Elizabeth George - Sin Testigos

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En los últimos tres meses, ya son cuatro los cuerpos de jóvenes que la policía de Londres ha encontrado brutalmente mutilados, tras ser secuestrados y agredidos sexualmente. Ninguna de las tres primeras víctimas -chicos negros- ha podido ser identificada y New Scotland Yard ni siquiera había establecido relación entre las muertes hasta la aparición del último cadáver, un adolescente blanco intencionadamente dispuesto encima de una tumba. Ahora se sospecha que un asesino en serie está detrás de ellas.
El caso cae en manos del comisario Thomas Lynley y su equipo. La investigación los conducirá a Coloso, una organización benéfica que se dedica a la reinserción de jóvenes problemáticos y marginales, y de la que podrían salir las víctimas del asesino en serie. Sin embargo, parece que Coloso esconde algo más que buenas intenciones y Lynley no sólo deberá lidiar con un complicado caso sino con la prensa y la opinión pública que no dudan en tildar a la policía de racista, ya que la mayoría de los chicos a los que Coloso ayuda son de raza negra.

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Deborah levantó la cabeza y lo pilló observándola.

– ¿Qué? -dijo.

– Te quiero -le dijo Lynley con franqueza-. No igual que antes. Pero ahí está.

Sus rasgos se suavizaron.

– Yo también te quiero, Tommy. Hemos pasado a otro nivel, ¿verdad? Estamos en un territorio nuevo, pero aun así nos resulta familiar.

– Exactamente.

Entonces oyeron unos pasos en el pasillo, y su naturaleza irregular identificó al marido de Deborah, que apareció en la puerta del comedor con un fajo de grandes fotografías en las manos.

– Tommy, hola. No te he oído llegar -dijo.

– Peach no está -dijeron Deborah y Lynley a la vez y se echaron a reír afablemente.

– Sabía que ese perro servía para algo. -Simón St. James se acercó a la mesa y dejó las fotografías encima-. No ha sido una elección fácil -le dijo a su mujer

St. James se refería a las fotografías que, por lo que Lynley podía ver, tenían todas el mismo tema: un molino de viento en un paisaje formado por un campo, árboles y laderas al fondo y, en primer plano, una cabaña medio en ruinas.

– ¿Puedo…? -preguntó y, cuando Deborah asintió con la cabeza, miró las fotografías con más detenimiento. Vio que la exposición era un poco distinta en cada una, pero lo extraordinario era el modo en que el fotógrafo había logrado captar todas las variaciones de luces y sombras sin perder la definición de ningún tema.

– Me gusta esa en la que realzas la luz de la luna sobre las aspas del molino -le dijo St. James a su mujer.

– A mí también me parece la mejor. Gracias, cariño. Siempre eres mi mejor crítico. -Deborah acabó con el lazo y le pidió ayuda a Lynley con el celo. Cuando acabó, retrocedió unos pasos para admirar su trabajo, tras lo cual cogió un sobre sellado que estaba en un aparador y lo colocó en su sitio en el paquete. Se lo entregó a Lynley y le dijo-: Con todo nuestro cariño más sincero, Tommy.

Lynley sabía el camino que había recorrido Deborah para ser capaz de pronunciar esas palabras. Tener un hijo propio era algo que le había sido negado. No sería tarea fácil para ella celebrar la futura alegría de otra persona.

– Gracias. -Vio que la voz le salía más ronca de lo normal-. A los dos.

Hubo un momento de silencio entre ellos, que St. James rompió:

– Creo que esto merece una copa -dijo alegremente.

Deborah dijo que iría con ellos en cuanto hubiera arreglado el desorden del comedor. St. James condujo a Lynley a su estudio, que estaba al final del pasillo y daba a la calle. Lynley cogió el maletín de la entrada y en su lugar dejó el paquete envuelto. Cuando se reunió con su viejo amigo, St. James estaba en el mueble-bar que había debajo de la ventana, con una licorera en la mano.

– ¿Jerez? -le preguntó-. ¿O whisky?

– ¿Ya te has acabado el Lagavulin?

– Es demasiado difícil de conseguir. Me estoy controlando.

– Te echaré una mano.

St. James sirvió dos whiskys y añadió un jerez para Deborah, que dejó en el mueble-bar. Se acercó a Lynley, que estaba junto a la chimenea, y se acomodó en uno de los dos viejos sillones de piel que había a un lado del fuego, un movimiento difícil para él, debido al aparato ortopédico que llevaba hacía años en la pierna izquierda.

– He comprado el Evening Standard esta tarde. Parece un asunto desagradable, Tommy, si he leído bien entre líneas -le dijo.

– Así que sabes por qué he venido.

– ¿Quién trabaja contigo en el caso?

– Los sospechosos habituales. Ando tras una autorización para añadir gente al equipo. Hillier me la dará, a regañadientes, pero ¿qué otra opción le queda? Necesitaríamos cincuenta agentes, pero con suerte acabaremos teniendo treinta. ¿Nos ayudarás?

– ¿Esperas que Hillier autorice mi participación?

– Me da la sensación de que te recibirá con los brazos abiertos. Necesitamos tu pericia, Simón, y el departamento de prensa estará encantado con que Hillier anuncie a los medios la participación de un científico forense independiente. Simón Allcourt St. James, ex miembro de la policía metropolitana, ahora perito, profesor universitario, conferenciante, etcétera. Justo el tipo de cosa que sirve para recuperar la confianza de la gente. Pero no te sientas presionado.

– ¿Qué haría? Mis días de investigar escenas del crimen quedan lejos. Y Dios quiera que no tengáis más.

– Serías nuestro asesor. No voy a mentirte: afectará a todos tus otros trabajos. Pero intentaría consultarte lo mínimo.

– Déjame ver lo que tienes, entonces. ¿Has traído copias de todo?

Lynley abrió el maletín y le entregó lo que había conseguido antes de irse de Scotland Yard. St. James dejó los papeles a un lado y examinó las fotografías. Silbó silenciosamente:

– ¿No pensaron en un asesino en serie de inmediato? -le preguntó a Lynley cuando por fin levantó la cabeza.

– Veo que entiendes el problema.

– Pero todos tienen las marcas de un ritual. Sólo las manos quemadas…

– Sólo en las últimas tres víctimas.

– Aun así, con las similitudes que hay en la colocación de los cuerpos es como ir pregonando que se trata de asesinatos en serie.

– Respecto al último… – ¿el cuerpo de Saint George's Gardens?-, la jefa de la comisaría local lo catalogó de asesinato en serie al instante.

– ¿Y los demás?

– Cada cuerpo apareció en una jurisdicción distinta. En todos los casos, parece que la policía siguió los trámites de una investigación, pero también parece que no tuvieron ningún problema en calificarlas de muertes aisladas. Asesinatos relacionados con guerras entre bandas por la raza de las víctimas y por el estado de los cadáveres, marcados de algún modo con la firma de una banda, como advertencia para las otras.

– Eso son chorradas.

– No los excuso.

– Qué pesadilla para las relaciones públicas de la Met.

– Sí. ¿Nos ayudarás?

– ¿Puedes acercarme la lupa de la mesa? Está en el cajón de arriba.

Lynley lo hizo. Dentro de una bolsa de gamuza había una lupa, se la llevó a su amigo y lo observó mientras estudiaba las fotografías de los cadáveres con más detenimiento. Dedicó la mayor parte del tiempo al crimen más reciente y examinó largamente el rostro de la víctima antes de hablar. Incluso entonces, pareció que hablaba más consigo mismo que con Lynley.

– La incisión en el abdomen que presenta el último cuerpo es post mórtem, obviamente -dijo-. Pero ¿las quemaduras de las manos…?

– Se las hizo antes de que muriera -Lynley asintió.

– Es muy interesante, ¿verdad? -St. James alzó la vista un momento, pensativo, la mirada perdida en la ventana, antes de examinar la víctima número cuatro otra vez-. No es un experto manejando el cuchillo. No vaciló sobre dónde cortar, pero le sorprendió descubrir que no era fácil.

– Entonces no se trata de un estudiante de medicina ni de un médico.

– No lo creo.

– ¿Qué clase de instrumento usó?

– Le bastó con un cuchillo muy afilado. Un cuchillo de cocina, quizá. Eso y una fuerza considerable, dado todos los músculos abdominales afectados. Y crear esta abertura… No pudo ser fácil. Es bastante fuerte.

– Ha arrancado el ombligo, Simón. En el último cuerpo.

– Qué horror -admitió St. James-. Se diría que ha realizado la incisión sólo para obtener la sangre suficiente para hacerle la marca en la frente, pero arrancar el ombligo descarta esta teoría, ¿no crees? ¿Qué piensas de la marca de la frente, por cierto?

– Obviamente, es un símbolo.

– ¿La firma del asesino?

– Diría que sí, en parte. Pero es más que eso. Si todo el crimen forma parte de un ritual…

– Y es lo que parece, ¿verdad?

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