Elizabeth George - El Peso De La Culpa

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Parece que Asuntos Internos va a dejar de investigar de una vez por todas a la brillante, pero indisciplinada detective Barbara Havers. Tras una suspensión temporal como policía, Havers regresa al trabajo a las órdenes del lúcido Inspector Lynley en un extraño caso: el hallazgo de dos jóvenes en un bosque, con signos visibles de haber sufrido una cruenta muerte. Un asesinato de especial virulencia que abre una puerta hacia las oscuras y poderosas alteraciones de la psique humana. Un sórdido espacio en el que el sexo deviene en sadomasoquismo, y el pasado se adentra en la cara odiosa de una doble vida.

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Tampoco hacía sol, lo cual contribuía a deprimir a Hanken todavía más. Estaba rodeado de gris por todas partes, en el cielo, en el paisaje, en el cabello de la anciana que tenía ante él, y hacía mucho tiempo que el gris poseía la virtud de hundirle antes de asumir el efecto que una investigación de asesinato causaría en sus planes para el fin de semana.

– ¿Nombre? -preguntó Hanken por encima del capó del coche a la agente Patty Stewart, una mujer con cara en forma de corazón y unas tetas que, desde hacía tiempo, se habían convertido en el objeto de las fantasías de media docena de jóvenes agentes.

Stewart contestó con su competencia habitual.

– Phoebe Neill. Es enfermera a domicilio. De Sheffield.

– ¿Qué coño estaba haciendo aquí?

– Un paciente suyo murió anoche. Vino aquí a pasear con su perro para despejarse un poco.

Hanken había visto mucha muerte durante sus años de policía. Y a juzgar por su experiencia, no había nada que ayudara. Dio una palmada al techo del coche y abrió la puerta.

– Continuemos -dijo a Stewart.

Entró en el coche.

– ¿Señora o señorita? -preguntó después de presentarse a la enfermera.

El perro se estiró hacia adelante y su ama lo sostuvo en posición de firmes.

– Es amigable -dijo-. Si le deja oler su mano… -Y añadió-: Señorita.

El detective la interrogó a fondo, al tiempo que procuraba soportar el olor rancio del perro. Una vez seguro de que la anciana no había visto más señal de vida que los cuervos huidos del lugar de los hechos, como carroñeros que eran, dijo:

– ¿Ha tocado algo?

Entornó los ojos cuando la mujer se ruborizó.

– Sé qué hay que hacer en situaciones semejantes. De vez en cuando veo series policiacas en la televisión. De todos modos, no sabía que había un cadáver debajo de la manta… claro que no era una manta, ¿verdad? Era un saco de dormir hecho trizas. Y como había basura esparcida, supuse que…

– ¿Basura? – la interrumpió Hanken, impaciente.

– Papeles. Cosas de acampada. Montones de plumas blancas por todas partes. -La mujer sonrió, con una penosa ansiedad por complacer.

– Pero no tocó nada, ¿verdad? -insistió Hanken.

No. Claro que no. A excepción de la manta. Solo que no era una manta, sino un saco de dormir. Donde estaba el cuerpo. Debajo del saco. Tal como acababa de decir…

De acuerdo, de acuerdo, pensó Hanken. Era una verdadera tía Edna. Debía de ser lo más emocionante que había experimentado en su vida, y estaba decidida a prolongar la experiencia.

– Y cuando lo vi… cuando lo vi… -Parpadeó deprisa, como temerosa de llorar-. Creo en Dios, ¿sabe usted?, en un propósito que lo trasciende todo, pero cuando alguien muere de esa manera, pone a prueba mi fe. Ya lo creo.

Apoyó la cara sobre la cabeza de Benbow. El perro lamió su nariz.

Hanken le preguntó qué necesitaba, si deseaba que una agente la acompañara a casa. Le dijo que quizá volvería a interrogarla. No debía abandonar el país. Si se ausentaba de Sheffield, debía proporcionarle sus nuevas señas. En realidad, no creía que fuera a necesitarla de nuevo, pero a veces hacía su trabajo como un autómata.

El lugar del crimen era irritantemente lejano e inaccesible, excepto a pie, mediante mountain bike o helicóptero. Teniendo en cuenta las alternativas, Hanken tuvo que recurrir a algunos miembros de Rescate de Montaña que le debían favores, y logró la colaboración de un helicóptero que acababa de terminar la búsqueda de dos excursionistas perdidos. Utilizó el helicóptero para trasladarse a Nine Sisters Henge.

La niebla no era muy espesa, aunque sí fría como un demonio, y cuando se acercaron vio destellar los flashes del fotógrafo de la policía, que documentaba el lugar de los hechos. A un lado de los árboles se había congregado una pequeña multitud. El patólogo forense y los biólogos forenses, agentes uniformados y oficiales de la policía científica, provistos del equipo para recoger pruebas, estaban esperando a que el fotógrafo terminara su trabajo. También estaban esperando a Hanken.

Este pidió al piloto del helicóptero que sobrevolara el bosquecillo de abedules antes de aterrizar. Desde ochenta metros por encima del suelo, distancia suficiente para no alterar las pruebas, vio un campamento montado dentro del perímetro del viejo círculo de piedras. Una pequeña tienda azul estaba parapetada contra la cara de un monolito, y en el centro del círculo se veía el redondel de una hoguera, negro como la pupila de un ojo. En el suelo había una manta plateada de emergencia, y cerca, una esterilla cuadrada de amarillo intenso. Una mochila negra y roja escupía su contenido, y una pequeña cocina de camping estaba caída de lado. Desde el aire, la escena no presentaba un aspecto tan desagradable, pensó Hanken, pero la distancia siempre daba una falsa seguridad de que todo iba bien.

El helicóptero le depositó a unos cincuenta metros del lugar. Bajó y se reunió con su equipo, mientras el fotógrafo de la policía salía del bosquecillo.

– Mal asunto -dijo.

– Ya -contestó Hanken-. Esperad aquí -indicó al equipo.

Dio un manotazo al centinela de piedra arenisca que señalaba la entrada del bosquecillo y siguió el camino que serpenteaba bajo los árboles. Las hojas desprendían gotas de condensación, debido a la humedad, que caían sobre sus hombros.

Hanken dejó vagar su mirada por Nine Sisters Hedge. La tienda era individual, como los demás objetos desparramados alrededor: un saco de dormir, una mochila, una manta de emergencia, una esterilla. Vio lo que no había distinguido desde el aire: el estuche de un plano, abierto y con su contenido medio roto. El suelo impermeable de una tienda de campaña arrugado contra la mochila solitaria. Una pequeña bota de montaña arrojada a los restos carbonizados del fuego central, y otra en las cercanías. Las plumas blancas se habían adherido a todo.

Cuando por fin se adentró entre los monolitos, Hanken realizó su habitual observación preliminar del lugar de los hechos. Examinó cada objeto sin permitir que su mente le ofreciera explicaciones plausibles. Sabía que la mayoría de los investigadores iban directamente al cuerpo (privado de vida por mor de la brutalidad humana), algo tan traumático que no solo obnubilaba los sentidos sino también el intelecto, e impedía ver la verdad que se plasmaba ante ellos. En consecuencia, vagó de un objeto a otro y los estudió sin tocarlos. De esta forma llevó a cabo su examen inicial de la tienda, la mochila, la esterilla, el estuche del plano y el resto del equipo, desde los calcetines al jabón, diseminado en el interior del círculo. Dedicó bastante tiempo a una camisa de franela y a las botas. Y cuando hubo visto suficiente, se dedicó al cadáver.

Era un cadáver horripilante: un muchacho de unos veinte años, delgado, casi esquelético, de muñecas delicadas y orejas finas. Aunque un lado de su cara estaba quemado, Hanken pudo distinguir una nariz bellamente dibujada, una boca bien formada y una apariencia femenina en general, que había intentado alterar con una perilla negra apenas esbozada. Estaba empapado de la sangre manada de numerosas heridas, y debajo solo llevaba una camiseta negra, sin jersey ni chaqueta. Sus tejanos negros habían virado al gris en los puntos de mayor roce: a lo largo de las costuras, en las rodillas y el fondillo. Y llevaba unas botas gruesas en sus grandes pies, unas Doc Martens, a juzgar por su aspecto.

Debajo de estas botas, semiocultas ahora por el saco de dormir que el fotógrafo de la policía había apartado para fotografiar el cadáver, había varias hojas de papel manchadas de sangre y humedad.

Hanken se acuclilló y las examinó, separándolas con la punta de un bolígrafo. Los papeles eran cartas anónimas, de redactado tosco y ortografía desaliñada, ensambladas con palabras y letras recortadas de periódicos y revistas. Su temática era monótona: todas se reducían a amenazas de muerte, aunque en cada ocasión se sugería un medio diferente.

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