca de ropa muy buena. El conductor de la empresa sabía lo que tenía que hacer. Lo único que le pedíamos era que se dejase atar, que tardase un rato en soltarse y que luego contase que un par de negros le habían asaltado. Le íbamos a pagar muy bien por las molestias, te lo puedo asegurar.
– ¿Y qué ocurrió?
– Ah, que nos equivocamos de conductor -reconoció, enojado-. El tipo con el que habíamos hecho el trato se despertó aquel día con dolor de cabeza y llamó al trabajo para decir que no iba, sin acordarse de que aquel día tenían que secuestrarle. Y Andy cogió al chofer equivocado y tuvo que pegarle en la cabeza para poder hacer el trabajo. Y, por supuesto, el tipo se soltó tan rápido como pudo, llamó a la policía de inmediato, localizaron el camión y lo siguieron. Gracias a Dios, Andy se dio cuenta, así que no llevó el camión al almacén. Si no, ahora mismo tendría a un buen puñado de mis hombres arrestados. Lo aparcó en la calle y trató de alejarse de él andando, con la esperanza de que se quedarían esperando a que volviese, pero fueron más listos que él, lo cogieron de inmediato y el puto conductor le señaló en una rueda de reconocimiento.
– ¿Y dónde está Andy ahora?
– En casa, supongo que en la cama. Por lo menos allí estaba hace un rato, y me dijo que creía que había cogido la gripe.
– Igual que Elaine.
– ¿Ah, sí? Pues no es nada agradable. A él lo he mandado a casa. Le he dicho que se meta en la cama y se tome un güisqui caliente, y por la mañana estará como nuevo.
– ¿Le pusieron en libertad bajo fianza?
– Mi fiador lo sacó en cuestión de una hora, pero ya lo han soltado del todo. ¿Conoces a un abogado llamado Mark Rosenstein? Es un tipo judío de voz suave, yo no hago más que decirle que hable más alto. No me preguntes cuánto dinero he tenido que darle.
– No, no te lo voy a preguntar.
– Pues mira, te lo voy a decir de todos modos. Cincuenta mil dólares. Y no sé a dónde se han ido, yo simplemente se los puse en las manos y dejé que él dispusiese. Sé que una parte fue para el conductor, y el tipo cambió su versión y juró que no era Andy quien le había asaltado, que era otro individuo, alguien más alto, más delgado, de piel más oscura y no me extrañaría nada que añadiera que tenía acento ruso. Desde luego, ese Rosenstein es muy bueno. No impresiona mucho en los tribunales, nunca se le oye lo que dice, pero es mucho mejor si no hay que llegar al juzgado, ¿verdad?
Se rellenó el vaso, para proseguir luego:
– Me pregunto cuánto de aquél dinero se quedó el judío. ¿Tú qué dirías? ¿La mitad?
– Aproximadamente.
– Bueno, la verdad es que se lo ha ganado. Uno no puede dejar que sus hombres se pudran en la cárcel -dijo, suspirando-, pero cuando te gastas el dinero de esta forma no te queda más remedio que salir a la calle y ganar más.
– ¿Quieres decir que a Andy no le dejaron quedarse con los trajes?
Le conté la historia de Joe Durkin sobre Maurice, el narcotraficante que había pedido que le devolviesen la cocaína que la policía le había confiscado. Mick echó la cabeza hacia atrás, y se rió.
– Jo, qué genial -me dijo-, debería contárselo a Rosenstein. «Si de verdad fueses un buen profesional», le tendría que haber dicho, «lo habrías arreglado todo para que pudiésemos quedarnos con los trajes».
Meneó la cabeza.
– Putos narcos -continuó-. ¿Alguna vez has probado esa mierda, Matt? Me refiero a la cocaína.
– No, nunca.
– Pues yo la probé una vez.
– ¿Y no te gustó?
Él se me quedó mirando.
– ¡Coño que si me gustó! -exclamó-. ¡Por Dios, es genial! Estaba con una chica que no paró hasta que la probé. Después fue ella la que no paró, por si te lo preguntas. No me he sentido tan bien en mi vida. Estaba seguro de que era el tío más grande que nunca hubiera pisado la faz de la Tierra, y que podía encargarme del mundo entero y resolver todos sus problemas. Pero antes de eso, más valdría que me tomase otra rayita, ya sabes. Y lo siguiente que supe es que era media tarde, que la cocaína había desaparecido, que la chica y yo habíamos estado follando hasta volvernos locos, y que ella se estaba frotando contra mí como un gato y me decía dónde encontrar más droga.
– «Ponte la ropa», le dije, «y cómprate tú más cocaína si quieres, pero no me la vuelvas a traer aquí, porque no quiero volver a verla nunca; y tampoco a ti». La chica no debía saber qué es lo que estaba ocurriendo, pero desde luego fue lo suficientemente lista como para no quedarse a averiguarlo. Además, me dejó sin un duro, todas hacen lo mismo.
Pensé en Durkin y en los cien dólares que le había dado. «No debería aceptarlo», me había dicho, pero desde luego no me lo había devuelto.
– Nunca más he vuelto a tocar la cocaína -me aseguró Mick-. ¿Y sabes por qué? Porque la experiencia fue la hostia de buena. No quiero volver a sentirme tan bien nunca en la vida.
Agarró la botella.
– Con esto ya me siento todo lo bien que necesito. Ir más allá va contra natura. Peor aún, es un puto peligro. Odio esa mierda. Y odio a los ricos bastardos con sus frasquitos de esnifar de jade, sus cucharillas de oro y sus rulos de plata. Odio a los que lo fuman por las esquinas. Por Dios, esta ciudad se está yendo al carajo. Esta noche ha salido un poli por la televisión diciendo que era mejor atrancar las puertas cuando ibas en taxi. Porque ahora resulta que cuando los taxis se paran en los semáforos, te siguen y te roban, ¿te lo imaginas?
– Sí, las cosas están cada vez peor.
– Desde luego que sí -dijo él.
Tomó otro trago y vi cómo saboreaba el güisqui antes de tragárselo. Recordaba perfectamente el sabor del JJ &S de doce años, yo solía beberlo con Billie Keegan hace años, cuando él trabajaba en el bar de Jimmy. Aún podía notar el sabor en la boca, pero no sabía por qué aquel recuerdo no hacía que me entrasen ganas de beber, ni despertaba mi miedo a la sed latente que habitaba en mi interior.
Beber era la última cosa que quería en noches como esta. Traté de explicárselo a Jim Faber, que comprensiblemente no se sentía muy cómodo con la idea de que yo pasase largas veladas en un bar viendo cómo bebía otro tipo. Lo mejor que podía hacer era pensar que Ballou estaba bebiendo por los dos, que el güisqui que bajaba por su garganta apagaba mi sed al mismo tiempo que la suya, pero que en el proceso yo seguía manteniéndome sobrio.
– Fui a Queens de nuevo el domingo por la noche -me dijo.
– ¿A Maspeth no?
– No, a Maspeth no. A otro sitio. A Jamaica Estates, ¿lo conoces?
– Tengo una vaga idea de dónde está.
– Vas por Grand Central Parkway y sales por Utopía. La casa que estábamos buscando se encontraba en una calle pequeña más allá de Croydon Road. Pero la verdad es que no puedo decirte ni qué pinta tenía el barrio. Estaba muy oscuro. Fuimos los tres, y Andy conducía. Es un conductor genial, ¿te lo había dicho?
– Sí, ya me lo habías dicho.
– Nos estaban esperando, pero lo que no esperaban es que llevásemos armas. Eran hispanos, de algún país sudamericano. Estaban un tipo, su mujer y su suegra. Eran narcos, vendían cocaína por kilos.
»Le preguntamos al hombre dónde tenían el dinero y nos dijo que no tenía ni un dólar. O sea, que tenían cocaína para vender, pero no tenían dinero. Pero yo estaba seguro de que en aquella casa había pasta. Habían vendido mucho el día anterior y tenían que tener por allí parte de las ganancias.
– ¿Cómo lo sabías?
– Por el tipo que me dio la dirección y me dijo cómo entrar. Bueno, el hecho es que me llevé al hombre a una habitación y traté de que se aviniese a razones. Con las manos, quiero decir. Pero esa bola de sebo seguía manteniéndose en sus trece.
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