Me di cuenta entonces de que no era más que un niño, y no es que estuviera bien afeitado, sino que aún no le había salido la barba. Era alto, pero no parecía tener más de 16 años. No tenía pelo en el pecho, aunque sí algo de pelusilla en las axilas.
La cámara permanecía fija en él, y una mujer entró en el encuadre. Era aproximadamente igual de alta que el chico, pero aparentaba serlo más porque estaba erguida, y no abierta de piernas y brazos y atada a una cruz metálica. Llevaba puesta una máscara, parecida a la del Llanero Solitario, pero la de ella era de cuero negro. Iba a juego con el resto de su atuendo, que consistía en unos pantalones bien ajustados de cuero negro abiertos en la entrepierna, y guantes negros hasta el codo. Sus zapatos, de tacón de aguja de unos ocho centímetros, también eran negros y tenían la puntera plateada. Y eso era todo lo que llevaba. Iba desnuda de cintura para arriba, y los pezones de sus pequeños pechos estaban erectos. Los llevaba pintados de color escarlata, igual que sus gruesos labios, y me dio la impresión de que se los había embadurnado con carmín.
– Ese es el tipo de aire sencillo a la vez que cuidado del que antes hablabas -comentó Elaine-. Esto está empezando a ponerse bastante más feo que Doce del pat í bulo.
– No tienes que verlo si no quieres.
– ¿Qué te he dicho por teléfono? Que podré soportarlo si tú puedes. Antes tenía un cliente al que le gustaba ver películas de dominación. A mí siempre me parecieron bastante tontas. ¿Te gustaría que alguna vez te atase?
– No.
– ¿Y atarme a mí?
– Tampoco.
– A lo mejor nos estamos perdiendo algo. Cincuenta millones de pervertidos no pueden estar equivocados. Bueno, allá vamos.
La mujer soltó la toalla de la cintura del chico y la tiró a un lado. Su mano lo acarició a través del guante, y el muchacho tuvo una erección casi inmediatamente.
– ¡Ah, la juventud! -exclamó Elaine.
La cámara se movió para coger bien de cerca cómo lo agarraba y cómo lo manipulaba. Después volvió a retroceder, mientras ella soltaba al muchacho, tiraba de cada uno de los dedos del guante y finalmente se lo quitaba.
– Gipsy Rose Lee [2]-sentenció Elaine.
Las uñas de aquella mano que se había liberado del guante estaban pintadas con una laca que hacía juego con el lápiz de labios que lucía en la boca y los pezones. Sujetó el largo guante en su mano desnuda y le pegó al chico con él en el pecho.
– ¡Eh! -protestó él.
– ¡Cállate! -le recriminó ella, aparentemente muy enfadada.
Volvió apegarle con el guante, esta vez en la boca. Los ojos del muchacho se abrieron de par en par. Ella volvió a golpearlo en el pecho y nuevamente en la cara.
– ¡Eh, cuidado, ¿vale?! -dijo él-. Ojo, que eso duele de verdad.
– Seguro que sí -comentó Elaine-. Mira, le ha marcado la cara. Me temo que se está metiendo demasiado en el papel.
El hombre que estaba fuera de cámara le ordenó al chico que se estuviera quieto.
– Te ha dicho que te calles -repitió ella.
Se inclinó sobre el cuerpo del muchacho y se frotó contra él. Lo besó en la boca. Rozó con la punta de los dedos de su mano libre la marca que el guante había dejado en su mejilla. Fue bajando, dejándole una hilera de besos manchados de carmín por el pecho.
– Qué caliente -aseguró Elaine.
Hasta entonces había estado sentada en una silla, pero ahora se acercó, se acomodó a mi lado en el sofá y me puso la mano en el muslo.
– ¿Y ese tipo te dijo que tenías que ver esto esta noche, eh?
– Exacto.
– ¿Y te dijo que tuvieras a tu novia cerca mientras lo veías? Ya, ya.
Su mano se movió por mi pierna, pero yo la detuve con la mía.
– ¿Qué ocurre? -dijo ella- ¿Ahora no me dejas tocarte?
Antes de que pudiese responder, la mujer de la pantalla cogió el pene del chico con la mano que aún tenía enfundada en el guante. Después, con la otra, cogió el otro guante y lo golpeó fuertemente con él en el escroto.
– ¡Ay! -se quejó él-. ¡Dios, deja ya de hacer eso, ¿vale?! Me duele. Dejadme bajar, dejadme bajar de esta cosa, ya no quiero seguir con esto…
Él seguía protestando cuando la mujer, con la más escalofriante de las furias reflejada en su rostro, dio un paso adelante y le clavó una rodilla en su desprotegida ingle.
Él gritó. La misma voz masculina fuera de cámara dijo:
– ¡Tápale la boca, por Dios santo! No quiero oír toda esa mierda. Bueno, quítate de en medio, ya me ocupo yo.
Yo había supuesto que aquella voz pertenecía al cámara, pero no hubo corte alguno en el rodaje mientras el dueño de la voz entraba en imagen. Parecía llevar puesto un traje isotérmico de buceador, pero cuando se lo comenté a Elaine, ella me corrigió.
– Es un traje de goma -dijo-. De goma negra. Se los hacen a medida.
– ¿Quiénes?
– Los aficionados a la goma. Ella va vestida de cuero, y él de goma. Como sacado de una de esas terapias de pareja…
Él llevaba también una máscara de goma negra; en realidad, era más bien una capucha que le cubría toda la cabeza. Tenía un agujero para cada ojo, y otro para la nariz y la boca. Cuando se giró vi que también el traje de goma llevaba la entrepierna abierta. De ella salía su pene, largo y flácido.
– El tío de la máscara de goma -dijo Elaine-, ¿qué esconde?
– No lo sé.
– No deberías bucear con eso, a no ser que quieras que un pez te haga una mamada. Pero una cosa sí te puedo decir de ese tío: que no es judío.
Para entonces, él ya había tapado la boca del muchacho con varias tiras de cinta adhesiva. Después, la chica de cuero le dio su guante, y él marcó nuevamente de rojo la piel del chico. Sus manos eran grandes y estaban cubiertas de pelo oscuro en gran cantidad. El traje acababa en las muñecas, y como las manos eran prácticamente la única parte de su cuerpo que quedaba expuesta, me fijé en ellas más de lo que hubiera hecho en otras circunstancias. Llevaba un enorme anillo de oro en el dedo anular de su mano derecha, con una gran piedra pulida que no supe identificar. Podía ser negra o azul oscura.
En aquel momento, se puso de rodillas y se la cogió al chico con la boca. Cuando consiguió devolverle la erección se apartó y le enrolló una tira de cuero muy fuertemente alrededor de la base del pene.
– Así se quedará dura -le dijo a la mujer-; le cortas la circulación y la sangre entra pero no puede salir.
– Como las cucarachas en los moteles -murmuró Elaine.
La mujer montó al chico a horcajadas, y lo atrapó con la abertura de sus pantalones de cuero y la correspondiente abertura de su carne. Lo montó, mientras el hombre los iba acariciando alternativamente, jugando primero con los pechos de ella, y pellizcándole luego los pezones a él.
La cara del chico cambiaba continuamente de expresión. Estaba asustado, pero también excitado. Hacía una mueca de dolor cuando él le hacía daño, pero el resto del tiempo parecía receloso; como si quisiera disfrutar de lo que le estaba sucediendo, pero tuviese miedo de lo que iba a pasar a continuación.
Mientras mirábamos, Elaine y yo habíamos dejado de hacer comentarios, y su mano ya hacía mucho tiempo que se había apartado de mi muslo. Había algo en aquel espectáculo que asfixiaba cualquier razonamiento con tanta fuerza como el trozo de cinta blanca acallaba al chico.
Yo empezaba a tener un mal presentimiento sobre lo que estábamos viendo.
Mi aprensión se confirmó cuando el ritmo con el que la mujer de cuero montaba al chico aumentó.
– Venga -le apremió, casi sin aliento-. Hazle lo de los pezones.
El hombre de goma salió del encuadre; volvió con algo en las manos, que al principio no pude ver lo que era. Después me di cuenta de que se trataba de un utensilio de jardinería, uno de esos que se usan para podar los rosales.
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