Elizabeth George - El Peso De La Culpa

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Parece que Asuntos Internos va a dejar de investigar de una vez por todas a la brillante, pero indisciplinada detective Barbara Havers. Tras una suspensión temporal como policía, Havers regresa al trabajo a las órdenes del lúcido Inspector Lynley en un extraño caso: el hallazgo de dos jóvenes en un bosque, con signos visibles de haber sufrido una cruenta muerte. Un asesinato de especial virulencia que abre una puerta hacia las oscuras y poderosas alteraciones de la psique humana. Un sórdido espacio en el que el sexo deviene en sadomasoquismo, y el pasado se adentra en la cara odiosa de una doble vida.

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El inspector detective Thomas Lynley estaba de luna de miel cuando empezaron los problemas de Barbara. Su compañero de fatigas había regresado con su esposa después de pasar diez días en Corfú, y había encontrado a Barbara suspendida de empleo e investigada por su conducta. Confuso, aquella misma noche había atravesado la ciudad para oír una explicación de la propia Barbara. Si bien su conversación inicial no fue tan halagüeña como ella hubiera deseado, Barbara supo que, al final, Lynley no permitiría que se produjera una injusticia si podía evitarlo.

Ahora estaría esperando en su despacho para saber cómo había ido su entrevista con Hillier. En cuanto se recuperara de dicha entrevista, iría a verle.

Alguien entró en la silenciosa biblioteca.

– Te digo que nació en Glasgow, Bob -dijo una mujer-. Recuerdo el caso porque yo estaba en el instituto y hacíamos trabajos sobre acontecimientos del momento.

– Te equivocas -contestó Bob-. Nació en Edimburgo.

– Glasgow -dijo la mujer-. Te lo demostraré.

«Demostrarlo» significaba explorar la biblioteca. «Demostrarlo» significaba que la soledad de Barbara había llegado a su fin.

Salió de la biblioteca y bajó por la escalera, con el fin de tener más tiempo para recuperarse y encontrar las palabras con que dar las gracias al inspector Lynley por su intervención. Era incapaz de imaginar cómo lo había hecho. Casi siempre, Hillier y él estaban enfrentados, de modo que debía de haber pedido el favor a alguien por encima de Hillier. Sabía que eso le habría costado mucho, en términos de orgullo profesional. Un hombre como Lynley no estaba acostumbrado a pedir favores a nadie. Ir a pedir un favor a los que le echaban en cara su cuna aristocrática habría sido muy difícil.

Le encontró en su despacho de Victoria Block. Estaba hablando por teléfono de espaldas a la puerta, con la silla encarada hacia la ventana.

– Cariño -estaba diciendo-, si tía Augusta ha anunciado que se impone una visita, no veo la forma de evitarlo. Sería como intentar detener un tifón… Humm, sí. No obstante, deberíamos impedir que cambiara de sitio los muebles, si mi madre está de acuerdo en venir con ella, ¿no crees? -Escuchó, y luego rió de algo que su mujer dijo-. Sí. De acuerdo. De entrada, declararemos restringido el acceso al armario ropero… Gracias, Helen… Sí. Sus intenciones son buenas.

Colgó y giró la silla hacia el escritorio. Vio a Barbara en la puerta.

– Havers -dijo con sorpresa-. Hola. ¿Qué hace aquí esta mañana?

– Hillier me ha informado -dijo ella.

– ¿Y?

– Una nota en mi expediente y una reprimenda de un cuarto de hora. Piense en la propensión de Hillier a aprovechar y exprimir el momento adecuado y se hará una idea de por dónde fueron los tiros. Nuestro Dave es un energúmeno.

– Lo siento -dijo Lynley-. ¿Y eso fue todo? ¿Un sermón y una nota en su expediente? ¿Nada más?

– No del todo. He sido degradada a agente detective.

– Ah. -Lynley cogió un bote de clips que descansaba sobre su escritorio. Sus dedos juguetearon con los clips mientras daba la impresión de concentrarse en sus pensamientos-. Habría podido ser peor. Mucho peor, Barbara. Podría haberle costado todo.

– En efecto. Sí. Lo sé. -Barbara intentaba aparentar desenvoltura-. Bien, Hillier se ha divertido. No me cabe duda de que repetirá su sermón cuando vaya a comer con el comisionado y los peces gordos. Estuve a punto de mandarlo al infierno, pero me contuve. Usted se habría sentido orgulloso.

Lynley apartó la silla del escritorio y se acercó a la ventana. Contempló la vista indiferente de Tower Block. Barbara observó que un músculo se movía en su mandíbula. Estaba a punto de explayarse sobre su gratitud (la reserva inusual del inspector insinuaba el precio que había pagado por interceder en su favor), cuando él introdujo el tema:

– Barbara, me pregunto si tiene idea de lo que ha costado impedir que la expulsaran. Reuniones, llamadas telefónicas, acuerdos, compromisos.

– Lo imagino. Por eso quería decirle…

– Y todo para impedir que recibiera lo que la mitad de Scotland Yard cree que merece.

Barbara se removió en su silla, incómoda.

– Señor, sé que usted dio la cara por mí. Sé que me habrían puesto de patitas en la calle de no ser por su intercesión. Solo quería decirle lo agradecida que estoy por reconocer la justicia de mis actos. Quería decirle que no se arrepentirá de haberme apoyado. No le daré el menor motivo. Ni a usted ni a nadie, por descontado.

– No fui yo -dijo Lynley, al tiempo que se volvía hacia ella.

Barbara le miró sin comprender.

– ¿Que usted no…?

– Yo no la apoyé, Barbara. -Después de su admisión, no bajó la vista.

Barbara pensó más tarde en el detalle y lo admiró. Aquellos ojos castaños, tan bondadosos y tan reñidos con su cabello rubio, se posaron en los suyos fijamente.

Barbara frunció el entrecejo y trató de asimilar aquello.

– Pero usted… usted conoce los hechos. Le conté toda la historia. Leyó el informe. Pensé… Acaba de mencionar reuniones y llamadas telefónicas…

– No eran mías -la interrumpió-. En conciencia, no puedo permitir que crea lo contrario.

Así que se había equivocado. Se había precipitado en sus conclusiones. Había supuesto que sus años de trabajar juntos impulsarían a Lynley a ponerse de su parte automáticamente.

– Entonces ¿está de acuerdo con ellos?

– ¿Ellos? ¿Quiénes?

– La mitad del Yard convencida de que he recibido mi merecido. Lo pregunto porque creo que deberíamos saber en qué campo jugamos los dos. Quiero decir, si vamos a trabajar… -Las palabras se le enredaban, y se obligó a hablar con parsimonia para ser precisa-. ¿Está con ellos, señor? ¿Con esa mitad?

Lynley volvió al escritorio y se sentó. La miró. Havers percibió el pesar que se transparentaba en su rostro. Lo que no sabía era hacia dónde iba dirigido. Y eso la aterrorizó. Porque era su compañero. Su compañero.

– ¿Señor? -repitió.

– No sé si estoy con ellos.

Havers sintió que se desinflaba.

Lynley debió de darse cuenta, porque continuó, con voz amable.

– He examinado la situación desde todos los ángulos. Durante todo el verano. De arriba abajo.

– Eso no forma parte de su trabajo -dijo Barbara, aturdida-. Usted investiga asesinatos, no… lo que hice.

– Lo sé. Pero quería comprender. Aún quiero comprender. Pensé que si examinaba los hechos por mí mismo, vería lo que había sucedido a través de sus ojos.

– Pero no lo consiguió. -Barbara intentaba ocultar la desolación de su voz-. No logró comprender que una vida estaba en juego. No consiguió apartar de su mente el hecho de que no pude permitir que una niña de ocho años se ahogara.

– Ése no es el caso -dijo Lynley-. Lo comprendí entonces y lo comprendo ahora. Lo que no pude apartar de mi mente era que estaba fuera de su jurisdicción, y que había recibido órdenes de…

– Al igual que ella -interrumpió Barbara-. Al igual que todo el mundo. La policía de Essex no patrulla el mar del Norte. Y ahí fue donde sucedió. Usted lo sabe. En alta mar.

– Lo sé todo. Créame. Lo sé. Que perseguía a un sospechoso, que ese sospechoso arrojó a una niña desde su barco, las órdenes que recibió cuando ocurrió eso, y su reacción a esa orden.

– No podía lanzarle un salvavidas, inspector. No habría llegado hasta ella. Se habría ahogado.

– Barbara, haga el favor de escucharme. No era su cometido, ni su responsabilidad, tomar decisiones o llegar a conclusiones. Para eso tenemos una cadena de mando. Discutir la orden que le dieron ya fue bastante grave, pero en cuanto disparó un arma contra un oficial superior…

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