Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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– Sí, a no ser que necesites algo para tener constancia del trabajo.

– De hecho -dijo-, lo que necesito en este caso es no tener nada en lo que conste, así que no me pases informes y me olvidaré de que hemos tenido esta conversación.

– Por mí, está bien.

– Fantástico. Y, Matt, creo que te convendría sacarte la licencia en algún momento. Podría darte más trabajo, pero hay asuntos que no te puedo encargar si no la tienes.

– Sí, ya lo he pensado.

– Bueno -concluyó-. Si te decides, házmelo saber.

El cheque de Kaplan resultó ser de lo más generoso, y cuando me llegó decidí alquilar un coche y viajar con Elaine hasta los Berkshires para gastarme una parte del dinero que había ganado. Cuando regresamos, Wally de Reliable me llamó y me ofreció un trabajo de dos días, en un asunto relacionado con un parte de seguros.

La película que había visto se había perdido en el pasado y mi conexión emocional con ella se estaba diluyendo. Me había afectado por el simple hecho de que la había visto, pero en realidad no tenía nada que ver conmigo, ni yo con ella, y según iba pasando el tiempo y mi vida volvía a su curso normal, volvió a ser en mi mente lo que realmente era: otra atrocidad más en un mundo que rebosa de ellas. Leía el periódico cada mañana, y todos los días aparecían nuevas crueldades que hacían que uno se olvidase de las del día anterior.

Aún había imágenes de la grabación que de vez en cuando se venían a la mente, pero ya no me mortificaban como antes. Tampoco volví a la calle Cuarenta y Dos ni a encontrarme con TJ; de hecho, apenas volví a pensar en él. Desde luego era un tipo interesante, pero Nueva York está llena de gente así.

Pasó el año. Los Mets fueron perdiendo fuerza y acabaron fuera de la competición, y los Yankees nunca llegaron a estar en ella. En las series terminaron jugando dos equipos de California, y lo más interesante que ocurrió en el partido fue el terremoto de San Francisco. En noviembre la ciudad tuvo su primer alcalde negro, y la semana siguiente a la de su elección Amanda Warriner Thurman fue violada y asesinada tres pisos por encima de un restaurante italiano en la calle Cincuenta y Dos Oeste.

Después, vi la mano de un hombre acariciar el pelo castaño claro de un chaval, y todo volvió a empezar.

7

Ya había desayunado y leído dos periódicos cuando el banco abrió. Saqué el casete de mi caja fuerte y llamé a Elaine desde un teléfono público de la calle.

– Hola -me saludó-, ¿qué tal estuvo anoche el boxeo?

– Mejor de lo que esperaba. ¿Qué tal tu clase?

– Fenomenal, pero tengo como una tonelada de cosas que leer. Y hay una boba en clase que levanta la mano cada vez que el profesor termina una frase. Si él no consigue que se calle la boca voy a tener que matarla.

Le pregunté si le importaba que me pasase por su casa.

– Quisiera usar tu vídeo durante una hora -le dije.

– Vale -asintió ella-, pero solo si vienes enseguida y la película no dura mucho más de una hora. Y si lo que vamos a ver es más divertido que el casete que me trajiste la última vez.

– Llegaré enseguida -le dije.

Colgué, me acerqué al bordillo y conseguí un taxi inmediatamente. Cuando llegué allí, ella me cogió el abrigo y me dijo:

– Bueno, ¿qué tal anoche? ¿Viste al asesino?

Supongo que se me abrieron los ojos como platos, ya que ella añadió:

– A Richard Thurman, quiero decir. ¿No se suponía que iba a estar allí? ¿No ibas para eso a Maspeth?

– Ah, ahora mismo no estaba pensando en él. Sí, estaba allí, pero la Verdad es que no he averiguado nada sobre si fue él quien mató a su esposa o no. Fue a otro asesino a quien creo que vi.

– ¿Qué?

– Al tipo del traje de goma. Vi a un hombre y creo que era él.

– ¿Llevaba el mismo traje, o qué?

– No, llevaba un jersey azul de pico.

Le conté lo del hombre y el chico que estaba a su lado, y luego dije:

– Así que traigo la misma cinta que la última vez; no creo que quieras verla de nuevo.

– Ni por todo el oro del mundo. Creo que lo que voy a hacer, que de hecho es lo que tenía pensado de todos modos, es salir y comprar los libros que necesito para clase. No debería llevarme más de una hora. Sabes cómo funciona el vídeo, ¿verdad?

Le dije que sí.

– Volveré a tiempo de prepararme para mi cita. Va a venir alguien a las once y media.

– Para esa hora yo ya me habré marchado.

Esperé hasta que Elaine hubo salido por la puerta; después me puse manos a la obra con el vídeo y pasé las secuencias de Doce del pat í bulo. Ella regresó unos minutos antes de las once, casi una hora después de que se hubiera marchado. Para entonces yo ya había visto el espectáculo dos veces. Duraba media hora, pero la segunda vez que lo visioné pasé algunas de las partes, con lo cual solo me llevó la mitad del tiempo. Ya había rebobinado la cinta y estaba de pie junto a la ventana cuando ella volvió.

– Me acabo de gastar cien dólares en libros -me dijo-. Y lo peor es que no he dado ni con la mitad de la lista.

– ¿Y no te puedes comprar versiones de bolsillo?

– Todos estos ya son de bolsillo. No sé de dónde voy a sacar tiempo para leérmelos todos.

Volcó la bolsa sobre el sofá, cogió un libro y lo echó de nuevo a la pila.

– Por lo menos están en inglés, lo que ya es bastante, porque la verdad es que no sé ni español ni portugués. Lo que es una pena, porque no leer la versión original es casi como no leer el libro…

– Si la traducción es buena…

– Supongo que sí, pero ¿no es un poco como ver una película con subtítulos? Lo que estás leyendo no es lo mismo que escribió el autor. ¿Ya has visto la cinta?

– Ajá.

– ¿Y? ¿Era él?

– Creo que sí -le dije-, pero habría sido mucho más fácil de comprobar si no hubiese llevado esa maldita capucha. Debía de estar medio ahogado con ese traje de goma tan ajustado y esa capucha.

– Bueno, tal vez la entrepierna abierta sirva para refrescarse.

– Me parece que es él -le repetí-. Ese gesto, cuando le pasaba la mano por el pelo al chico es lo que finalmente me sonó de él, pero también hay otros detalles que coinciden. La actitud, el modo en el que se movía… Son cosas que no se pueden tapar con un traje. Y las manos también me parecían las suyas, pero, sobre todo, el gesto… eso de tocarle el pelo al chaval, era exactamente como lo recordaba.

Fruncí el ceño y luego añadí:

– Y creo que también era la misma chica.

– ¿Qué chica? No mencionaste a ninguna chica. ¿Te refieres a su secuaz, la de las tetas pequeñas?

– Creo que era la chica de los carteles. La que se contonea alrededor del cuadrilátero entre asaltos, con un cartelón que anuncia los asaltos.

– Me imagino que tampoco ella llevaba el traje de cuero.

– Iba más bien vestida como para ir a la playa, enseñando bastante pierna -dije yo mientras negaba con la cabeza-. La verdad es que no le presté demasiada atención.

– Sí, claro.

– En serio. Había algo en ella que me resultaba vagamente familiar, pero no me fijé bien en su cara.

– Por supuesto que no. Estabas demasiado ocupado mirándole el culo -me dijo, poniéndome una mano en el brazo-. Me encantaría seguir charlando…

– Pero esperas compañía. Ahora mismo me voy. ¿Te importa que deje la cinta? No quiero llevarla por ahí durante todo el día ni tampoco ir expresamente al hotel a dejarla.

– No hay problema. Odio tener que echarte, pero…

Le di un beso y me marché.

Cuando salí a la calle sentí el deseo de plantarme en mitad de la puerta y ver quién aparecía. Ella no me había dicho a las claras que su cita fuera con un cliente, pero tampoco lo contrario. Y yo me había mostrado lo suficientemente prudente como para no preguntárselo. Tampoco quería, en realidad, quedarme escondido allí, entre las sombras, intentando enterarme de con quién tendría su cita del mediodía, y especulando lo que tendría que hacer para ganarse el dinero que necesitaba para comprarse aquellas traducciones del español y el portugués.

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