– Tiene que ver con el caso -explicó Barbara.
– ¿El caso? -El tono de Harriman insinuaba que la idea era absurda-. Bien, espero que sepa lo que hace, sargento detective Havers.
Barbara compartía el sentimiento. Cuando Harriman se marchó en respuesta a los rugidos lejanos de Webberly («¡Harriman! ¡Dee! ¿Dónde está el maldito expediente de Snowbridge?»), Barbara se precipitó hacia el escritorio de Lynley para echar un vistazo. Jimmy Cooper ocupaba la primera plana, con la cabeza gacha para que el cabello ocultara su rostro y las manos caídas a los lados. Le acompañaba el señor Friskin, que susurraba algo en su oído. Era imposible saber si la fotografía había sido tomada en la visita al Yard de ayer o de hoy, puesto que la camiseta y los tejanos de Jimmy parecían tan pegados a su cuerpo como una segunda piel, y porque Barbara no había visto el atavío del señor Friskin en ambas visitas. Leyó el titular y comprendió que el diario relacionaba la foto con la visita de aquella mañana, y la utilizaba como ilustración del artículo acompañante, cuyo encabezamiento rezaba: EL YARD PROSIGUE LA INVESTIGACIÓN SOBRE EL CRIMEN DEL CRÍQUET.
Barbara leyó los dos primeros párrafos. Comprobó que Lynley estaba filtrando información a la prensa con consumada pericia. Había montones de «presuntos» y varias menciones a «informes por confirmar» y «fuentes generalmente bien informadas de Scotland Yard». Barbara se tiró del labio inferior mientras leía y se preguntaba sobre la eficacia de la maniobra. Como Harriman, esperaba que Lynley supiera lo que hacía.
Le encontró en la sala de incidencias, donde habían clavado en el tablón de anuncios fotografías del cadáver de Fleming y del escenario del crimen. Las estaba mirando mientras uno de los agentes hablaba por teléfono para que continuara la vigilancia de la casa de Cardale Street, y una secretaria del departamento tecleaba ante un ordenador. Otro agente estaba hablando con Maidstone.
– … Sí… Exacto… De acuerdo. Comprendido.
Barbara se reunió con Lynley, que bebía de una taza de plástico con un paquete sin abrir de Jaffa Cakes en la mano. La sargento dirigió una mirada anhelante a las galletas, decidió que era innecesario añadir más grasa a su cuerpo, y se derrumbó en una silla.
– Q de Quentin Melvin Abercrombie -dijo a modo de introducción-. El abogado de Fleming. Acabo de hablar por teléfono con él. -Lynley enarcó una ceja, aunque no apartó los ojos de las fotografías-. Sí, ya lo sé. No me dijo que le telefoneara, pero cuando Maidstone identificó esos cigarrillos… No sé, señor. Me parece que deberíamos empezar a investigar en otras direcciones.
– ¿Y?
– Y creo que he averiguado algo que a usted le gustaría saber.
– Sobre el divorcio Fleming-Cpoper, supongo.
– Según Abercrombie, Fleming y él redactaron la petición de divorcio el miércoles hizo tres semanas. Abercrombie entregó la petición en Somerset House el jueves, y Jean debía recibir la copia y algo llamado el acuse de recibo el siguiente martes por la tarde. Abercrombie dice que Fleming esperaba conseguir el divorcio basándose en dos años de separación, que en realidad eran cuatro años, como ya sabemos, pero le-galmente bastan dos años. ¿Me sigue?
– Perfectamente.
– Si Jean accedía a poner fin al matrimonio, Fleming podría tener todo el proceso de divorcio firmado, sellado y fallado en cinco meses, y gozaría de plena libertad para casarse enseguida, cosa que, según Abercrombie, anhelaba hacer. Pero también pensaba que Jean se opondría al procedimiento, lo cual contó a Abercrombie y era el motivo, siempre según Abercrombie, de que quisiera entregar la copia de la petición ajean en persona. No podía hacerlo, porque ha de enviarla el registro de divorcios, pero dijo a Abercrombie que quería entregarle la copia para que supiera a qué atenerse. Para dorarle la pildora, supongo. ¿Aún me sigue?
– ¿Lo hizo?
– ¿Llevarle la copia no oficial de la petición? -Barbara asintió-. Abercrombie cree que sí, si bien, como típico abogado, no podría jurarlo, puesto que no vio con sus propios ojos a Fleming entregar la petición a Jean. No obstante, recibió un mensaje de Fleming en su contestador automático el martes por la noche. Fleming decía que Jean ya tenía los papeles y pensaba que iba a oponer resistencia.
– ¿Contra el divorcio?
– Exacto.
– ¿Pensaba acudir a los tribunales?
– Abercrombie dijo que no lo creía, porque Fleming aludía en el mensaje a tener que esperar otro año, hasta los cinco de separación, con el fin de conseguir el divorcio sin el consentimiento de Jean. No quería llegar a esos extremos, dice Abercrombie, porque estaba ansioso como un colegial en celo por seguir con su vida…
– Como ya ha mencionado antes.
– En efecto, pero aún deseaba menos llegar a los tribunales y ver la ropa sucia de todos exhibida en los periódicos.
– Sobre todo la suya, sin duda.
– Y la de Gabriella Patten.
Lynley dio vueltas a su taza de plástico sobre la mesa.
– ¿Y de qué sirve todo esto para empezar a investigar en otras direcciones, sargento?
– Porque todo encaja. ¿Está familiarizado con las leyes sobre el divorcio, señor?
– Ni siquiera he llegado a casarme…
– Exacto. Bien, Q. Melvin me dio un curso acelerado por teléfono.
Describió todos los pasos. Primero, el abogado y el cliente redactaban una petición de disolución del matrimonio. Después, la petición se presentaba en el registro de divorcios, que entregaba una copia junto con un acuse de recibo al demandado. El demandado tenía ocho días para confirmar la recepción de la documentación, para lo cual debía cumplimentar el acuse de recibo y devolverlo al tribunal. Entonces, la maquinaria del proceso se ponía en funcionamiento.
– Y eso es lo más interesante -continuó Barbara-. Jean recibió la copia de la petición el martes en cuestión, y tenía ocho días para confirmar la recepción, pero tal como fueron las cosas, no tuvo necesidad de hacerlo, y el proceso de divorcio no tuvo que empezar.
– Porque el mismo día que el tribunal debía recibir el acuse de recibo, Fleming murió en Kent -concluyó Lynley.
– Exacto. El mismo día. Eso es lo que yo llamo una coincidencia sorprendente. -Barbara siguió mirando las fotografías, en particular un primer plano de la cara de Fleming. Los asesinados, pensó, nunca parecen estar dormidos. Es una fantasía que la policía les eche un vistazo y piense en la dolorosa belleza de una vida segada prematuramente-. ¿Deberíamos detenerla? Porque eso explica el motivo…
– Qué día, qué día. -El agente detective Winston Nkata irrumpió en la sala con la chaqueta colgada al hombro y un samoosa paquistaní de cordero humeante en la mano-. ¿Tiene idea de cuántos videoclubs hay en Soho? Los he visto todos por dentro y por fuera, tío, de arriba abajo. -Dio un gigantesco bocado al samosa y, tras atraer su atención, se dejó caer en una silla, apoyó los codos en el respaldo y utilizó el sarnosa para subrayar sus comentarios-. Pero el resultado final es el resultado final, por más catálogos que estos ojos inocentes se hayan visto forzados a examinar. Voy a decirle una cosa, inspector: mi querida mamá va a hablar muy en serio con usted por empujar hacia la perversión a su hijo menor.
– Creo que sabías el nombre de la tienda -replicó Lynley con sequedad-. No era necesario llevar a cabo esa expedición pornográfica, ¿no crees?
Nkata dio otro mordisco al samoosa. Barbara notó que su estómago protestaba en respuesta al olor de la carne. Oh, volver a las calles, pensó, con libre acceso a comida basura y venenosa para la salud.
– Hay que ser minucioso, tío. Cuando llegue la hora de la promoción, piense en Nkata detrás de las letras SD. -Sus mandíbulas desmenuzaban la carne como un malacatero de martinete hundía acero en la tierra-. Esta es la situación, aunque costó bastante arrancarla al tío de la tienda, porque, como no paraba de susurrarme en el oído, cuando no intentaba perforármelo, historia que me reservaré para otro momento…
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