Elizabeth George - Sin Testigos

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En los últimos tres meses, ya son cuatro los cuerpos de jóvenes que la policía de Londres ha encontrado brutalmente mutilados, tras ser secuestrados y agredidos sexualmente. Ninguna de las tres primeras víctimas -chicos negros- ha podido ser identificada y New Scotland Yard ni siquiera había establecido relación entre las muertes hasta la aparición del último cadáver, un adolescente blanco intencionadamente dispuesto encima de una tumba. Ahora se sospecha que un asesino en serie está detrás de ellas.
El caso cae en manos del comisario Thomas Lynley y su equipo. La investigación los conducirá a Coloso, una organización benéfica que se dedica a la reinserción de jóvenes problemáticos y marginales, y de la que podrían salir las víctimas del asesino en serie. Sin embargo, parece que Coloso esconde algo más que buenas intenciones y Lynley no sólo deberá lidiar con un complicado caso sino con la prensa y la opinión pública que no dudan en tildar a la policía de racista, ya que la mayoría de los chicos a los que Coloso ayuda son de raza negra.

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– Sé lo que significa esa cara -le dijo Havers a Lynley, pero es imposible que pueda hacerlo sola. ¿Más de mil quinientos nombres? Cuando los haya revisado todos, este tipo ya… -Señaló con la cabeza las fotografías colgadas en el tablero-. Ya se habrá cargado a otros siete.

– Tendrás ayuda -dijo Lynley-. ¿John? Que más agentes se pongan con esto -le dijo a Stewart-. Asigna la mitad de los teléfonos a comprobar si estos chicos han aparecido desde que desaparecieron, y que la otra mitad de los agentes mire si alguno de los cadáveres se corresponde con las descripciones del papeleo, cualquier dato remotamente posible que pueda permitirnos relacionar un nombre con un cuerpo. ¿Qué dice Antivicio del cadáver más reciente? ¿Ha dicho algo la comisaría de Theobald's Road sobre el chico de Saint George's Gardens? ¿Y la de King's Cross? ¿Y la de Tolpuddle Street?

El detective Stewart cogió una libreta.

– Según Antivicio, la descripción no coincide con ningún chico que se haya dedicado a la prostitución últimamente. Entre los habituales, no ha desaparecido nadie. De momento.

– Consulta también con las brigadas de antivicio de las comisarías donde se hallaron los otros cuerpos -le dijo Lynley a Havers-. A ver si encuentras una correspondencia con alguien cuya desaparición se denunciara allí. -Fue hacia el tablero, donde miró las fotos de la víctima más reciente. John Stewart se unió a él. Como siempre, el detective era una combinación de energía nerviosa y obsesión por los detalles. La libreta que llevaba estaba abierta por un esquema que había hecho utilizando varios colores cuyo significado sólo conocía él.

– ¿Qué nos han dicho los del otro lado del río? -le preguntó Lynley.

– Aún nada -dijo Stewart-. He consultado con Dee Harriman no hará ni diez minutos.

– Tienen que analizarnos el maquillaje que llevaba el chico, John. A ver si podemos averiguar el fabricante. Podría ser que nuestra víctima no se maquillara él mismo. Si así fuera y si el maquillaje no es de los que puede comprarse en todos los Boots de la ciudad, el punto de venta podría llevarnos en la dirección correcta. Mientras tanto, comprueba las salidas recientes de la cárcel y de los hospitales mentales. También de todos los centros de menores que haya en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Ten presente que esto funciona en las dos direcciones.

– ¿En las dos direcciones? -Stewart levantó la vista de su escritura frenética.

– Nuestro asesino podría haber salido de uno. Pero también nuestras víctimas. Y hasta que tengamos identificados a los cuatro chicos, no sabremos exactamente a qué nos enfrentamos, excepto lo que ya es obvio.

– A un cabrón enfermo.

– Hay suficientes pruebas en el último cuerpo como para dar fe de ello -asintió Lynley. Su mirada se posó sobre esas pruebas justo al pronunciar aquellas palabras, como si se hubiera sentido atraído hacia ellas sin quererlo: la larga incisión post mórtem en el torso, el símbolo dibujado con sangre en la frente, el ombligo arrancado y lo que no vieron ni fotografiaron hasta que movieron el cuerpo por primera vez: las palmas de las manos quemadas tan a conciencia que la carne estaba negra.

Desvió la mirada hacia la lista de tareas que ya había asignado la larga noche anterior al crear el equipo: había hombres y mujeres llamando a las puertas de las inmediaciones de los lugares donde se habían hallado cada uno de los tres primeros cuerpos; también había agentes estudiando detenciones previas para ver si se había registrado algún delito menor que llevara el sello de una conducta agresiva que pudiera desembocar en asesinatos como los que ahora tenían entre manos. Todo eso estaba bien, pero también había que investigar el taparrabos que vestía el último cuerpo, ocuparse de la bicicleta y las piezas de plata que se habían dejado en la escena, triangular y analizar todas las escenas de los crímenes, comprobar a todos los delincuentes sexuales y sus coartadas y examinar el resto del país para ver si había asesinatos similares sin resolver. Sabían que ellos tenían cuatro, pero existía la posibilidad de que tuvieran catorce. O cuarenta.

En aquellos momentos, había dieciocho detectives y seis agentes trabajando en el caso, pero Lynley sabía sin género de dudas que iban a necesitar más. Sólo había un modo de conseguirlos.

A sir David Hillier, pensó Lynley con sarcasmo, la idea iba a encantarle y molestarle por igual. Estaría contentísimo de poder anunciar a la prensa que treinta agentes más trabajaban en el caso. Pero le fastidiaría muchísimo tener que autorizar las horas extras para todos ellos.

Sin embargo, aquélla era la suerte de Hillier en la vida. Así eran las desventajas de la «ambicicletaón».

La tarde siguiente, Lynley ya había recibido del S07 las autopsias completas de las tres primeras víctimas y la información preliminar post mórtem del asesinato más reciente. Sumó los datos a un grupo más de fotografías de las cuatro escenas del crimen.

Guardó el material en el maletín, se dirigió al coche y se marchó de Victoria Station envuelto en una neblina poco densa que venía del Támesis. El tráfico se detenía y avanzaba, pero cuando por fin llegó a Millbank, contempló el río… o lo que podía ver de él, que prácticamente sólo era el muro construido a lo largo de la acera y las viejas farolas de hierro que iluminaban la penumbra.

Giró a la derecha cuando llegó a Cheyne Walk, donde encontró un sitio para aparcar que dejó libre alguien que se iba del King's Head and Eight Bells al final de Cheyne Row. De ahí a la casa que había en la esquina de esa calle con Lordship Place había poco. Al cabo de cinco minutos tocaba el timbre.

Esperó el ladrido de un teckel de pelo largo muy protector, pero no lo oyó. Le abrió la puerta una mujer alta y pelirroja con unas tijeras en una mano y un ovillo de cinta amarilla en la otra. Se le iluminó el rostro cuando lo vio.

– ¡Tommy! -dijo Deborah St. James-. Llegas en el momento perfecto. Necesitaba ayuda y aquí estás.

Lynley entró en la casa, se quitó el abrigo y dejó el maletín junto al paragüero.

– ¿Qué clase de ayuda? ¿Dónde está Simón?

– Ya me está haciendo otra cosa. Y a los maridos no se les puede pedir mucha ayuda si no quieres que se larguen con la fulana de turno del pub.

Lynley sonrió.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Acompáñame.

Lo llevó al comedor, donde estaba encendida una vieja araña de bronce que colgaba sobre una mesa llena de materiales para envolver regalos.

Una gran caja estaba ya alegremente empaquetada, y parecía que Lynley había sorprendido a Deborah diseñando un complicado lazo para rematarla.

– Esto no es mi fuerte -dijo Lynley.

– Tranquilo, ya está todo planeado -le informó Deborah-. Sólo tendrás que pasarme el celo y presionar donde te indique. No puedes hacerlo mal. He empezado con el amarillo, pero quiero añadir verde y blanco.

– Son los colores que Helen ha escogido… -Lynley se detuvo-. ¿Es para ella? ¿Para nosotros, por casualidad?

– Qué vulgar eres, Tommy -dijo Deborah-. No pensaba que fueras de los que intentan sonsacar información sobre un regalo. Toma, coge el lazo. Voy a necesitar tres tiras de un metro cada una. ¿Qué tal el trabajo, por cierto? ¿Por eso has venido? Imagino que querías ver a Simón.

– Con Peach me bastará. ¿Dónde está?

– Paseando -dijo Deborah-. No le apetecía por el tiempo. La ha sacado papá, pero imagino que estarán peleando por ver quién pasea a quién. ¿No los has visto?

– Ni rastro.

– Entonces, será que Peach ha ganado. Imagino que estarán en el pub.

Lynley miró cómo Deborah enrollaba las tiras de cinta las unas con las otras. Estaba concentrada en su diseño, lo que le dio la oportunidad de concentrarse en ella, su ex amante, la mujer que debía haber sido su esposa. Se había encontrado cara a cara con un asesino hacía poco y aún no tenía curados del todo los puntos que le cosían la cara. Una cicatriz le recorría la mandíbula y, típico de Deborah (que siempre había sido una mujer carente de vanidad), no hacía nada por ocultarla.

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