– ¿En qué punto de la investigación están en Brick Lane? -le preguntó a la inspectora Towers.
Ella meneó la cabeza y miró hacia las puertas de hierro forjado por las que había entrado Lynley. Este siguió su mirada y vio que empezaban a congregarse miembros de la prensa y la televisión, que se distinguían por las libretas, las grabadoras y las furgonetas de las que descargaban cámaras de vídeo. Un agente encargado de la prensa los dirigía hacia un lado.
– Según Hartell, Brick Lane no ha hecho una mierda, razón por la cual quiso marcharse de allí. Dice que es un problema endémico. Ahora bien, podría ser que tuviera un interés personal en manchar la reputación de su ex jefe, o podría ser que esos tipos se echaran a la bartola. En cualquier caso, tenemos que investigar. -Encorvó los hombros y se metió las manos enguantadas en los bolsillos del anorak. Señaló con la cabeza a la gente de la prensa-. Ni que decir tiene que esos de ahí van a hacer su agosto si se enteran de todo esto… Entre usted y yo, he pensado que sería mejor que pareciera que hay policías por todas partes rastreándolo todo.
Lynley la miró con cierto interés. Era evidente que no le interesaba la política, pero también estaba claro que era rápida de reflejos.
– Entonces, ¿está segura de lo que afirma el agente Hartell? -le pareció prudente preguntar a pesar de todo.
– Al principio no -admitió-. Pero me ha convencido bastante deprisa.
– ¿Cómo?
– No ha visto el cadáver tan de cerca como yo, pero me ha llevado aparte y me ha preguntado por las manos.
– ¿Las manos? ¿Qué pasa con las manos?
La inspectora lo miró.
– ¿No lo ha visto? Será mejor que venga conmigo, comisario.
A pesar de lo temprano que se despertó la mañana siguiente, Lynley vio que su mujer ya estaba levantada. La encontró en el lugar que iba a ser el cuarto de su hijo, donde el amarillo, el blanco y el verde eran los colores elegidos, una cuna y un cambiador constituían los muebles que les habían entregado por el momento, y fotografías recortadas de revistas y catálogos indicaban dónde iría colocado todo lo demás: un armario para guardar los juguetes aquí, una mecedora allí y una cómoda que todos los días movían del punto A al punto B. En su cuarto mes de embarazo, Helen no dejaba de cambiar de opinión sobre el cuarto de su hijo.
Estaba delante del cambiador, masajeándose la parte baja de la espalda. Lynley se acercó a ella y le apartó el pelo de la nuca para dejar un sitio desnudo para su beso. Ella se recostó en él.
– ¿Sabes, Tommy? Nunca imaginé que la paternidad inminente fuera un suceso tan político.
– ¿Eso crees? ¿Por qué?
Señaló la superficie del cambiador. Lynley vio que encima estaban los restos del envoltorio de un paquete. Era obvio que había llegado por correo el día anterior y Helen lo había abierto y había extendido el contenido sobre el cambiador. Consistía en prendas blancas para el bautizo de un bebé: faldón, chaquetita y gorrito. Lynley cogió el envoltorio postal de la caja. Vio el nombre y la dirección del remitente. Daphne Amalfini, leyó. Vivía en Italia: una de las cuatro hermanas de Helen.
– ¿Qué pasa? -dijo.
– Se están trazando las líneas de batalla. Detesto decírtelo, pero me temo que tendremos que posicionarnos pronto.
– Ah. Vale. ¿Supongo que esto…? -Lynley señaló la ropita recientemente desempaquetada.
– Sí. Lo manda Daphne. Con una nota bastante tierna, por cierto, pero está claro el mensaje que nos está enviando. Sabe que tu hermana debe de habernos enviado el traje de bautizo ancestral de la familia Lynley, al ser por ahora el único Lynley que va a reproducirse en la presente generación. Pero parece que Daphne piensa que cinco hermanas Clyde procreando como conejos es razón suficiente para que la ropa de la familia Clyde sea apropiada para el bautizo. No, no es eso. No es que sea apropiada para el bautizo. Más bien será el traje obligatorio para el bautizo. Todo esto es ridículo, lo sé, créeme, pero es de esos rollos familiares que acaba saliéndose de madre si no se sabe manejar correctamente. -Lo miró y le ofreció una sonrisa extravagante-. Es totalmente estúpido, ¿verdad? No puede compararse con lo que te enfrentas tú. ¿A qué hora llegaste anoche a casa? ¿Viste que te dejé la cena en la nevera?
– He pensado comérmela para desayunar, en realidad.
– ¿Pollo al ajillo para llevar?
– Bueno, quizá no.
– Entonces, ¿te gustaría aportar alguna sugerencia respecto a la ropa del bautizo? Y no sugieras que no bauticemos al niño, porque no quiero ser responsable de que a mi padre le dé un ataque.
Lynley pensó en la situación. Por un lado, la ropa de bautizo de su familia había guiado a la cristiandad a cinco generaciones de bebés Lynley, si no a seis, así que era una tradición usarlas.
Por otro lado, a decir verdad, empezaba a notarse que cinco o seis generaciones de bebés Lynley habían llevado esa ropa. Y aún por otro lado -imaginando que esta cuestión pudiera tener tres lados-, todos los niños de las cinco hermanas Clyde habían llevado la ropa más reciente de la familia Clyde y, por lo tanto, se estaba iniciando una tradición que sería bonito mantener. Así que… ¿Qué debían hacer?
Helen tenía razón. Era justo la clase de situación idiota que sacaba de quicio a todo el mundo. Hacía falta encontrar una solución diplomática.
– Podemos decir que Correos perdió los dos paquetes -propuso Lynley.
– No tenía ni idea de que fueras un cobarde moral. Tu hermana ya sabe que el suyo ha llegado y, de todos modos, yo miento fatal.
– Pues te dejo que idees una solución salomónica.
– Sería una buena posibilidad, ya que lo mencionas -observó Helen-. Cogemos las tijeras y cortamos con cuidado cada traje por la mitad. Luego aguja e hilo, y todo el mundo contento.
– E inauguramos otra tradición por si fuera poco.
Contemplaron los dos trajes de bautizo y luego se miraron. Helen tenía una mirada maliciosa. Lynley se rió.
– No nos atreveremos -dijo-. Encontrarás una solución, como sólo tú puedes hacerlo.
– ¿Dos bautizos, entonces?
– Vas por buen camino.
– ¿Y tú adonde vas? Te has levantado temprano. Nuestro Jasper Félix me ha despertado con sus ejercicios gimnásticos ahí dentro. ¿Tú qué excusa tienes?
– Me gustaría frenar a Hillier si puedo. El departamento de prensa va a convocar una reunión con los medios de comunicación, y Hillier quiere que Winston esté presente, justo a su lado. No podré convencerle de que no lo haga, pero al menos espero conseguir que sea discreto.
Mantuvo esa esperanza durante todo el trayecto hasta New Scotland Yard. Sin embargo, una vez allí, pronto vio que fuerzas superiores incluso al subinspector Hillier habían entrado en juego; Stephenson Deacon, jefe del departamento de prensa y hombre decidido a justificar su trabajo actual y posiblemente toda su carrera, había hecho grandes planes. Y lo hacía orquestando la primera reunión del subinspector con la prensa, que al parecer no sólo contaba con la presencia de Winston Nkata al lado de Hillier, sino también con una tarima delante de una lona con la bandera del Reino Unido cerca, drapeada ingeniosamente, así como informes detallados para la prensa con una cantidad mareante de desinformación. Al fondo de la sala de conferencias, alguien también había dispuesto una mesa que tenía toda la pinta de estar destinada a un refrigerio.
Lynley examinó todo esto con tristeza. Cualquier esperanza que albergara de convencer a Hillier para que enfocara el caso de un modo más sutil se había perdido del todo. Ahora, la Dirección de Asuntos Públicos estaba metida, y esa división de la policía metropolitana informaba no al subinspector Hillier sino a su superior, el ayudante del inspector jefe. Los subordinados -Lynley entre ellos- pasaban a ser una pieza más del vasto engranaje de las relaciones públicas. Lynley se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era proteger tanto como pudiera a Nkata de la atención de los medios.
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