Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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– Lo acompañaba un chico, un adolescente de pelo castaño claro, que podría ser su hijo.

– Ah, sí que los vi -afirmó Chance-. Al menos sé que había un padre y un hijo en la primera fila, pero no te podría decir el aspecto que tenía ninguno de los dos. La única razón por la que me fijé en ellos es porque probablemente aquel fuera el único chaval que había en el recinto.

– Pero sabes a quién me refiero.

– Sí, pero no sé quién es -dijo cerrando los ojos-. Casi ni me acuerdo de él, ¿sabes? Lo veo allí sentado, pero si me pidieses que le describiera no creo que fuese capaz de hacerlo, únicamente podría repetir como un loro los detalles que me acabas de dar. ¿Qué es lo que ha hecho?

– ¿Que qué ha hecho?

– Lo buscarás para algún caso, ¿no? Pensé que estabas en Maspeth solo para ver el boxeo, pero parece que estabas trabajando.

Pero en otro caso, pensé. En realidad no hab í a raz ó n alguna para que me hubiese metido en este.

– Tenía negocios que hacer allí -le dije.

– Y este tipo forma parte de ellos, pero no sabes quién es.

– Podría formar parte de ellos. Tengo que identificarlo para poder asegurarlo.

– Vale, ya lo entiendo.

Pensó un momento y prosiguió:

– Estaba justo delante. Debe de ser un auténtico aficionado. Es posible que vaya con frecuencia. Estaba a punto de decirte que nunca le había visto en el Garden ni en ningún otro sitio, pero la verdad es que yo he empezado a ir regularmente al boxeo desde que tengo una participación en la carrera de Rasheed.

– ¿Y es grande esa participación, Chance?

– No, muy pequeña, se podría decir que mínima. ¿De verdad que te gusta? Anoche dijiste que sí.

– Es impresionante. Pero se deja pegar con la derecha.

– Sí, ya lo sé. Kid también me lo dice. Ese Domínguez, sin embargo, tiene un derechazo muy rápido.

– Sí, la verdad es que resulta muy brusco en sus movimientos.

– Claro que sí. Pero, de repente, perdió -dijo sonriendo-. Me encanta el boxeo.

– También a mí.

– Es un deporte brutal y bastante bárbaro. No lo puedo justificar, pero me da igual, me encanta de todos modos.

– Ya lo sé. ¿Habías ido a Maspeth antes, Chance?

Negó con la cabeza.

– Está en el culo del mundo, ¿verdad? -se quejó-. Bueno, en realidad no está tan lejos de donde tengo mi casa, en Greenpoint, lo que pasa es que no fui desde allí ni tampoco regresé a ella cuando acabó la velada, así que no me sirvió de mucho vivir cerca. Solo fui porque la pelea era en ese lugar.

– ¿Vas a volver?

– Si nos vuelve a tocar pelear allí y puedo, sí iré. El próximo combate programado es dentro de tres semanas, a partir del martes próximo, en Atlantic City -me informó, sonriendo-, en el edificio de Donald Trump, que me temo que es mucho más lujoso que el New Maspeth Arena.

Me contó con quién se iba a enfrentar Rasheed y yo le dije que iría a verlo. O por lo menos, que lo intentaría. El propósito era que el púgil pelease cada tres semanas, me explicó, pero la verdad era que acababa siempre siendo una vez al mes.

– Siento no poder ayudarte -se lamentó-. Puedo preguntar aquí y allá, si quieres. La gente del rincón de Rasheed va constantemente al boxeo. ¿Sigues aún en el hotel de siempre?

– Sí, en el mismo.

– Si me entero de algo…

– Te lo agradezco, Chance. Y, ya sabes, me alegro de que todo te vaya tan bien.

– Gracias.

Ya en la puerta, le dije:

– Ah, casi se me olvida. ¿Te suena de algo la chica de los carteles?

– ¿Quién?

– Ya sabes, la que se pavonea por el ring con el número del siguiente asalto.

– ¿La llaman la chica de los carteles?

– No lo sé. Supongo que se la podría llamar Miss Maspeth. Es solo que me preguntaba…

– Si sé algo de ella. Bueno, desde luego, lo que sí sé es que tenía buenas piernas.

– Sí, de eso ya me di cuenta yo solito.

– Y piel, creo recordar que enseñaba mucha carne. Me temo que eso es todo lo que sé de ella, Matthew. Estoy fuera del negocio, gracias a ti.

– «Fuera del negocio». ¿Te pareció prostituta?

– No -dijo él-, más bien me pareció monja.

– Sí, de la orden de las Clarisas.

– Más bien de las Hermanas de la Caridad. Aunque a lo mejor tienes tú razón.

8

Hay un bar llamado Hurley's en la Sexta Avenida, frente a la torre de cristal y acero donde la Five Borough Cable Sportscasts tiene sus oficinas. Mucha gente de la NBC es cliente del local desde hace años, y Johnny Carson dio fama al establecimiento cuando hacía su programa en directo desde Nueva York, ya que era el lugar en el que se desarrollaban todos sus chistes de borrachos de Ed McMahon. Hurley's aún sigue donde siempre, situado en uno de los pocos edificios antiguos que todavía permanecen en pie en aquel tramo de la Sexta. La gente de la televisión aún va asiduamente al lugar; allí matan el tiempo, ya sea una hora o una tarde entera; y uno de sus visitantes más habituales es Richard Thurman. Al final de la jornada solía entrar y quedarse el tiempo justo de tomarse una copa, a veces dos, antes de volver a casa.

No había que ser el mejor detective del mundo para saber aquello, porque, en realidad, Joe Durkin ya tenía recogido el dato en el archivo que me había dejado leer. Llegué a Hurley's hacia las cuatro y media de la tarde, y me quedé en la barra con un vaso de gaseosa. Se me había pasado por la cabeza sonsacar al camarero, pero el local estaba atestado de gente y él estaba demasiado ocupado como para poder atender a mis conversaciones de tanteo. Además, hubiéramos tenido que gritarnos para hacernos oír.

El tipo que estaba a mi lado quería hablar sobre la Super Bowl, que se había celebrado el domingo anterior. La conversación era tan desigual que no creí que fuera a prolongarse durante mucho tiempo, pero resultó que los dos habíamos acabado por apagar la tele a mitad del partido. Aquel lazo común le llevó a pagarme una ronda, pero su entusiasmo disminuyó al descubrir que lo que yo bebía era gaseosa, y se desvaneció por completo cuando intenté desviar la charla hacia el boxeo.

– Eso no es un deporte -me dijo-. Un par de críos del gueto intentando machacarse hasta la muerte. ¿ Por qué no lo simplificamos, les damos pistolas y dejamos que se maten a balazos?

Poco después de las cinco vi entrar a Thurman. Iba acompañado de otro hombre más o menos de su misma edad y encontraron sitio en la barra, justo en la esquina opuesta a donde yo me encontraba. Pidieron bebidas, y después de diez o quince minutos, Thurman se marchó solo.

Al poco rato también yo me fui.

El restaurante de la planta baja de la casa de Thurman, en la Cincuenta y Dos Oeste, se llamaba Radicchio's. Estuve un rato de pie al otro lado de la calle, y comprobé que no había luces en el último piso. El de la planta inmediatamente inferior, la residencia de los Gottschalk, también estaba a oscuras, ya que Ruth y Alfred se encontrarían pasando el invierno en Palm Beach Oeste.

Me había saltado la comida, así que decidí cenar pronto en aquel restaurante italiano. Solo había otras dos mesas ocupadas, ambas por parejas jóvenes que estaban totalmente enfrascadas en su conversación. Me apetecía llamar a Elaine y decirle que cogiese un taxi y se reuniese conmigo, pero no estaba seguro de que fuese una buena idea.

Tomé ternera y media ración de farfalle, o al menos creo que así se llama esa pasta en forma de lacitos que allí servían con una salsa roja y muy especiada. La pequeña ensalada que acompañaba a la comida llevaba un montón de aquellas hojas amargas que daban nombre al local. Una frase escrita en la carta me advertía que una cena sin vino era como un día sin sol. Pero yo tomé agua con la comida, y después, un expreso. El camarero me trajo, sin que yo se la pidiera, una botella de anís. Le hice un gesto para indicarle que podía llevársela.

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