Elizabeth George - El Peso De La Culpa

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Parece que Asuntos Internos va a dejar de investigar de una vez por todas a la brillante, pero indisciplinada detective Barbara Havers. Tras una suspensión temporal como policía, Havers regresa al trabajo a las órdenes del lúcido Inspector Lynley en un extraño caso: el hallazgo de dos jóvenes en un bosque, con signos visibles de haber sufrido una cruenta muerte. Un asesinato de especial virulencia que abre una puerta hacia las oscuras y poderosas alteraciones de la psique humana. Un sórdido espacio en el que el sexo deviene en sadomasoquismo, y el pasado se adentra en la cara odiosa de una doble vida.

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Hanken leyó el nombre y la dirección del propietario de la moto, y entonces comprendió que los detectives de Londres iban a convertirse en un regalo del cielo. Porque la dirección era de Londres, y utilizar a Lynley o a Nkata para ocuparse de la conexión con Londres le ahorraría efectivos humanos. En estos tiempos de recortes presupuestarios y el tipo de contabilidad que le hacía gritar «no soy un jodido contable, por el amor de Dios», desplazar a alguien de la localidad era una maniobra que debía ser justificada hasta en la Cámara de los Lores. Hanken no tenía tiempo para esas memeces. Los londinenses las hacían innecesarias.

– La moto está registrada a nombre de un tal Terence Cole -les dijo.

Según la Dirección de Tráfico de Swansea, el tal Terence Cole vivía en Chart Street, en Shoreditch. Y si a uno de los detectives de Scotland Yard no le importaba ocuparse de esa conexión, le enviaría de inmediato a Londres para encontrar a alguien en dicha dirección capaz de identificar al segundo cadáver hallado en Nine Sisters Henge.

Lynley miró a Nkata.

– Tendrás que regresar ahora mismo -dijo-. Yo me quedaré. Quiero hablar con Andy Maiden.

Nkata pareció sorprenderse.

– ¿No quiere ir a Londres? Tendría que pagarme una fortuna para quedarme aquí si tuviera sus motivos para volver a Londres.

Hanken paseó la mirada entre los dos hombres. Vio que Lynley se ruborizaba levemente, lo cual le sorprendió. Hasta ese momento le había parecido de lo más flemático.

– Supongo que Helen podrá aguantar unos días sin mí -dijo Lynley.

– Ninguna esposa debería pasar por esa prueba -replicó Nkata. Explicó a Hanken que «el inspector se ha casado hace tres meses y está recién salido de la luna de miel».

– Basta ya, Winston -dijo Lynley.

– Recién casado. -Hanken asintió-. Felicidades.

– Me temo que es un sentimiento discutible -contestó oscuramente Lynley.

No habría dicho eso veinticuatro horas antes. Entonces era feliz. Si bien había que suavizar numerosas aristas con el fin de establecer una vida en común, Helen y él no habían descubierto hasta el momento nada tan arduo que no pudiera solucionarse mediante la discusión, la negociación y el compromiso. Hasta que se había presentado la situación de Havers.

Durante los meses transcurridos desde el regreso de su luna de miel, Helen había mantenido una discreta distancia de la vida profesional de Lynley, y se había limitado a decir «Tommy, tiene que haber una explicación» cuando él regresó de su única visita a Barbara Havers e informó sobre los motivos de su suspensión de empleo. Helen se había guardado su opinión sobre el asunto. Habló por teléfono con Barbara y otras personas interesadas en la situación, pero siempre mostró hacia su marido una lealtad incuestionable. Al menos, eso había supuesto Lynley.

Su mujer le desengañó de esa idea cuando regresó de casa de St. James aquel mismo día. Lynley estaba haciendo el equipaje para el viaje a Devonshire, lanzando algunas camisas dentro de la maleta, así como desenterrando un viejo chaquetón y unas botas de excursión para ir a los páramos, cuando Helen llegó y, en lugar de elegir una forma más oblicua de abordar un tema delicado, cogió el toro por los cuernos.

– Tommy -dijo-, ¿por qué has escogido a Winston Nkata para trabajar en este caso contigo, en lugar de Barbara Havers?

– Ah, has hablado con Barbara, por lo que veo -dijo él.

– Y ella casi te defendió -replicó su esposa-, por lo que está claro que le has roto el corazón.

– ¿Quieres que me defienda yo también? -repuso Lynley apaciblemente-. Barbara necesita pasar desapercibida en el Yard durante un tiempo. Llevarla a Devonshire no le habría hecho ningún favor. Winston es la elección lógica cuando Barbara no está disponible.

– Pero ella te adora, Tommy. Oh, no me mires así. Ya sabes a qué me refiero. A ojos de Barbara, siempre eres infalible.

Lynley había metido la última camisa en la maleta, encajado sus útiles de afeitar entre los calcetines y extendido la chaqueta encima de todo. Se volvió hacia su mujer.

– ¿Has venido a interceder por ella?

– No adoptes esa actitud condescendiente, Tommy. Sabes que no puedo soportarlo.

Lynley suspiró. No quería discutir con su mujer, y por un momento pensó en los compromisos que suponía la vida en común. Nos conocemos, se dijo, nos deseamos, nos perseguimos y nos conseguimos. Pero se preguntó si existía algún hombre que, cegado por su deseo, se detenía a pensar en si podía vivir con el objeto de su pasión. Dudoso.

– Helen -dijo-, es un milagro que Barbara conserve todavía su empleo, considerando las acusaciones a que se enfrenta. Webberly se la ha jugado por ella, y solo Dios sabe lo que ha tenido que prometer, ceder o comprometer. En este momento debería estar dando gracias a su ángel de la guarda por no haber sido despedida. Lo que no debería hacer es buscar apoyos atacándome a mí. Y si quieres que te diga la verdad, la última persona a la que no debería intentar poner en mi contra es a mi mujer.

– ¡No está haciendo eso!

– ¿No?

– Fue a ver a Simon, no a mí. Ni siquiera sabía que estaba en su casa. Cuando me vio, estuvo a punto de huir. Y lo habría hecho si yo no lo hubiera impedido. Necesitaba hablar con alguien. Se sentía fatal y necesitaba un amigo, lo que tú siempre has sido para ella. Lo que quiero saber es por qué no te comportas como un amigo con ella en este momento.

– Helen, no es una cuestión de amistad. No hay espacio para la amistad en una situación en la que todo depende de que un agente obedezca una orden. Barbara no lo hizo. Y aún peor, estuvo a punto de matar a alguien.

– Pero tú sabes lo que pasó. ¿Cómo es posible que no comprendas…?

– Lo que sí comprendo es que la cadena de mando tiene un propósito.

– Barbara salvó una vida.

– Pero no le competía decidir si una vida estaba en peligro.

Su mujer avanzó hacia él.

– No lo entiendo -dijo-. ¿Cómo puedes ser tan inflexible? Ella sería la primera que te lo perdonaría todo.

– En las mismas circunstancias, yo no lo esperaría. No tendría que haber esperado eso de mí.

– Ya te has saltado las normas en otras ocasiones. Me lo dijiste.

– No puedes pensar que un intento de asesinato equivale a saltarse las normas, Helen. Es un acto ilícito. Debido al cual, por cierto, la gente puede ir a la cárcel.

– Y debido al cual, en este caso, tú te has erigido en juez, jurado y verdugo. Entiendo.

– ¿De veras? -Estaba empezando a enfadarse y tendría que haberse mordido la lengua. ¿A qué se debía que Helen le sacara de sus casillas como nadie más?-. Entonces te pediré que entiendas esto también. Barbara Havers no es tu problema. Su comportamiento en Essex, la investigación posterior, y la medicina que ha debido tragar como resultado de ese comportamiento e investigación no es tu problema. Si has descubierto que tu vida está tan limitada últimamente que te resulta imprescindible defender una causa para mantenerte ocupada, tal vez deberías pensar en la posibilidad de sumarte a mi bando. Para ser sincero, me gustaría encontrar en casa apoyo, no subversión.

Ella obedeció a su irritación con tanta celeridad como él, y la expresó con idéntica ferocidad.

– No soy esa clase de mujer. No soy esa clase de esposa. Si querías casarte con una obsequiosa lameculos…

– Eso es una redundancia -replicó Lynley.

Y esa sucinta afirmación concluyó la discusión. Helen le espetó «Eres un cerdo» y le dejó terminar su equipaje. Cuando concluyó y fue en su busca, no la encontró en ninguna parte. Maldijo: a él, a ella y a Barbara Havers por haber predispuesto a su mujer contra él. Sin embargo, el trayecto hasta Devonshire le había dado tiempo para calmarse, así como para reflexionar sobre lo propenso que era a los golpes bajos. Así había sido con Helen esa última vez, y tuvo que admitirlo.

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