Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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Aquella era la última imagen, y no salía nadie en ella, solo las baldosas del suelo, la alcantarilla, y la sangre que fluía. Después la pantalla se quedaba en negro y, luego, volvía a salir Lee Marvin, tratando de hacer del mundo un lugar más seguro en nombre de la democracia.

Durante unos cuantos días, tal vez una semana, pensé sin cesar en lo que había visto. Sin embargo, no hice nada al respecto, porque no sabía cómo actuar. Había guardado el casete en mi caja fuerte sin volver a echarle un segundo vistazo (con uno ya había tenido suficiente) y, aunque a mí me parecía que era algo que debía seguir investigando, ¿cómo podía hacerlo? Al final no era más que un videocasete en el que dos personas no identificables mantenían relaciones sexuales entre sí y con una tercera persona, a la que tampoco se podía reconocer, y a la que maltrataban, presumiblemente contra su voluntad, y a la que, casi con toda certeza, asesinaban después. No había modo de decir quiénes eran, o dónde y cuándo lo habían hecho.

Un día, tras una de las reuniones que se celebraban al mediodía, bajé paseando por Broadway hasta la calle Cuarenta y Siete, y pasé un par de horas en el infecto tramo entre Broadway y la Octava. Entré y salí de un montón de sex shop. Al principio me encontraba muy cohibido, pero conseguí habituarme; me tomé mi tiempo y curioseé en las secciones de sadomasoquismo. Cada tienda tenía la suya propia en la que se incluían títulos sobre la dominación, la disciplina, la tortura, el dolor…, cada uno con unas cuantas frases descriptivas y una foto en la carátula para abrir boca.

No esperaba encontrar a la venta nuestra versión de Doce del pat í bulo. La censura en los establecimientos de Times Square es mínima, pero el porno infantil y el asesinato aún están prohibidos, y lo que yo había visto incluía ambas cosas. El chaval era lo suficientemente mayor como para pasar por adulto, y un buen editor podría haber cortado las partes más comprometidas, pero parecía poco probable que encontrase una versión suavizada.

Existía una posibilidad, sin embargo, de que el hombre de goma y la mujer de cuero hubieran hecho otras películas, por separado o juntos. No estaba seguro de poder reconocerlos, pero tal vez lo hiciera, especialmente si aparecían de nuevo con los mismos trajes. Así que eso era lo que estaba buscando, si es que en el fondo realmente buscaba algo.

En la zona alta de la calle Cuarenta y Dos, unos cinco portales al este de la Octava Avenida, había otro sex shop muy similar a los demás, aunque aparentemente especializado en material sadomasoquista. Por supuesto, también contaba con el resto de las especialidades, pero aquella sección era mucho mayor en proporción. Había vídeos que costaban entre 19,98 y 100 dólares, y revistas con nombres como Tit Torture.

Eché un vistazo a todos los casetes, incluidos los hechos en Japón y en Alemania, y también a los no profesionales, identificados por zafias etiquetas hechas por ordenador. Antes de llegar a la mitad ya había dejado de buscar al hombre de goma y a su despiadada compañera. En realidad, ya no buscaba nada, simplemente estaba dejándome invadir por aquel mundo en el que me había visto tan bruscamente introducido. Siempre había estado allí, más o menos a kilómetro y medio de mi lugar de residencia, y siempre lo había sabido, pero jamás había entrado en él. Nunca había tenido razones para hacerlo.

Finalmente, conseguí salir del local. Habría estado dentro como una hora, mirándolo todo, y sin comprar nada. Si aquello había molestado al dependiente, se lo guardó para sí. Era un hombre joven de piel oscura, procedente del subcontinente indio y de cara inexpresiva, que jamás hablaba. La verdad es que nadie en la tienda llegó a hablar, ni él, ni yo, ni ninguno de los demás clientes. Todo el mundo se cuidaba de evitar el contacto visual; curioseaban, compraban o no, entraban, recorrían el local y salían como si no fuesen conscientes de la presencia de los otros. De vez en cuando, la puerta se abría y se cerraba, o se oía un tintineo cuando el dependiente contaba el cambio sobre la palma de la mano de alguien y les daba monedas para las cabinas de vídeo que había al fondo. Por lo demás, todo permanecía en silencio.

Me di una ducha en cuanto volví al hotel. La verdad es que me ayudó, pero aún me envolvía una cierta aura que recordaba a Times Square. Aquella noche fui a una reunión, y volví a ducharme antes de acostarme. Por la mañana, tomé un desayuno rápido y leí el periódico. Después bajé por la Octava Avenida y torcí a la izquierda hacia el Deuce.

Volví al sex shop especializado en sado que había visitado el día anterior. Estaba allí el mismo dependiente, pero no dio señales de haberme reconocido. Le pedí cambio de diez dólares, me dirigí hacia una de las pequeñas cabinas traseras y cerré la puerta. No importa qué cabina se elija porque todas contienen un terminal de vídeo enganchado a un único sistema de circuito cerrado de dieciséis canales. Se puede cambiar de un canal a otro a voluntad. Es como ver la televisión en casa, salvo que la programación es diferente y cada treinta segundos hay que echar una moneda si uno quiere que la retransmisión continúe.

Me quedé hasta agotar todas mis monedas. Vi a hombres y mujeres hacerse cosas de lo más variopintas, todas ellas ligeras variaciones sobre el tema general del castigo y el dolor. Algunas de las víctimas parecían disfrutar de la situación y ninguna parecía estar sufriendo verdaderamente. Se trataba de actores, voluntarios que aceptaban su papel y formaban parte de un espectáculo.

Nada de lo que vi allí se parecía ni remotamente a lo que había presenciado en casa de Elaine.

Cuando salí del local, tenía diez dólares menos en el bolsillo y me sentía como si me hubiesen caído varias décadas encima. El aire era cálido y húmedo allí fuera, toda la semana lo había sido. Me sequé el sudor de la frente y me pregunté qué estaba haciendo en la calle Cuarenta y Dos y por qué había ido allí. En aquel lugar no había nada que debiera interesarme.

Y sin embargo, parecía que no podía apartarme de aquella zona. Ningún otro sex shop me atraía, no quería utilizar el resto de los servicios que ofrecía la calle, ni comprar drogas ni contratar a una compañera sexual. No quería ver una película de kung fu ni comprarme unas zapatillas de baloncesto, un equipo electrónico o un sombrero de paja con un ala de más de cinco centímetros. Podría haberme comprado una navaja automática («se vende solo en forma de kit, ensamblarla podría resultar ilegal en algunos estados»), o fotos de identificación falsas, de esas que te entregan al instante a cinco dólares en blanco y negro y a diez en color. Podía haber jugado un rato al Pac-Man o al Donkey Kong, o haberme quedado a escuchar a un hombre de color de pelo blanco que aseguraba tener pruebas irrefutables de que Jesucristo era un negro de pura sangre nacido en lo que hoy es Gabón.

Caminé por la calle arriba y abajo, arriba y abajo. Al cabo de un rato decidí cruzar la Octava y tomar un sándwich y un vaso de leche de pie en un establecimiento de la terminal de autobuses Port Authority. Me quedé allí un rato; el aire acondicionado resultaba una bendición. Y después algo volvió a llevarme a la calle.

Uno de los teatros ponía un par de películas de John Wayne, Asalto al carro blindado y La legi ó n invencible. Pagué un dólar o dos, no recuerdo bien lo que costaba, y entré. Llegué a la mitad de una de las películas, me quedé hasta la mitad de la siguiente, y luego volví a salir.

Y seguí caminando.

Estaba sumido en mis pensamientos y no presté atención a un chaval negro que se me acercó y me preguntó qué estaba haciendo. Me di la vuelta y le miré, y él se me quedó también observando con expresión desafiante. Tendría unos quince ó dieciséis años, tal vez diecisiete, más o menos la misma edad que el chico que habían asesinado en la película, pero sin duda era mucho más espabilado.

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