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Elizabeth George: Sin Testigos

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Elizabeth George Sin Testigos

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En los últimos tres meses, ya son cuatro los cuerpos de jóvenes que la policía de Londres ha encontrado brutalmente mutilados, tras ser secuestrados y agredidos sexualmente. Ninguna de las tres primeras víctimas -chicos negros- ha podido ser identificada y New Scotland Yard ni siquiera había establecido relación entre las muertes hasta la aparición del último cadáver, un adolescente blanco intencionadamente dispuesto encima de una tumba. Ahora se sospecha que un asesino en serie está detrás de ellas. El caso cae en manos del comisario Thomas Lynley y su equipo. La investigación los conducirá a Coloso, una organización benéfica que se dedica a la reinserción de jóvenes problemáticos y marginales, y de la que podrían salir las víctimas del asesino en serie. Sin embargo, parece que Coloso esconde algo más que buenas intenciones y Lynley no sólo deberá lidiar con un complicado caso sino con la prensa y la opinión pública que no dudan en tildar a la policía de racista, ya que la mayoría de los chicos a los que Coloso ayuda son de raza negra.

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– Tiene un aspecto un poco raro -comentó.

– Muérdete la lengua. Aquí. Éste servirá. Tiene Raining in my Heart, que te aseguro que hará que te desmayes, y Rave On, que hará que quieras ponerte a bailar sobre la encimera. Esto, amiguita, es rock and roll. La gente seguirá escuchando a Buddy Holly dentro de cien años, te lo aseguro. En cambio, Nobuki…

– Nobanzi -la corrigió Hadiyyah pacientemente.

– La semana que viene habrán desaparecido. Caerán en el olvido mientras que el Más Grande seguirá sonando toda la eternidad. Esto, amiguita, sí es música.

Hadiyyah no parecía muy segura.

– Lleva unas gafas muy raras -observó.

– Sí, ya. Pero era la moda. Lleva siglos muerto. Un accidente de avión, por culpa del mal tiempo. Intentaba regresar a casa con su esposa embarazada. «Demasiado joven, -pensó Barbara-. Demasiada prisa.»

– Qué triste. -Hadiyyah miró la fotografía de Buddy Holly con ojos despiertos.

Barbara pagó la compra y arrancó el envoltorio. Sacó el CD y sustituyó a Nobanzi por Buddy Holly.

– Regálate los oídos con esto -le dijo, y cuando la música empezó a sonar, condujo a Hadiyyah de nuevo a la calle.

Como le había prometido, Barbara la llevó a varias tiendas donde las modas locales y efímeras abarrotaban los percheros y colgaban de las paredes. Grupitos de adolescentes gastaban dinero como si acabara de anunciarse que se acercaba el fin del mundo, y se parecían tanto todos entre sí que Barbara miró a su compañera y rezó para que Hadiyyah siempre mantuviera el aire de ingenuidad que hacía que fuera un verdadero placer estar con ella. Barbara no podía imaginársela transformada en una adolescente londinense con prisa por cumplir los dieciocho, un móvil pegado a la oreja, pintalabios y sombra de ojos coloreándole el rostro, unos vaqueros esculpiendo su pequeño trasero y unas botas destrozándole los pies. Y en absoluto imaginaba al padre de la pequeña permitiéndole salir a la calle así vestida.

Por su parte, Hadiyyah lo asimiló todo como un niño en su primera visita a un parque de atracciones, mientras Buddy Holly llovía en su corazón. Hasta que llegaron a Chalk Farm Road, donde la multitud era, si cabe, aún más densa, chillona e iba más adornada que en las tiendas de abajo, Hadiyyah no se quitó los auriculares y habló.

– A partir de ahora, quiero volver aquí todas las semanas -anunció-. ¿Vendrás conmigo, Barbara? Podría ahorrar todo mi dinero y podríamos comer y entrar en todas las tiendas. Hoy no podemos porque tendría que estar en casa antes de que llegue papá. Se enfadará si sabe adonde hemos ido.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– Pues porque tengo prohibido venir aquí -dijo Hadiyyah alegremente-. Papá dice que si alguna vez me ve en Camden High Street, me azotará hasta que no pueda sentarme. Tu nota no decía que veníamos aquí, ¿verdad?

Barbara maldijo para sus adentros. No había considerado las repercusiones de lo que para ella sólo era una excursión inocente a la tienda de discos. Por un momento, se sintió como si hubiera corrompido a los inocentes, pero se permitió sentirse aliviada al haber escrito una nota a Taymullah Azhar en la que sólo había empleado cuatro palabras, «La niña está conmigo», junto con su firma. Si pudiera confiar en la discreción de Hadiyyah… Aunque, por la emoción de la pequeña -pese a su intención de ocultar a su padre adonde había ido mientras éste hacía su recado-, Barbara tenía que admitir que era altamente improbable que fuera capaz de no contarle a Azhar lo bien que lo habían pasado en su aventura.

– No le he dicho exactamente dónde estaríamos -admitió Barbara.

– Oh, genial -dijo Hadiyyah-. Porque si lo supiera… No me gusta mucho que me azoten, Barbara. ¿Y a ti?

– ¿Crees que de verdad te…?

– Vaya, mira, mira -gritó Hadiyyah-. ¿Cómo se llama este sitio? Y huele de maravilla. ¿Están cocinando? ¿Podemos entrar?

«Este sitio» era el mercado de Camden Lock, al que habían llegado al ir camino a casa. Estaba a orillas del Grand Union Canal, y el aroma de los puestos de comida que había dentro las abordó en la acera. Dentro, y mezclándose con el sonido de la música raip que salía de una de las tiendas, podían distinguirse los ladridos de los vendedores de comida pregonando de todo, desde patatas asadas rellenas a pollo tikka másala.

– Barbara, ¿podemos entrar en este sitio? -Volvió a preguntar Hadiyyah-. Es tan especial. Y papá no lo sabrá nunca. No nos azotará. Te lo prometo, Barbara.

Barbara miró su rostro resplandeciente y supo que no podía negarle el simple placer de dar un paseo por el mercado. ¿Qué problema había, en realidad, en tomarse media hora más y fisgonear por entre las velas, el incienso, las camisetas y las bufandas? Podía distraer a Hadiyyah si pasaban cerca de la parafernalia de las drogas y los puestos de piercings. En cuanto al resto de lo que ofrecía el mercado de Camden Lock, era todo bastante inocente.

Barbara sonrió a su pequeña compañera.

– Qué diablos -dijo, encogiéndose de hombros-. Vamos.

Sin embargo, habían dado sólo dos pasos en la dirección deseada cuando a Barbara le sonó el móvil.

– Espera -le dijo Barbara a Hadiyyah y miró el número de llamada entrante. Cuando vio quién era, supo que era improbable que se tratara de una buena noticia.

– El juego está en marcha. -Era la voz del comisario en funciones, y encerraba una nota de tensión cuya fuente dejó clara al añadir-: Ve al despacho de Hillier en cuanto puedas.

– ¿Hillier? -Barbara se quedó mirando el móvil como si fuera un objeto extraño mientras Hadiyyah esperaba pacientemente a su lado, tocando con la punta del pie una grieta en la acera y observando la masa de gente que circulaba a su alrededor desplazándose de un mercado a otro-. No puede ser que el subinspector Hillier haya preguntado por mí.

– Tienes una hora -le dijo Lynley.

– Pero señor…

– El quería que fueran treinta minutos, pero lo hemos negociado. ¿Dónde estás?

– En el mercado de Camden Lock.

– ¿Puedes estar aquí dentro de una hora?

– Lo intentaré. -Barbara cerró la tapa del teléfono y lo guardó en el bolso-. Amiguita, tendremos que dejarlo para otro día -le dijo a la niña-. Me reclaman en Scotland Yard.

– ¿Por algo malo? -preguntó Hadiyyah.

– Quizá sí, quizá no.

Barbara esperaba que no. Esperaba que la reclamaran para poner fin a su periodo de castigo. Llevaba ya meses sufriendo la vergüenza del descenso de rango y cada vez que el nombre del subinspector sir David Hillier salía en la conversación no podía evitar anticipar el fin de lo que consideraba su ostracismo profesional.

Y ahora la requerían. La requerían en el despacho del subinspector Hillier. La requerían el propio Hillier y Lynley, quien Barbara sabía que había estado intercediendo para que le devolvieran el rango desde que se lo habían quitado.

Hadiyyah y ella volvieron casi trotando a Eton Villas. Se despidieron donde se dividía el camino de losa en la esquina de la casa. La niña le dijo adiós con la mano antes de colarse en el piso de la planta baja, donde Barbara vio que la nota que había dejado para el padre de la pequeña había desaparecido de la puerta. Concluyó que Azhar había regresado con la sorpresa para su hija, así que se dirigió a su casita para cambiarse deprisa de ropa.

La primera decisión que debía tomar -y rápido, porque ya habían pasado quince minutos de la hora que Lynley le había dicho que tenía después de volver corriendo de los mercados por Chalk Farm Road- era qué ponerse. Debía elegir algo que fuera profesional sin que delatara una estratagema obvia para ganarse la aprobación de Hillier. Unos pantalones y una chaqueta a juego conseguirían lo primero sin acercarse demasiado a lo segundo. Pantalones con chaqueta a juego, pues.

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