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Elizabeth George: Sin Testigos

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Elizabeth George Sin Testigos

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En los últimos tres meses, ya son cuatro los cuerpos de jóvenes que la policía de Londres ha encontrado brutalmente mutilados, tras ser secuestrados y agredidos sexualmente. Ninguna de las tres primeras víctimas -chicos negros- ha podido ser identificada y New Scotland Yard ni siquiera había establecido relación entre las muertes hasta la aparición del último cadáver, un adolescente blanco intencionadamente dispuesto encima de una tumba. Ahora se sospecha que un asesino en serie está detrás de ellas. El caso cae en manos del comisario Thomas Lynley y su equipo. La investigación los conducirá a Coloso, una organización benéfica que se dedica a la reinserción de jóvenes problemáticos y marginales, y de la que podrían salir las víctimas del asesino en serie. Sin embargo, parece que Coloso esconde algo más que buenas intenciones y Lynley no sólo deberá lidiar con un complicado caso sino con la prensa y la opinión pública que no dudan en tildar a la policía de racista, ya que la mayoría de los chicos a los que Coloso ayuda son de raza negra.

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– ¿Qué dice la brigada de homicidios de la zona? ¿Hay algo en las cámaras de circuito cerrado?

– El aparcamiento no tiene cámaras -Lynley respondió la pregunta de Barbara-. Hay un cartel que advierte de que «puede» haber cámaras en las instalaciones. Pero es todo. Se supone que con eso cubren la seguridad.

– Éste fue en Quaker Street -prosiguió Hillier, señalando un tercer grupo de fotografías-. En un almacén abandonado cerca de Brick Lane. El 25 de noviembre. Y éste… -cogió el cuarto fajo y se lo entregó a Barbara- es el último. Lo encontraron en Saint George's Gardens. Hoy.

Barbara echó un vistazo a las últimas fotos. En ellas, el cuerpo de un adolescente yacía desnudo sobre una tumba cubierta de líquenes. La propia tumba descansaba sobre un césped no muy lejos de un sendero sinuoso. Más allá, una pared de ladrillo cercaba no un cementerio -como esperaría uno ante la presencia de la tumba-, sino un jardín. Después de la pared parecía haber una calle de casas bajas y detrás, un bloque de pisos.

– ¿Saint George's Gardens? -preguntó Barbara-. ¿Dónde está eso?

– Cerca de Russell Square.

– ¿Quién encontró el cuerpo?

– El vigilante que abre el parque todos los días. Nuestro asesino accedió por la verja de Handel Street. Estaba debidamente cerrada con una cadena, pero la rompió con unas tenazas. Abrió, entró en un vehículo, depositó el cuerpo en la tumba y se marchó. Se detuvo a enrollar la cadena en la verja para que quien pasara por delante no lo advirtiera.

– ¿Hay huellas de neumáticos en el jardín?

– Dos bastante buenas. Están sacando los moldes.

– ¿Testigos? -Barbara señaló los pisos que flanqueaban el jardín justo detrás de la calle de casas bajas.

– Hay agentes de la comisaría de Theobald's Road realizando el interrogatorio puerta por puerta.

Barbara se acercó todas las fotografías y colocó las de las cuatro víctimas en fila. Apreció al momento las diferencias -todas las importantes- entre el último chico muerto y los tres primeros. Todos eran jóvenes adolescentes que habían sido asesinados de forma idéntica, pero al contrario que las tres primeras, la última víctima no sólo estaba desnuda sino que llevaba una cantidad abundante de maquillaje: pintalabios, sombra de ojos, delineador y rímel embadurnaban su rostro. Además, el asesino había marcado su cuerpo rajándolo del esternón a la cintura y dibujándole con sangre un extraño símbolo circular en la frente. Sin embargo, el detalle político potencialmente más delicado tenía que ver con la raza: sólo la última víctima era blanca. De las tres primeras, una era negra y las otras dos eran claramente mestizas: negro y asiático, quizá, negro y filipino, negro y una mezcla de sabe Dios qué.

Al ver esa última característica, Barbara entendió por qué ni las portadas de los periódicos ni las televisiones habían cubierto la historia y, lo peor de todo, por qué no había oído hablar del caso en New Scotland Yard. Levantó la cabeza.

– Racismo institucionalizado. Es lo que van a decir, ¿no es así? Nadie en todo Londres, en ninguna de las comisarías implicadas, ¿verdad?, se ha dado cuenta siquiera de que esto es obra de un asesino en serie. Nadie ha cambiado impresiones. Este chico… -Barbara levantó la fotografía del joven negro-, quizá denunciaron su desaparición en Peckham. Quizá en Kilburn. O en Lewisham. O en cualquier otro lado. Pero no se deshicieron de su cuerpo donde vivía y de donde desapareció, ¿verdad?, así que la pasma de su distrito determinó que se había largado de casa, lo dejaron ahí, y no compararon su caso con un asesinato del que se informó en la jurisdicción de otra comisaría. ¿Es eso lo que ha pasado?

– Te harás cargo de la necesidad de actuar con delicadeza y de inmediato -dijo Hillier.

– Asesinatos baratos que apenas valía la pena investigar, sólo por la raza de la víctima. Así describirán los tres primeros casos cuando la historia salga a la luz. Los tabloides, los informativos de televisión y radio, todos los medios, joder.

– Queremos estar un paso por delante de esa descripción. A decir verdad, los tabloides, los periódicos serios, la radio y los informativos de las televisiones, si hubieran sabido lo que está pasando y no se preocuparan sólo de perseguir escándalos relacionados con famosos, el Gobierno y la maldita familia real, podrían haber destapado esa historia ellos mismos y habernos crucificado en sus portadas. Tal como están las cosas, no podrán afirmar que se trata de racismo institucionalizado porque hayamos sido incapaces de ver lo que ellos podrían haber visto y no han visto. Ten la seguridad de que cuando los responsables de prensa de cada comisaría emitieron la noticia de que se había hallado un cadáver, los medios consideraron que la historia no interesaba por la víctima: otro chico negro muerto más. Una noticia que no interesa. No valía la pena informar de ella. Provocaba indiferencia.

– Con todos los respetos, señor -señaló Barbara-, eso no va a impedir que ahora se pongan a rajar.

– Ya lo veremos. Ah. -Hillier esbozó una gran sonrisa cuando la puerta de su despacho volvió a abrirse-. Aquí está el caballero que esperábamos. ¿Ya te han arreglado todo el papeleo, Winston? ¿Ya podemos llamarte oficialmente sargento Nkata?

Aquella pregunta fue un mazazo inesperado para Barbara. Miró a Lynley pero éste se había levantado para saludar a Winston Nkata, que se detuvo tras cruzar la puerta. A diferencia de ella, Nkata se había vestido con el cuidado que lo caracterizaba normalmente: era todo pulcritud. Ante su presencia -ante la presencia de todos ellos, en realidad-, Barbara se sintió como Cenicienta antes de recibir la visita del Hada Madrina. Se puso en pie. Estaba a punto de hacer lo peor para su carrera, pero no vio otra salida… excepto salir de ahí, y eso decidió hacer.

– Winnie. Genial. Felicidades. No lo sabía -le dijo a su compañero, y luego a los otros dos policías de rango superior-: Acabo de recordar que debía devolver una llamada.

Y se marchó.

El comisario en funciones Thomas Lynley sintió una inequívoca necesidad de seguir a Havers. Al mismo tiempo, reconoció que sería más sabio permanecer donde estaba. Sabía que, a la larga, seguramente el mejor favor que podía hacerle era que al menos uno de los dos siguiera teniendo buenas relaciones con el subinspector Hillier.

Lo cual, por desgracia, no era fácil. El estilo de dirigir del subinspector se situaba, por lo general, en la frontera entre el maquiavelismo y el despotismo, y las personas racionales lo evitaban, si podían. El superior inmediato de Lynley, Malcolm Webberly, que llevaba algún tiempo de baja, había intercedido en favor de Lynley y Havers desde el día en que les asignó su primer caso. Ahora que Webberly no estaba en New Scotland Yard, le correspondía a Lynley reconocer qué era lo más conveniente.

La situación actual ponía a prueba la determinación de Lynley para ser imparcial en sus relaciones con Hillier. Hacía justo un momento, el subinspector podría haberle comunicado fácilmente el ascenso de Winston Nkata: en el mismo momento en que se había negado a restituir a Barbara Havers en su cargo.

– Quiero que dirijas esta investigación, Lynley -le había dicho Hillier con brusquedad-. Comisario en funciones… No puedo dársela a nadie más. Malcolm habría querido que te encargaras tú, de todos modos, así que reúne al equipo que necesites.

Lynley había atribuido erróneamente el laconismo del subinspector a la aflicción. El comisario Malcolm Webberly era cuñado de Hillier, después de todo, y la víctima de un intento de asesinato. No cabía duda de que Hillier se preocupaba por cómo se recuperaba del atropello y fuga que casi lo había matado.

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