Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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El llegó a San Pablo cuando la reunión estaba comenzando, y durante el descanso se dirigió hacia mí con paso decidido y me preguntó si había tenido oportunidad de ver la película.

– Por supuesto -le respondí-. Siempre ha sido una de mis favoritas. Me gusta especialmente la parte en la que Donald Sutherland suplanta a un general y pasa revista a las tropas.

– ¡Dios! -dijo él-. Quería que vieses en concreto la película que yo te había dado, el casete que te entregué la otra noche, ¿no te lo dije?

– Solo era una broma -repuse.

– ¡Ah, bueno!

– La vi. No es exactamente mi idea de un rato agradable, pero la vi entera.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

Decidí que podíamos apañárnoslas sin asistir a la segunda mitad de la reunión. Lo cogí del brazo, lo saqué fuera y juntos subimos los escalones que nos conducían hasta la calle. En la Novena Avenida, un hombre y una mujer estaban discutiendo por cuestiones económicas, y sus voces se propagaban fuertes y lejos por el aire caliente. Le pregunté a Will de dónde había sacado la cinta.

– Ya viste la etiqueta -me contestó-. Del videoclub de la esquina de mi calle. En la Sesenta y Uno con Broadway.

– ¿La alquilaste?

– Exacto. Ya la había visto antes. Tanto Mimi como yo la habíamos visto en varias ocasiones, pero pillamos por casualidad una de las secuelas por cable la semana pasada y nos apetecía ver de nuevo la versión original. Y ya sabes lo que vimos.

– Sí, ya lo sé.

– Es una puta película snuff. Así es como las llaman, ¿no?

– Eso creo.

– Nunca había visto ninguna.

– Tampoco yo.

– ¿De verdad? Creí que siendo poli, detective y todo eso…

– Pues nunca había visto nada parecido.

– Bueno -suspiró-, ¿y ahora qué hacemos?

– ¿A qué te refieres, Will?

– ¿Vamos a la poli? No quiero meterme en líos, pero tampoco me sentiría bien desentendiéndome del tema. Vamos, que me gustaría que me aconsejases lo que puedo hacer.

La pareja seguía gritándose al otro lado de la avenida. «Déjame en paz», dijo el hombre, «joder, déjame en paz».

– Explícamelo todo, para que me haga una idea clara de cómo acabó esta película en tus manos. Entras en el videoclub, la coges de una balda…

– No se coge de la balda la película real.

– ¿Ah, no?

Me explicó cuál era el proceso, que lo que tenían en exposición no eran más que las carátulas en cartón, que uno elegía la que quería, la llevaba al mostrador y allí se la cambiaban por el vídeo correspondiente. Él era socio, así que lo que hacía el empleado era registrar que se la llevaba y cobrarle el precio por alquilarla durante veinticuatro horas, sea el que sea el que marca. Un par de dólares, por ejemplo.

– ¿Y dices que el videoclub está en Broadway con la Sesenta y Uno?

– A dos o tres puertas de la esquina -asintió-, junto al bar Martin's.

Conocía el establecimiento. Era un local grande y diáfano, como Blarney Stone, con bebidas baratas, comida caliente y una mesa de bufé. Hace años solían tener un cartel en la ventana que trataba de captar clientes anunciando su hora feliz, de ocho a diez de la mañana, durante la que las bebidas estaban a mitad de precio. Desde luego, no dejaba de ser una hora curiosa.

– ¿Hasta qué hora está abierto tu videoclub?

– Hasta las once, creo. Y los fines de semana, hasta las doce.

– Iré a hablar con ellos.

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no?

– Bueno, no sé. ¿Quieres que vaya contigo?

– No es necesario.

– ¿Estás seguro? Porque en ese caso me vuelvo para asistir a lo que queda de reunión.

– Vete si quieres.

Se giró y luego se volvió de nuevo hacia mí.

– Oye, Matt. Se supone que tendría que haber devuelto la película ayer, así que es posible que te pidan que les abones un día extra. Ya me dirás lo que es y el próximo día te lo pago.

Le dije que no tenía por qué preocuparse de aquello.

El videoclub estaba exactamente donde Will me había indicado. Yo había pasado primero por mi habitación para recoger el casete. Había cuatro o cinco clientes curioseando por allí, y un hombre y una mujer detrás del mostrador. Ambos tenían unos treinta años, y él lucía una barba de dos o tres días. Me imaginé que sería el encargado, ya que si fuese ella quien estuviese al mando, probablemente le hubiera dicho que se fuera a casa y se afeitara. Me acerqué al hombre y le dije que quería hablar con el encargado.

– Yo soy el dueño -me informó-. ¿Le sirvo?

– Creo que usted alquiló esta película -le dije, enseñándole el casete.

– Esa es nuestra etiqueta, así que debe de ser una de las nuestras. Doce del pat í bulo, sigue siendo una de las favoritas del público. ¿Hay algún problema con ella? Y por cierto, ¿está seguro de que es culpa de la cinta o es que hace tiempo que no limpia los cabezales del vídeo?

– Uno de sus clientes la alquiló hace un par de días.

– ¿Y usted quiere devolverla de su parte? Si se la llevó hace un par de días tendré que cobrarle por haberla devuelto tarde. Déjeme ver -dijo mientras se acercaba a un ordenador e introducía el código de la etiqueta-. William Haberman. Según esto, hace tres días, no dos, lo que significa que nos debe cuatro dólares y noventa centavos.

Ni siquiera saqué la cartera.

– ¿Reconoce esta cinta? -le pregunté-. No la película en sí, sino este casete en concreto.

– ¿Debería reconocerlo, acaso?

– Hay otra película grabada en la mitad.

– Déjeme comprobarlo -me pidió, mientras me cogía el casete y señalaba a uno de sus extremos-. ¿Ve esto? Las cintas vírgenes tienen una lengüeta aquí. Cuando se graba algo que se quiere conservar, se quita esa lengüeta y ya no se puede grabar encima por error. Una cinta comercial como esta viene ya sin lengüeta para que no se pueda estropear dándole al botón de grabar del vídeo por error, cosa que ocurriría constantemente si no lo hicieran; somos todos unos verdaderos genios. Pero si se tapa el hueco con un trocito de cinta adhesiva, vuelve a funcionar. ¿Está seguro de que no fue eso lo que hizo su amigo?

– Completamente seguro.

Me miró con cara de sospecha durante un segundo, y luego se encogió de hombros.

– Así que lo que quiere es otra copia de Doce del pat í bulo, ¿verdad? No hay problema, es un título muy popular, tenemos varias copias. No una docena, pero sí unas cuantas.

Se disponía a coger una cuando lo detuve cogiéndolo por un brazo.

– Ese no es el problema -le dije.

– ¡Ah!

– Alguien ha grabado una película de contenido pornográfico encima de Doce del pat í bulo -le informé-. Y no se trata de los jugueteos habituales calificados como X, sino una demostración extremadamente violenta y sádica de porno infantil.

– Estará usted de broma.

Negué con la cabeza.

– Me gustaría saber cómo llegó ahí la grabación -planteé.

– ¡No me extraña! -exclamó.

Alargó la mano para coger el casete, pero entonces la apartó como si quemase.

– Le juro que no tengo nada que ver con ella. Aquí no trabajamos con material X, ni Garganta profunda, ni Devil in Miss Jones, ni basura por el estilo. La mayor parte de los videoclubes tiene una sección, o al menos unos cuantos títulos, para que los matrimonios puedan animarse un poco viendo algo antes, para la gente que no frecuenta los antros de Times Square. Pero cuando abrí, decidí que no quería tener nada que ver con ese tipo de películas. No las quiero en mi tienda.

Miró el casete, pero ni siquiera alargó la mano para rozarlo.

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