– ¡He de…! -gritó-. ¡Dadme algo que hacer! -Las últimas palabras fueron un aullido lastimero.
Julian comprendió que había llegado al límite. Necesitaban un médico. Fue a telefonear a uno. Habría podido encargar la tarea al dúo de Grindleford, pero se dio cuenta de que la decisión de llamar a un médico le alejaría del dormitorio de Nan y Andy, un espacio repentinamente tan asfixiante que le robaría el aliento antes de que transcurriera un minuto más.
Por lo tanto, bajó la escalera y pidió el teléfono. Llamó a un médico. Y por fin llamó a Broughton Manor y habló con su prima.
Pertinentes o no, las preguntas de Samantha eran lógicas. Julian no había vuelto a casa a dormir, como lo probaba su ausencia a la hora del desayuno. Ya era mediodía. Le estaba pidiendo que asumiera una de sus responsabilidades. Por lo tanto, ella quería saber qué había ocurrido para impulsarle a adoptar comportamientos tan peculiares como misteriosos.
No quería decírselo. No podía hablar con ella sobre la muerte de Nicola en aquel momento.
– Se ha producido una emergencia en Maiden Hall, Samantha -dijo-. Tengo que quedarme. ¿Te encargarás de los cachorros?
– ¿Qué clase de emergencia?
– Venga, Samantha… ¿Quieres hacerme este favor?
Su amada Cass había parido hacía poco, y era preciso cuidar tanto de la madre como de los cachorros.
Samantha conocía la rutina. Le había visto llevarla a cabo con mucha frecuencia. No le estaba pidiendo, en consecuencia, algo imposible, ni siquiera desacostumbrado o ignoto. Pero cada vez estaba más claro que ella no cedería hasta saber por qué se lo pedía.
– Nicola ha desaparecido -dijo Julian-. Sus padres están muy nerviosos. Me necesitan aquí.
– ¿Qué quieres decir con «ha desaparecido»?
Un «chop» puntuó la frase. Debía de estar ante la encimera de madera situada bajo la ventana alta hasta el techo de la cocina, donde generaciones de cuchillos dedicados a cortar hortalizas habían dejado profundas huellas en el roble.
– Ha desaparecido. El martes se fue de excursión y no regresó anoche, tal como estaba previsto.
– Lo más probable es que se encontrara con alguien -sugirió Samantha con su sentido práctico-. El verano aún no ha terminado. Hay miles de personas que todavía deambulan por los Picos. De todos modos, ¿cómo es posible que haya desaparecido? ¿No teníais una cita?
– Ésa es la cuestión -dijo Julian-. Teníamos una cita, pero no estaba cuando fui a buscarla.
– Muy propio de ella -señaló Samantha.
Lo cual dio ganas a Julian de darle un puñetazo en su cara pecosa.
– Maldita sea, Samantha.
Ella debió de advertir que estaba a punto de perder la calma.
– Lo siento -dijo-. Lo haré. ¿Qué perra?
– La única que ha dado a luz hace poco. Cass.
– De acuerdo. -Otro «chop»-. ¿Qué le digo a tu padre?
– No hace falta decirle nada -respondió Julian. Lo último que necesitaba o deseaba era que Jeremy Britton se pusiera a pensar en el asunto.
– Bien, supongo que no vendrás a comer, ¿verdad? -La pregunta estaba impregnada de aquel tono particular que bordeaba la acusación: una mezcla de impaciencia, decepción e irritación-. Tu padre preguntará por qué no has venido a comer, Julian.
– Dile que me han convocado para una misión de rescate.
– ¿En plena noche? Una operación de rescate no explica tu ausencia a la hora del desayuno.
– Si papá estaba como una cuba, como suele suceder, tal como habrás observado, dudo que notara mi ausencia a la hora del desayuno. Si está en condiciones de darse cuenta de que no estoy presente en la comida, dile que Rescate de Montaña me llamó a media mañana.
– ¿Cómo? Si no estabas aquí para recibir la llamada…
– Joder, Samantha, ¿quieres olvidarte de la condenada lógica? Me da igual lo que le digas. Solo ocúpate de los cachorrillos, ¿de acuerdo?
Los «chops» cesaron. La voz de Samantha cambió. Su acritud desapareció para dar paso a las disculpas, la doblez y un tono ofendido.
– Solo intento hacer lo mejor para la familia.
– Lo sé. Lo siento. Eres un verdadero apoyo, y no saldría adelante sin ti. De veras.
– Me alegro de hacer todo lo posible.
Pues haz esto sin convertirlo en un caso para los tribunales, pensó Julian. En cambio, dijo:
– El historial de los perros está en el cajón de arriba de mi escritorio del despacho, no en el de la biblioteca.
– El escritorio de la biblioteca se vendió en subasta -le recordó Samantha. Esta vez, Julian recibió el mensaje subliminal. La situación económica de la familia Britton era peligrosa. ¿Deseaba Julian comprometerla todavía más, dedicando su tiempo y energías a otra cosa que no fuera la rehabilitación de Broughton Manor?
– Sí. Por supuesto. Claro -dijo-. Trata bien a Cass. Querrá proteger a la carnada.
– Creo que a estas alturas ya me conoce bien.
¿De veras llegamos a conocer a alguien?, se preguntó Julian. Colgó. Poco después llegó el médico. Quiso administrar un sedante a Nan Maiden, pero la mujer no lo consintió. De ninguna manera, si eso significaba dejar que Andy se enfrentara solo a las terribles primeras horas de dolor. El médico extendió una receta, que una de las mujeres de Grindleford fue a buscar a la farmacia más cercana, en Hathersage. Julian y la segunda mujer de Grindleford se quedaron para custodiar Maiden Hall.
Fue un esfuerzo titánico. Había huéspedes que aguardaban la comida, así como turistas que habían visto el letrero del restaurante en la carretera del desfiladero y seguido el serpenteante camino con la esperanza de comer decentemente. Las camareras no tenían experiencia en la cocina, y las chicas del servicio tenían que hacer las habitaciones. Por lo tanto, Julian y sus acolitas de Grindleford tuvieron que sustituir a Andy y Nan Maiden en sus quehaceres habituales: bocadillos, sopa, fruta fresca, salmón ahumado, paté, ensaladas… Julian descubrió al cabo de cinco minutos que las circunstancias le superaban, y solo después de escuchar la sugerencia de que era preciso llamar a Christian-Louis, nada más dejar caer una bandeja de salmón ahumado, comprendió que existía una alternativa a la tarea de intentar capitanear el buque en solitario.
Christian-Louis llegó farfullando algo en un francés incomprensible. Expulsó a todo el mundo de su cocina sin más ceremonias. Un cuarto de hora después, Andy Maiden regresó.
– ¿Y Nan? -preguntó a Julian. Su palidez estaba mucho más acentuada que antes.
– Arriba. -Julian intentó leer la respuesta antes de formular la pregunta. De todos modos, la hizo-: ¿Qué puedes decirme?
La respuesta de Andy fue dar media vuelta y empezar a subir la escalera con paso cansado. Julian le siguió.
El hombre no fue a la habitación que compartía con su esposa, sino que entró en el cubículo anexo, una parte del desván reconvertida en una combinación de estudio y guarida. Se sentó ante un antiguo escritorio de caoba. Contaba con una tapa de secreter, que bajó y convirtió en una superficie para escribir. Estaba sacando un rollo de pergamino de una de las tres gavetas, cuando Nan entró.
Nadie se había atrevido a aconsejarle que se lavara o cambiara, de modo que tenía las manos sucias y las rodilleras de los pantalones cubiertas de tierra. Llevaba el cabello tan desaliñado como si se lo hubiera mesado.
– ¿Qué? -dijo-. Dime, Andy, ¿qué ha pasado?
Andy alisó el rollo sobre la tapa del secreter. Sujetó el extremo superior con una Biblia y el inferior con el brazo izquierdo.
– ¿Andy? -repitió Nan-. Cuéntame. Di algo.
Él cogió una goma de borrar, roma y marcada con los restos ennegrecidos de cientos de borraduras anteriores. Se inclinó sobre el rollo. Y cuando se movió, Julian pudo ver que el rollo contenía un árbol genealógico. En la parte superior estaban impresos los apellidos Maiden y Llewelyn, con fecha de 1722. En la parte inferior se leían los nombres Andrew, Josephine, Mark y Philip, emparejados con los nombres de sus esposas, y debajo aparecían sus descendientes. Solo había un nombre debajo de Andrew y Nancy Maiden, aunque quedaba espacio para el marido de Nicola, y tres pequeñas líneas que partían del nombre de Nicola indicaban las esperanzas de Andy en el futuro de su familia inmediata. Carraspeó. Daba la impresión de estar estudiando la genealogía desplegada ante él. O tal vez solo se estaba armando de valor. Porque al instante siguiente borró las líneas reservadas a la generación futura. Luego, cogió una pluma, la mojó en un tintero y empezó a escribir debajo del nombre de su hija. Formó dos pulcros paréntesis. Dentro dibujó la letra «f». Y a continuación, escribió el año.
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