– Gracias -dijo con entusiasmo Lynley.
– … parece que casi todos los tíos de por allí procuran ser discretos cuando alquilan películas guarras. No es que sea ilegal, pero perjudica la reputación. Claro que en este caso no había nada de qué preocuparse, porque los tíos en cuestión no alquilaron esas películas. -Devoró el último pedazo y chupó las migas de sus dedos-. ¿Por qué me da la impresión de que no se ha sorprendido?
– ¿Existen esas películas? -preguntó Barbara.
– Oh, ya lo creo. Todas y cada una, aunque según el tío de la tienda Vamos a la carga con la cosa que se alarga ha sido alquilada tantas veces que es como ver gimnasia en una tormenta de nieve.
– Pero si Faraday o uno de sus amigos no las alquilaron el pasado miércoles… -dijo Havers a Lynley. Echó otro vistazo a las fotos de Fleming-. ¿Qué tiene esto que ver con Jimmy Cooper, señor?
– No estoy diciendo que el colegui de Faraday no las alquilara -se apresuró a añadir Nkata-. He dicho que no las alquiló aquella noche. Otras noches… -Sacó su cuaderno del bolsillo de la chaqueta. Se secó los dedos en un pañuelo blanco inmaculado antes de pasar las páginas. Lo abrió por una página señalada con una cinta roja y leyó una lista de fechas que se remontaba a cinco años atrás. Cada una estaba relacionada con un videoclub diferente, pero la lista era cíclica, y se repetía después de que todas las tiendas se hubieran utilizado una vez. Sin embargo, no había período de tiempo entre cada fecha-. Un trabajo detectivesco muy interesante, ¿no le parece?
– Excelente iniciativa, Nkata -admitió Lynley. El agente agachó la cabeza, en una exhibición de falsa humildad.
Sonó uno de los teléfonos y alguien contestó. El agente habló en voz baja. Barbara pensó en la información de Nkata. Este prosiguió:
– A menos que hayan desarrollado una gran afición a esta colección particular de películas, me parece que estos tíos se han procurado una coartada permanente. Se aprenden de memoria una lista de películas por si la policía aparece haciendo preguntas, ¿vale? El único detalle que cambia de una ocasión a otra es la tienda de donde proceden las películas, y eso es fácil de recordar, una vez te han dicho el nombre.
– Para que, si alguien examina los registros de una sola tienda, no descubra las mismas películas alquiladas una y otra vez -murmuró Barbara.
– Que sería como anunciar la coartada con luces de neón. Cosa que no les interesa en lo más mínimo.
– ¿Les?
– La fiesta solo para hombres de Faraday -explicó Nkata-. Yo diría que estos tíos están conchabados, en lo que sea.
– Exceptó el pasado miércoles.
– Exacto. Faraday actuó solo esa noche.
– ¿Señor? -El agente que había contestado al teléfono se volvió hacia ellos-. Maidstone nos va a enviar por fax la autopsia, pero no hay mucho que añadir. Asfixia por monóxido de carbono. Y suficiente alcohol en el cuerpo para derribar a un toro.
– Hay una botella de Black Bush sobre la mesita de noche. -Barbara indicó las fotografías-. Y también un vaso.
– A juzgar por el nivel de alcohol en la sangre -siguió el agente-, puede deducirse que perdió el conocimiento antes de que empezara el fuego. Durmió todo el rato, por decirlo de alguna manera.
– No es mala forma de despedirse -comentó Nkata.
Lynley se levantó.
– Solo que él no lo hizo.
– ¿Qué?
– Vamonos. -Lynley cogió la taza vacía y el paquete sin abrir de Jaffa Cakes. Tiró la taza a la papelera y contempló con indecisión el paquete, antes de pasárselo a Havers-. Vamos a verle.
– ¿Faraday?
– Vamos a ver qué se inventa ahora sobre el pasado miércoles por la noche.
Havers corrió tras él.
– ¿Y Jean Cooper? ¿Qué me dice del divorcio?
– Aún estará localizable cuando terminemos con Faraday.
Una llamada telefónica bastó para localizar a Faraday. No estaba en Little Venice, sino en un almacén alquilado en mitad de un callejón llamado Priory Walk. El callejón estaba bordeado por edificios abandonados, con ventanas claveteadas con tablas y paredes de ladrillo sucias y cubiertas de pintadas. Aparte de un Ladbrokes en la esquina y un chino de comida para llevar llamado Platos Exóticos de Dump-Ling, el único negocio floreciente de la zona parecía ser el Estudio de Aerobic y Gimnasio Platino, cuyo «suelo almohadillado especialmente diseñado que reduce el impacto en sus rodillas y tobillos» soportaba en aquel momento el peso y las sudorosas evoluciones de una verdadera horda de entusiastas del aerobic. Un tema de Cyndi Lauper las animaba siempre que su instructora se tomaba un descanso en su incesante conteo para tomar aliento.
El almacén de Faraday estaba frente al gimnasio. Su puerta de metal acanalada estaba casi bajada, pero una camioneta verde polvorienta se encontraba aparcada al lado, y mientras se acercaban, Lynley y Havers vieron un par de pies calzados con bambas que se movían de un lado a otro del almacén.
Lynley se agachó por debajo de la puerta acanalada.
– ¿Faraday? -llamó, y entró. Havers le siguió.
Chris Faraday estaba ante un banco de trabajo que descendía de una pared. Sobre él descansaban varios moldes de goma, entre bolsas de yeso y herramientas metálicas. Encima estaban clavados cinco detallados bocetos a lápiz, ejecutados sobre papel cebolla. Representaban artesonados, diversas molduras cóncavas y otros adornos de techo. Poseían la delicadeza del estilo Adam, pero al mismo tiempo eran más audaces, como diseñados por alguien que no albergara la menor esperanza de tener un techo en el que poder montarlos.
Faraday observó que Lynley los examinaba.
– Cuando has visto suficiente de Taylor, Adam y Nash, te descubres pensando: «Parece fácil, hasta yo podría intentarlo». No es que haya una gran demanda de diseños nuevos, pero todo el mundo busca a gente con talento para remozar los antiguos.
– Estos son buenos -dijo Lynley-. Innovadores.
– Ser innovador no es suficiente si no tienes un nombre. Y yo no tengo ún nombre.
– ¿Como qué?
– Como algo más que un reformador.
– Hay lugar para reformadores, como sin duda habrá averiguado.
– Ninguno que me interese ocupar eternamente.
Faraday utilizó la yema del índice para probar la consistencia del yeso que estaba aplicando a uno de los moldes. Se secó el dedo en sus tejanos desteñidos y cogió un cubo de plástico que estaba en el suelo. Lo cargó hasta una bañera de hormigón situada al final del almacén.
– No ha venido hasta aquí para hablar de techos -dijo sin volverse-. ¿En qué puedo ayudarle?
– Puede hablarme del miércoles por la noche. Esta vez la verdad, por favor.
Faraday echó agua en el cubo. Lo frotó con un cepillo metálico que cogió de un estante colgado sobre la bañera. Tiró el agua y enjuagó el cubo. Regresó con él al banco de trabajo y lo dejó al lado de una bolsa de yeso. Sus pies dejaron un rastro en el polvillo blanco que cubría el suelo del almacén. Sus huellas se mezclaron con otras anteriores.
– Tengo la impresión de que es usted inteligente -dijo Lynley-. Me lo ha parecido las dos veces que nos hemos visto. Sabía que comprobaríamos su historia, y me pregunto por qué la contó.
Faraday se apoyó contra el banco de trabajo. Su boca se abrió y cerró mientras parecía reflexionar sobre las diversas respuestas que podía dar.
– No tuve otra elección -dijo por fin-. Livie estaba delante.
– ¿Le contó que había ido a una fiesta solo para hombres? -preguntó Lynley.
– Ella pensó que yo había hablado de ir a una fiesta solo para hombres.
– Una distinción muy intrigante, señor Faraday.
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