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Elizabeth George: Sin Testigos

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Elizabeth George Sin Testigos

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En los últimos tres meses, ya son cuatro los cuerpos de jóvenes que la policía de Londres ha encontrado brutalmente mutilados, tras ser secuestrados y agredidos sexualmente. Ninguna de las tres primeras víctimas -chicos negros- ha podido ser identificada y New Scotland Yard ni siquiera había establecido relación entre las muertes hasta la aparición del último cadáver, un adolescente blanco intencionadamente dispuesto encima de una tumba. Ahora se sospecha que un asesino en serie está detrás de ellas. El caso cae en manos del comisario Thomas Lynley y su equipo. La investigación los conducirá a Coloso, una organización benéfica que se dedica a la reinserción de jóvenes problemáticos y marginales, y de la que podrían salir las víctimas del asesino en serie. Sin embargo, parece que Coloso esconde algo más que buenas intenciones y Lynley no sólo deberá lidiar con un complicado caso sino con la prensa y la opinión pública que no dudan en tildar a la policía de racista, ya que la mayoría de los chicos a los que Coloso ayuda son de raza negra.

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La otra persona se río.

– Bueno, no hay problema si tú no quieres que lo haya.

Capítulo 1

La detective Barbara Havers se consideraba una persona afortunada: la entrada estaba libre. Había decidido realizar la compra semanal en coche en lugar de a pie, y eso siempre era arriesgado en una zona de la ciudad en la que cualquier persona que tuviera la suerte de encontrar un sitio para aparcar cerca de su casa se aferraba a él con la devoción de los recién redimidos a la fuente de su redención. Pero como sabía que tenía que comprar mucho y le estremecía la idea de volver penosamente bajo el frío desde el supermercado del barrio, optó por el transporte privado esperando lo mejor. Así que cuando se detuvo delante de la casa amarilla de estilo eduardiano tras la cual se encontraba su casita de una planta, ocupó el espacio de la entrada sin reparos. Escuchó cómo el motor de su Mini carraspeaba y se atragantaba al apagarlo y por decimoquinta vez aquel mes tomó nota mentalmente de llevar el coche a un mecánico que -rezaba por ello- no le pidiera un brazo, una pierna y su primer hijo para reparar lo que fuera que provocaba que eructara como un pensionista dispéptico.

Se bajó y echó el asiento hacia delante para coger la primera de las bolsas de plástico. Se colgó cuatro en los brazos y las estaba arrastrando fuera del coche cuando oyó que gritaban su nombre.

Alguien la llamaba.

– ¡Barbara! ¡Barbara! Mira lo que he encontrado en el armario.

Barbara se irguió y miró en la dirección de donde había salido la voz. Vio a la hija pequeña de su vecino sentada en el banco de madero curada que había delante del piso de la planta baja del edificio antiguo reformado. Se había quitado los zapatos y luchaba por ponerse unos patines en línea. «Parecen demasiado grandes», pensó Barbara. Hadiyyah sólo tenía ocho años, y no cabía duda de que los patines eran de adulto.

– Son de mamá -le informó Hadiyyah, como si le hubiera leído el pensamiento-. Los he encontrado en un armario, ya te lo he dicho. No me los he puesto nunca. Supongo que me quedarán grandes pero he metido paños de cocina dentro. Papá no lo sabe.

– ¿Lo de los paños? Hadiyyah se rió.

– ¡No! No sabe que los he encontrado.

– Quizá no debas utilizarlos.

– No estaban escondidos. Sólo estaban guardados. Hasta que mamá vuelva a casa, imagino. Está en…

– En Canadá, sí. -Barbara asintió-. Bueno, ten cuidado. A tu padre no le hará ni pizca de gracia si te caes y te abres la cabeza. ¿Tienes casco o algo así?

Hadiyyah bajó la cabeza, se miró los pies -un patín en uno y en el otro el calcetín- y lo pensó. – ¿Debo llevarlo?

– Por seguridad -le dijo Barbara-. Y también por respeto a los barrenderos. Así no quedan trocitos de cerebro esparcidos por la acera.

Hadiyyah puso los ojos en blanco. -Ya sé que lo dices en broma.

– Te juro que es verdad -dijo Barbara con la mano en el pecho-. ¿Y tu padre dónde está? ¿Hoy estás sola? -Abrió con el pie la verja que daba al camino de entrada a la casa y pensó en si debía hablar de nuevo con Taymullah Azhar sobre eso de dejar a su hija sola. Si bien era cierto que lo hacía en contadas ocasiones, Barbara le había dicho que estaría encantada de cuidar a Hadiyyah en su tiempo libre si Azhar tenía que reunirse con sus alumnos o supervisar alguna tarea en el laboratorio de la universidad. Hadiyyah era una niña sorprendentemente auto-suficiente pese a tener ocho años, pero al fin y al cabo seguía siendo eso: una niña de ocho años, y era más inocente que los críos de su edad, lo cual se debía en parte a una cultura que la protegía y también a la deserción de su madre inglesa, quien ya hacía casi un año que estaba «en Canadá».

– Ha ido a comprarme un regalo sorpresa -le informó Hadiyyah con toda naturalidad-. Cree que no lo sé, piensa que creo que ha ido a hacer un recado, pero sé qué está haciendo en verdad. Es porque se siente mal e imagina que yo me siento mal; no es así, pero quiere ayudarme a que me sienta mejor de todas formas. Así que ha dicho: «Voy a hacer un recado, kushi», y se supone que tengo que pensar que no es un regalo para mí. ¿Vienes del supermercado? ¿Puedo ayudarte, Barbara?

– Hay más bolsas en el coche si quieres ir a por ellas -le respondió Barbara.

Hadiyyah se bajó del banco y (con un patín puesto y otro no) se dirigió saltando hacia el Mini y sacó el resto de las bolsas. Barbara la esperó en la esquina de la casa.

– ¿Y a qué se debe la ocasión? -le preguntó Barbara cuando Hadiyyah se reunió con ella, subiendo y bajando sobre un patín.

Hadiyyah la siguió hasta el fondo de la propiedad donde, bajo una falsa acacia, la casita de Barbara (que parecía mucho más un cobertizo con delirios de grandeza) tenía trocitos de pintura verde descascarillada en un parterre estrecho necesitado de una siembra.

– ¿Eh? -preguntó Hadiyyah. Ahora que la tenía cerca, Barbara vio que la niña llevaba los cascos de un CD portátil alrededor del cuello y el propio aparato sujeto a la cintura de los vaqueros azules. Unas voces femeninas cantaban al son de una música indeterminada y metálica. Hadiyyah parecía no advertirlo.

– La sorpresa -dijo Barbara mientras abría la puerta de su casa-. Has dicho que tu padre había salido a comprarte una sorpresa.

– Ah, eso. -Hadiyyah entró con paso firme en la casa y dejó la carga sobre la mesa del comedor, donde el correo de varios días se mezclaba con cuatro ejemplares del Evening Standard, el cesto de la ropa sucia y una bolsa vacía de chuchos de crema. Todo aquello formaba un revoltijo poco atractivo que hizo fruncir el ceño significativamente a la pequeña, muy pulcra por lo general.

– No has ordenado tus cosas -la reprendió.

– Una observación muy perspicaz -murmuró Barbara-. ¿Qué hay de la sorpresa? Sé que no es tu cumpleaños.

Hadiyyah golpeó el suelo con el patín y pareció de pronto incómoda, una reacción totalmente insólita en ella. Barbara advirtió que hoy se había trenzado ella el pelo negro. La raya dibujaba una serie de zigzags, mientras que los lazos rojos al final de las trenzas estaban desiguales, uno dos centímetros más arriba que el otro.

– Bueno -dijo mientras Barbara comenzaba a vaciar la primera de las bolsas sobre la encimera de la cocina-, no me lo ha dicho exactamente, pero imagino que es porque lo ha llamado la señora Thompson.

Barbara reconoció el nombre de la maestra de Hadiyyah. Volvió la cabeza para mirar a la niña y levantó una ceja a modo de pregunta.

– Verás, hubo una merienda -le informó Hadiyyah-. Bueno, en realidad no era una merienda, pero lo llamaron así porque si hubieran dicho lo que era de verdad, todo el mundo se habría sentido demasiado avergonzado y nadie habría ido. Y querían que fuera todo el mundo.

– ¿Por qué? ¿Qué era en realidad?

Hadiyyah se apartó y comenzó a vaciar las bolsas que había traído del Mini. Informó a Barbara de que fue más bien un acto que una merienda, o más una reunión en realidad que un acto. Verás, la señora Thompson pidió a una mujer que fuera a hablarles de sus cuerpos y todas las niñas de la clase y todas sus mamas asistieron y después podían hacer preguntas y después de eso había naranjada y galletas y tarta. Así que la señora Thompson lo llamó merienda aunque en realidad nadie merendó. Hadiyyah, al no tener una mamá que pudiera acompañarla, se había abstenido de ir a la reunión. De ahí que la señora Thompson llamara a su padre porque, como había dicho, la intención era que todo el mundo asistiera.

– Papá dijo que habría ido -comentó Hadiyyah-. Pero habría sido terrible. Además, de todas formas Meagan Dobson ya me ha contado de qué hablaron. Cosas de chicas. Bebés. Chicos. La regla. -Puso cara de asco-. Ya sabes.

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