Elizabeth George - El Precio Del Engaño

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Una lánguida ciudad de la costa de Essex se convierte en un hervidero tras el asesinato de un inmigrante de origen asiático. El racismo, siempre latente en situaciones de inestabilidad social, se dispara. Y poco a poco irá aflorando un universo de inmigración ilegal, racismo, celos, honor, violación, relaciones homosexuales y conflictos humanos. En esta novela cobra particular protagonismo la sargento Barbara Havers, ayudante del inspector Linley y opuesta a su superior, al que critica desde sus maneras hasta sus métodos de investigación. Pero ambos tienen algo en común: una extraordinaria agudeza para comprender la complejidad de las motivaciones humanas. Una novela soberbia por su fuerza y profundo realismo social.

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Lo cual también destruiría la posición social de Akram Malik en la comunidad. Destruiría a toda la población asiática. A fin de cuentas, la mayoría trabajaba para él. Cuando la fábrica cerrara como resultado de la investigación policial, tendrían que buscar empleo en otro sitio. Los legales, claro está.

Por lo tanto, no se había equivocado al ordenar el registro de la fábrica de mostazas. Sólo se había equivocado al buscar contrabando de bienes materiales en lugar de personas.

Había mucho que hacer. Habría que pedir la intervención del SOI, lanzar una investigación sobre los aspectos internacionales de la trama. Habría que informar al IND, preparar la deportación de los inmigrantes de Muhannad. Algunos serían necesarios para testificar contra él y su familia en el juicio. ¿Tal vez a cambio de asilo?, se preguntó. Era una posibilidad.

– Una cosa más -dijo a Azhar-. ¿Cómo conoció el señor Kumhar al señor Querashi?

Apareció en su lugar de trabajo, explicó Kumhar. Un día, cuando comían junto a un campo de fresas, había aparecido entre ellos. Buscaba a alguien para utilizarlo como medio de terminar con su esclavitud, dijo. Prometió seguridad y un nuevo inicio en este país. Kumhar era uno de los ocho hombres que se habían presentado voluntarios. Le eligieron y se marchó aquella misma tarde con el señor Querashi. Le había llevado a Clacton, instalado en casa de la señora Kersey y entregado un cheque para que lo enviara a su familia, como muestra de las buenas intenciones del señor Querashi hacia todos ellos.

Exacto, pensó Emily, con un bufido de desdén mental. Era otra forma de esclavismo en puertas, pues Kumhar sería la espada permanente que Querashi blandiría sobre Muhannad Malik y su familia. Kumhar era demasiado corto para darse cuenta.

Necesitaba subir de nuevo a su despacho, para saber cómo iba la búsqueda de Muhannad. Al mismo tiempo, no podía permitir que Azhar abandonara la comisaría para avisar a sus parientes de que Emily iba a por ellos. Podía retenerle como cómplice, pero una sola palabra fuera de lugar que surgiera de su boca bastaría para precipitarle hacia un teléfono con el fin de solicitar un abogado. Lo mejor sería dejarle con Kumhar, convencido de que estaba obrando en favor de todos los implicados.

– Necesitaré una declaración escrita del señor Kumhar -dijo a Azhar-. ¿Le importa quedarse con él mientras la escribe, y luego me añade la traducción?

Tardarían sus buenas dos horas, calculó.

Kumhar habló atropelladamente. Sus manos temblaron cuando encendió otro cigarrillo.

– ¿Qué dice ahora? -preguntó Emily.

– Quiere saber si recibirá sus papeles, ahora que le ha contado la verdad.

La mirada de Azhar era todo un desafío. La irritó que apareciera sin el menor rubor en su cara oscura.

– Todo a su debido tiempo -contestó Emily, y les dejó para localizar a la sargento Havers.

Yumn llamó la atención de Barbara sobre la mesa del dormitorio de Sahlah.

– Sus joyas. Bien, ella lo llama así. Yo lo llamo su excusa para no cumplir su deber cuando se le exige.

Se acercó a la mesa y sacó cuatro cajones de las cómodas diminutas. Derramó monedas y cuentas sobre la superficie de la mesa y sentó a Anas sobre la silla de madera que había ante la mesa. Los artilugios de su tía fascinaron de inmediato al pequeño. Tiró de otro cajón y esparció su contenido entre las monedas y cuentas que su madre ya le había dado. Rió al ver los objetos de colores que rodaban y caían sobre la mesa. Hasta ese momento, habían estado ordenados con todo cuidado por tamaño, tono y composición. Ahora, cuando Anas añadió el contenido de otros dos cajones, se mezclaron entre sí sin remisión, con la promesa de que sería necesario un buen rato para volverlos a ordenar.

Yumn no hizo nada para impedir que siguiera vaciando más cajones. Sonrió con afecto y le revolvió el pelo.

– Te gustan los colores, ¿verdad, bonito? ¿Sabrías decir qué colores son a tu ammi-gee. Éste es rojo, Anas. ¿Sabes cuál es el rojo?

Barbara sí lo sabía, desde luego.

– Señora Malik -dijo-, hablemos de su marido. Me gustaría hablar con él. ¿Dónde puedo encontrarle?

– ¿Por qué quiere hablar con mi Muni? Ya le he dicho…

– Y tengo todas las palabras de los últimos cuarenta minutos grabadas en mi mente. He de aclarar un par de puntos con él respecto a la muerte del señor Querashi.

Yumn seguía jugando con el cabello de Anas. Se volvió hacia Barbara.

– Ya le he dicho que no tiene nada que ver con la muerte de Haytham. Debería hablar con Sahlah, no con su hermano.

– Sin embargo…

– No hay sin embargo que valga. -Yumn habló en voz más alta. Dos manchas de color aparecieron sobre sus mejillas. Había dejado caer la falsa máscara de esposa-y-madre. Una resolución de acero había aparecido en su lugar-. Ya le he dicho que Haytham y Sahlah discutieron. Ya le he dicho a qué se dedicaba por las noches. Supongo que, como policía, sabrá sumar dos más dos sin mi ayuda. Mi Muni -concluyó, como si necesitara aclarar la cuestión- es un hombre entre hombres. No hace falta que hable con él.

– De acuerdo -dijo Barbara-. Bien, gracias por su tiempo. Encontraré la salida sin ayuda.

La otra mujer captó el sentido de las palabras de Barbara.

– No hace falta que hable con él -insistió.

Barbara pasó a su lado. Salió al pasillo. La voz de Yumn la siguió.

– Se ha dejado engatusar por ella, ¿verdad? Como todo el mundo. Intercambia cinco palabras con la mala puta y sólo ve una chica preciosa. Tan serena. Tan afable. No mataría ni a una mosca. Así que la desecha. Y ella se sale con la suya.

Barbara empezó a bajar la escalera.

– Siempre se sale con la suya, la muy puta. Puta. Con él en su habitación, con él en su cama, fingiendo ser lo que nunca fue. Casta. Obediente. Piadosa. Buena.

Barbara ya estaba en la puerta. Extendió la mano hacia el pomo. Yumn gritó las palabras desde lo alto de la escalera.

– Él estaba conmigo.

La mano de Barbara se detuvo, pero continuó extendida un momento, mientras tomaba nota de lo que Yumn había dicho. Se volvió.

– ¿Qué?

Yumn bajó la escalera, cargada con su hijo menor. El color de su cara se había reducido a dos medallones rojos sobre cada mejilla. Su ojo errático le daba un aire salvaje, subrayado por las palabras que pronunció a continuación.

– Le estoy diciendo lo que Muhannad le confirmará. Le ahorro la molestia de tener que encontrarle. Estaba conmigo el viernes por la noche. Estaba en nuestra habitación. Estábamos juntos. Estábamos en la cama. Estaba conmigo.

– El viernes por la noche -aclaró Barbara-. Está segura. ¿No salió? ¿En ningún momento? ¿No le dijo, por ejemplo, que iba a ver a un amigo? ¿Incluso a cenar con un amigo?

– Sé cuándo mi marido está conmigo, ¿verdad? -replicó Yumn-. Estaba aquí. Conmigo. En esta casa. El viernes por la noche.

Brillante, pensó Barbara. No habría podido pedir una declaración más diáfana de la culpabilidad del asiático.

Capítulo 26

No podía enmudecer las voces de su cabeza. Daba la impresión de que llegaban desde todas direcciones a la vez, desde todas las fuentes posibles. Al principio, pensó que podría tomar una decisión si lograba silenciar sus gritos, pero cuando comprendió que era impotente para alejar los aullidos de su cabeza (salvo si apelaba al suicidio, cosa que no tenía la menor intención de hacer), supo que debería forjar sus planes mientras las voces trataban de crispar sus nervios.

La llamada telefónica de Reuchlein a la fábrica se había producido menos de dos minutos después de que la zorra de Scotland Yard hubiera abandonado el almacén de Parkeston. «Aborta, Malik», fue todo cuanto dijo, lo cual significaba que el nuevo embarque de artículos (que debía llegar aquel mismo día y estaba valorado en, al menos, veinte mil libras, si conseguía que trabajaran lo suficiente sin meter follón) no sería recibido en el puerto, no sería conducido al almacén y no sería enviado en cuadrillas de trabajo a los granjeros de Kent que ya habían pagado la mitad por adelantado, tal como se había acordado. En cambio, los artículos serían abandonados a su suerte nada más llegar, para que se dirigieran a Londres, Birmingham o cualquier otro lugar donde se pudieran ocultar. Y si la policía no los capturaba antes de llegar a su destino, se desvanecerían entre la población y no hablarían ni palabra sobre la forma en que habían entrado en el país. Era absurdo hablar, cuando podía valerles la deportación. En cuanto a los trabajadores ya asignados a lugares determinados, allá ellos. Cuando nadie fuera a buscarles para devolverles al almacén, ya se les ocurriría algo.

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