– Supongo que tiene miedo de ser el siguiente -ironizó con amargura Havers.
Lynley dejó que las palabras colgaran entre ellos. En el silencio, Barbara se recompuso.
– Lo siento -dijo, con la sensación de que la ronquera de su voz era una traición peor que cualquier acción emprendida por ella contra quien fuera.
– Lo sé -dijo Lynley-. Sé que lo siente. Yo también lo siento.
– ¿Inspector detective Lynley?
La voz llegó desde la puerta. Lynley y Barbara se volvieron. Dorothea Harriman, secretaria del superintendente de su división, se erguía en el umbral: bien peinada con un pelo rubio color miel, bien vestida con un traje a rayas que no habría desentonado en un anuncio de modas. Barbara se sintió como siempre que estaba en presencia de Dorothea, la pesadilla de cualquier sastre.
– ¿Qué pasa, Dee? -preguntó Lynley.
– El superintendente Webberly. Quiere verle lo antes posible. Ha recibido una llamada de Operaciones Criminales. Algo ha ocurrido.
Saludó a Barbara con un movimiento de la cabeza y desapareció.
Barbara esperó, con el pulso acelerado. La llamada de Webberly había llegado en el peor momento.
«Algo ha ocurrido» significaba, en la terminología abreviada de Harriman, que se estaba preparando una buena cacería. Y en el pasado tales llamadas de Webberly iban precedidas por una invitación del inspector a acompañarle en la persecución de la pieza a cobrar.
Barbara no dijo nada. Se limitó a mirar a Lynley y esperar, consciente de que los siguientes instantes darían la medida del estado de su asociación.
Fuera de la oficina, todo se desarrollaba como de costumbre. Resonaban voces en el pasillo de suelo de linóleo. Sonaban teléfonos en los departamentos. Se celebraban reuniones. Pero dentro Barbara experimentó la sensación de que tanto Lynley como ella se habían desplazado a una dimensión de la cual dependía mucho más que su futuro profesional.
Por fin, Lynley se puso en pie.
– Tengo que ir a ver a Webberly.
– ¿Debo…? -empezó Barbara, a pesar de que él había hablado en singular. Pero no pudo terminar la pregunta porque no podría afrontar la respuesta en ese momento. Así que formuló otra-. ¿Qué quiere que haga, señor?
Lynley pensó unos momentos, dejó de mirarla por fin, y dio la impresión de que examinaba la fotografía colgada junto a la puerta: un joven risueño con un bate de criquet en la mano y un largo desgarrón en sus pantalones manchados de hierba. Barbara sabía por qué Lynley conservaba esa foto en su despacho: era un recordatorio diario del hombre de la foto, y de lo que Lynley le había hecho una lejana noche de borrachera en un coche. La mayoría de la gente alejaba de su mente las cosas desagradables. Pero Thomas Lynley no era uno de ellos.
– Creo que es mejor que pase desapercibida durante una temporada, Barbara. Deje que la marea se calme. Deje que la gente olvide esto. Déjeles olvidar.
Pero tú no podrás, ¿verdad?, preguntó ella en silencio. En cambio, lo que dijo fue un desolado:
– Sí, señor.
– Sé que no es fácil para usted -dijo Lynley, y su voz sonó tan dulce que Barbara tuvo ganas de aullar-. Pero en este momento no puedo darle otra respuesta. Ojalá pudiera.
– Entiendo, señor -fue lo único que acertó a decir-. Sí, señor.
– Degradada a agente detective -dijo Lynley al superintendente Webberly cuando se reunió con él-. Eso se lo debe a usted, ¿verdad, señor?
Webberly estaba atrincherado detrás de su escritorio y fumaba un puro. Había cerrado la puerta del despacho para proteger a los demás agentes, secretarias y empleados del humo malsano que proyectaba su tubo de tabaco. Esta consideración, sin embargo, no exoneraba de respirar el humo acre a los que se veían obligados a entrar. Lynley procuró inhalar lo menos posible. Como única respuesta, Webberly movió el puro de un lado a otro de la boca.
– ¿Puede decirme por qué? -preguntó Lynley-. En otras ocasiones ha salido en defensa de otros agentes. Nadie lo sabe mejor que yo. Pero ¿por qué en este caso, cuando todo parece tan claro? ¿Qué va a tener que pagar por haberla salvado?
– A todos nos deben favores -dijo el superintendente-, y yo pedí que me devolvieran unos cuantos. Havers obró mal, pero su corazón no la engañó.
Lynley arrugó la frente. Había intentado llegar a la misma conclusión desde que, a su regreso de Corfú, se enteró de la desgracia de Havers, pero no lo había logrado. Cada vez que se acercaba, los hechos le saltaban a la cara y exigían explicaciones. Él mismo se había encargado de conocer esos hechos de primera mano, pues había ido a Essex para hablar con la principal agente implicada. Y ahora no podía comprender cómo o por qué Webberly había perdonado la decisión de Havers de disparar un fusil contra la inspectora Emily Barlow. Dejando aparte su amistad con Havers, incluso dejando aparte la cuestión básica de la cadena de mando, ¿no debían preguntarse qué clase de anarquía profesional estaban alentando al no castigar a un miembro del cuerpo responsable de una acción tan atroz?
– Pero disparar contra un oficial… Hasta apoderarse de un fusil, cuando no tenía autoridad…
Webberly suspiró.
– Las cosas nunca son blancas o negras, Tommy. Ojalá lo fueran, pero no es así. La niña implicada…
– Emily Barlow ordenó que le arrojaran un salvavidas.
– Exacto, pero existían dudas acerca de si la niña sabía nadar. Y además… -Webberly se sacó el puro de la boca y examinó su punta- es hija única. Havers lo sabía.
Y Lynley comprendió lo que aquello significaba para su superintendente. Webberly tenía una sola luz en su vida: su hija Miranda, también única.
– Barbara está en deuda con usted, señor.
– Ya me encargaré de que la pague. -Webberly señaló una libreta que había sobre el escritorio. Lynley la miró y vio la letra del superintendente.
– Andrew Maiden -dijo éste-. ¿Te acuerdas de él?
Lynley tomó asiento en una silla delante del escritorio de Webberly.
– ¿Andy? Por supuesto. Sería difícil olvidarle.
– Eso pensaba.
– Una operación del SO10 que convertí en un estrepitoso fracaso. Menuda pesadilla.
El SO10 era el grupo de agentes más secreto y misterioso de la Policía Metropolitana. Eran responsables de llevar las negociaciones cuando había rehenes de por medio, proteger a testigos y jurados, organizar a informantes y llevar a cabo operaciones clandestinas. En una época, Lynley había deseado trabajar con ellos, pero a los veintiséis años no poseía el aplomo y la sangre fría suficientes.
– Meses de preparación se fueron al carajo -recordó-. Esperaba que Andy pediría mi cabeza.
Sin embargo, Andy Maiden no la había pedido. No era su estilo. El hombre del SO10 sabía cortar por lo sano, y eso hizo, sin echar la culpa al responsable, sino que reaccionó tal como exigía el momento: retiró a sus hombres de la operación clandestina y esperó a que se presentara otra oportunidad, meses después, una vez seguro de que ningún faux pas como el de Lynley daría al traste con sus esfuerzos.
Le llamaban Dominó por la facilidad con que adoptaba la personalidad de quien fuera, desde un asesino a sueldo hasta un partidario norteamericano del IRA. Se había especializado en operaciones relacionadas con las drogas, pero antes había dejado su impronta en el campo de los asesinos a sueldo y el crimen organizado.
– Me encontraba con él de vez en cuando en el cuarto piso -dijo Lynley a Webberly-, pero perdí su pista cuando dejó la Met. Eso fue hace… ¿cuánto? ¿Diez años?
– Poco más de nueve.
Maiden, dijo Webberly, se había jubilado en cuanto pudo, y se trasladó con su familia a Derbyshire. En los Picos había invertido los ahorros de su vida y sus energías en la renovación de un antiguo pabellón de caza. Ahora era un hotel rural, el Maiden Hall. Un lugar ideal para excursionistas, veraneantes, adeptos a la mountain bike o cualquiera que aspirara a pasar la noche fuera y tomar una cena decente.
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