No tuvo otro remedio que ir a su encuentro. Barbara dio las gracias a Cotter con la cabeza, el cual anunció en dirección al laboratorio:
– Pondré otro cubierto en la mesa.
Después volvió sobre sus pasos. Barbara subió y estrechó la mano extendida de Helen. El apretón se convirtió en un fugaz beso en la mejilla. Tan cálida bienvenida advirtió a Barbara de que Lynley aún no había informado a su mujer sobre lo sucedido aquel día en Scotland Yard.
– Justo a tiempo -dijo Helen-. Me has salvado de una incursión por King's Road en busca de papel para fax. Estoy hambrienta, pero ya conoces a Simon. ¿Para qué parar por algo tan insignificante como una comida, cuando tienes la oportunidad de esclavizarte durante unas horas más? Simon, desenróscate del microscopio, por favor. Aquí hay alguien más interesante que restos de piel encontrados en uñas.
Barbara siguió a Helen hasta el laboratorio, donde St. James solía analizar pruebas, preparar informes y documentos y organizar materiales para su recién adquirido cargo de conferenciante en el Royal College of Science. Aquel día parecía estar en el modo de testigo experto, porque se hallaba sentado en un taburete ante una mesa de trabajo, extrayendo portaobjetos de un sobre que acababa de abrir. Los restos de piel encontrados en uñas, pensó Barbara.
St. James era un hombre muy poco atractivo, tullido y entorpecido por una abrazadera que sujetaba su pierna, en lugar de aquel risueño jugador de criquet plasmado en la fotografía. Sus movimientos eran desgarbados. Sus mejores características físicas residían en el pelo, que siempre llevaba largo, indiferente al dictado de la moda, y sus ojos, que viraban del gris al azul dependiendo de la ropa, que también le era indiferente. Levantó la vista del microscopio cuando Barbara entró en el laboratorio. Su sonrisa humanizó un rostro anguloso y surcado de arrugas.
– Barbara. Hola.
Cruzó la habitación para saludarla, al tiempo que avisaba a su mujer de la llegada de Barbara Havers. Una puerta se abrió al fondo de la habitación. La mujer de St. James apareció en tejanos cortados a la altura del muslo y una camiseta color aceituna, tras una hilera de ampliaciones fotográficas colgadas de un cordel que recorría el cuarto oscuro de un extremo a otro y goteaba agua en el suelo, protegido por una esterilla de goma.
Deborah tenía muy buen aspecto, observó Barbara. Renovar su compromiso con el arte, en lugar de lamentar y llorar la cadena de abortos que había asolado su matrimonio, le había sentado de maravilla. Era agradable pensar que algo iba bien a alguien.
– Hola -dijo Barbara-. Pasaba por aquí y… -Echó un vistazo a su muñeca y comprobó que había olvidado el reloj en casa por la mañana, en sus prisas por acudir a la reunión con Hillier. Dejó caer el brazo-. De hecho, ni siquiera me di cuenta de la hora. La comida y todo eso. Lo siento.
– Estábamos a punto de hacer un alto -dijo St. James-. Quédate a comer con nosotros.
Helen rió.
– ¿A punto de hacer un alto? Una casuística repugnante. No he parado de suplicar un poco de comida desde hace hora y media, y no me hiciste caso.
Deborah la miró como aturdida.
– ¿Qué hora es, Helen?
– Tú eres tan malvada como Simon -fue la seca respuesta de Helen.
– ¿Te quedas? -preguntó St. James a Barbara.
– Ya he tomado algo -dijo-. En el Yard.
Los demás conocían el significado de la última frase. Barbara vio que la connotación se registraba en sus caras.
– Entonces, por fin te han dicho algo -dijo Deborah mientras vertía productos químicos de las bandejas en botellas de plástico que sacaba de un estante situado bajo la ampliadora-. Por eso has venido, ¿no? ¿Qué ha pasado? No. No lo expliques aún. Algo me dice que una copa te sentaría bien. ¿Por qué no vais abajo los tres? Dadme diez minutos para despejar esto y me reuniré con vosotros.
«Abajo» significaba el estudio de Simon, y allí fue donde St. James condujo a Barbara y Helen, aunque Barbara deseaba que hubiera sido Helen, no Deborah, la que se hubiera quedado arriba y continuado trabajando. Pensó en negar que su visita a Chelsea estaba relacionada con el Yard, pero comprendió que su voz ya debía de haberla traicionado. No era nada alegre.
Un viejo carrito de bebidas esperaba bajo la ventana que daba a Cheyne Row, y St. James sirvió un jerez a cada uno, mientras Barbara fingía inspeccionar la pared donde Deborah siempre mantenía una exposición cambiante de sus fotografías. Las de hoy se inscribían en el estilo que había practicado durante los últimos nueve meses: grandes ampliaciones de Polaroid tomadas en lugares como Covent Garden, Lincoln's Inn Fields, St. Botolph Church's y Spitafields Market.
– ¿Deborah va a hacer una exposición? -preguntó Barbara para ganar tiempo. Señaló las fotos.
– En diciembre. -St. James tendió a Helen su jerez. La mujer se quitó los zapatos y se sentó en una de las dos butacas de cuero que había junto a la chimenea, con sus esbeltas piernas recogidas debajo del cuerpo. Barbara observó que la estaba mirando fijamente. Helen leía a las personas de la misma forma que otra gente leía libros-. Bien, ¿qué ha pasado?
Barbara desvió la vista de la pared a la ventana, y miró la estrecha calle. No había nada en qué fijar la atención: un árbol, una fila de coches aparcados y una hilera de casas, con un andamio erigido ante dos de ellas. Barbara deseó haberse dedicado a esa profesión. Considerando la frecuencia con que se empleaban para todo, desde proyectos de remodelación hasta limpiar ventanas, la carrera de erigir andamios la habría mantenido ocupada, alejada de problemas y bien provista de dinero.
– ¿Barbara? -dijo St. James-. ¿El Yard te ha comunicado algo esta mañana?
Ella se volvió.
– Una nota en mi expediente y una degradación -contestó.
St. James hizo una mueca.
– ¿Vas a volver a las calles?
Cosa que ya le había ocurrido una vez en lo que consideraba otra vida.
– No del todo -contestó, y continuó con sus explicaciones, ahorrando los detalles más desagradables de su entrevista con Hillier y sin mencionar a Lynley para nada.
Helen lo hizo por ella.
– ¿Tommy lo sabe? ¿Le has visto, Barbara?
Lo cual nos lleva al meollo de la cuestión, pensó Barbara.
– Bien -dijo-. Sí. El inspector lo sabe.
Una fina arruga apareció entre los ojos de Helen. Dejó la copa sobre la mesa contigua a la butaca.
– Tengo la impresión de que la cosa no ha ido muy bien.
Barbara se sorprendió de su reacción ante la silenciosa solidaridad que reflejaba la voz de Helen. Sintió un nudo en la garganta. Sintió que iba a reaccionar como lo habría hecho aquella mañana en el despacho de Lynley, de no haber estado tan estupefacta cuando él regresó de su entrevista con Webberly y explicó que le habían asignado un caso. No fue el hecho de que le asignaran un caso lo que la dejó sin palabras y sin emociones por un momento, sino su elección de compañero, un compañero que no era ella.
«Así es mejor, Barbara», le había dicho, mientras recogía materiales de su escritorio.
Y ella se había tragado sus protestas, con la vista clavada en él, y se dio cuenta de que no le había conocido hasta aquel momento.
– Da la impresión de que no está de acuerdo con el resultado de la investigación interna -concluyó Barbara-. Pese a la degradación y todo eso. Cree que aún no me han castigado bastante, me parece.
– Lo siento -dijo Helen-. Debes de sentirte como si hubieras perdido a tu mejor amigo.
La sinceridad de su compasión se agolpó como un incendio tras los párpados de Barbara. No había esperado que Helen fuera la causante. Tanto la conmovió la sorprendente solidaridad de la esposa de Lynley que se oyó balbucear:
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