Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Me dolía tanto la cabeza a causa del frío que no podía pensar con claridad, pero me habría quedado perpleja aunque hubiera estado caliente y seca. Sé que hay gente que, presa del pánico, se ahoga en el baño, y yo misma tuve un momento de terror cuando no podía sacar la cabeza entre las algas, pero ¿por qué se habría dejado la documentación en casa? ¿Habría ido allí a propósito para morir? ¿Se trataba de algún dramático acontecimiento preparado por mi adolescente? Ven a verme al bosque o me suicidaré. En reposo, parecía un hombre equilibrado, no una persona de acciones dramáticas. Era difícil imaginárselo como el Romeo de mi joven y heroica Julieta.

Cuando llegó el equipo de emergencia, aún tenía el lápiz y la caja de cerillas en las manos. Me los guardé en un bolsillo de la cazadora para que no me pillaran registrando el cadáver.

Además de una ambulancia del cuerpo de bomberos, el operador envió tanto a los policías de New Solway como a la policía del condado de DuPage. El cuerpo había aparecido en New Solway. Técnicamente eso significaba que pertenecía a la comisaría del condado de DuPage, pero el operador había informado también a la policía de New Solway. A pesar de lo congelada que estaba, podía entender por qué. Las casas de Coverdale Lane eran un inventario de las personas más distinguidas de Chicago: los policías de New Solway querrían tener la pista del culpable en el caso de que los magnates locales -hombres o mujeres- se pusieran difíciles.

Los dos grupos competían por inspeccionar el cuerpo. Querían saber quién era yo y qué estaba haciendo allí. Entre dientes rechinantes les dije mi nombre, pero les avisé de que no hablaría hasta que no me llevaran a un lugar cálido.

Las dos fuerzas se pelearon durante un minuto largo mientras yo temblaba fuera de control, luego decidieron dejar que la policía de New Solway siguiera adelante mientras los oficiales del condado me llevaban a Wheaton.

– Dios mío, apesta -dijo el oficial cuando subí a su coche.

– Es por la vegetación podrida -murmuré-. Por dentro estoy limpia.

Quiso abrir las ventanillas para que hubiera ventilación, pero le dije que si terminaba con neumonía me encargaría de que él me pagara las facturas médicas.

– ¿No tendrá alguna manta o una vieja cazadora o algo así en el maletero? -añadí-. Estoy empapada y muerta de frío, y el hecho de que sus amiguitos esperaran el cambio de turno para no tener que atender la llamada no fue de gran ayuda: llamé hace más de cuarenta minutos.

– Sí, los muy cabrones… -dijo, pero no terminó la frase, enojado conmigo por haber manifestado su indignación. Revisó el maletero y encontró una vieja toalla. No podía estar más sucia de lo que yo estaba: me la enrollé en la cabeza y me quedé dormida antes de que el coche saliera del lugar.

Cuando llegamos a las oficinas de la comisaría en Wheaton, estaba tan amodorrada que no me desperté hasta que un fuerte y joven oficial me sacó del asiento trasero y me puso de pie. Entré en el edificio dando traspiés, con las articulaciones rígidas bajo mi ropa húmeda y pegajosa.

– Despierte, bella durmiente -comentó el oficial-. Tiene que decirnos qué hacía en aquella propiedad privada.

– No hasta que esté limpia y seca -murmuré a través de mis agrietados e hinchados labios -. Supongo que podrán prestarme algo de ropa.

El oficial con el que había entrado dijo que eso era del todo irregular, que en el condado de DuPage no trataban a los ladrones como clientes de hotel. Me senté en un banco y empecé a bajarme la cremallera de la cazadora. Un trozo de planta me impidió terminar de hacerlo. Tenía los dedos insensibles por el frío, y me movía despacio, mientras el oficial que estaba a mi lado me miraba con ganas de saber qué demonios me creía yo que estaba haciendo. La cremallera captaba toda mi atención. Finalmente me quité la cazadora y a continuación la sudadera mojada. Empezaba ya a quitarme la última capa de ropa, una camiseta, cuando me agarró del hombro y me sacudió.

– Pero ¿qué hace?

– Lo que parece. Me quito la ropa mojada.

– No puede hacer eso aquí. Primero muéstrenos alguna identificación y díganos por qué razón se encontraba en una propiedad privada en plena noche.

Para entonces ya se le habían unido otros oficiales, dos mujeres entre ellos. Les dirigí la mirada y dije:

– Darraugh Graham me encargó que vigilara Larchmont Hall. Ya saben, la vieja propiedad de los Drummond donde su madre vivió hasta hace dos años. Lleva un tiempo deshabitada, pero ella cree haber visto gente en el edificio. Encontré a un hombre muerto en el estanque que hay detrás de la casa y me empapé hasta el tuétano sacándolo fuera. Y eso es todo lo que puedo decir hasta que pueda lavarme y secarme.

– ¿Y cómo va a demostrar esa historia? -se burló mi oficial.

Una de las mujeres le echó una agria mirada.

– Compórtate, Barney. ¿No has oído hablar de Darraugh Graham? Venga conmigo -añadió dirigiéndose a mí.

Tenía los ojos hinchados, síntoma de que estaba cogiendo un resfriado. Le miré de reojo la placa. S. Protheroe.

Protheroe me condujo al vestuario de mujeres, donde me sequé con toallas. Incluso me ofreció un viejo uniforme de pantalones y camiseta, una o dos tallas más grande pero limpio.

– Siempre tenemos de más por si algún oficial se mancha el uniforme durante un interrogatorio. Firme aquí cuando se vaya. Puede devolvérnoslo la semana que viene. ¿Quiere decirme cómo se llama y qué estaba haciendo allí realmente?

Me puse unos calcetines limpios y miré con asco mis zapatos. El suelo de baldosas estaba frío, pero mis zapatos estarían aún peor. Sentada en el banco del vestuario le dije mi nombre y le hablé de mi relación con Darraugh, de la creencia de su madre de que había intrusos en su antiguo hogar, de mi vigilancia infructuosa… y del cadáver con el que tropecé. No sé por qué oculté todo lo relacionado con mi joven Julieta. Instinto de precaución, tal vez, o quizá porque me gustan las mujeres apasionadas. Saqué la cartera del bolsillo de la cazadora y le enseñé mi licencia de investigadora, por fortuna plastificada.

Protheroe me la devolvió sin comentarios, salvo para decir que el fiscal general querría una declaración formal sobre el hombre muerto que encontré. Cuando me vio enrollar la ropa sucia en un bulto, tuvo la bondad de darme una bolsa de plástico que sacó de un armario de provisiones.

Protheroe me llevó a una sala del segundo piso y llamó a alguien desde su teléfono móvil.

– El teniente Schorr llegará enseguida. ¿Mucho trabajo por allí? ¿No? Bien, sé que la comisaría del condado de Cook es un pozo negro de influencias y favores democráticos. Aquí es distinto. Aquí tenemos un pozo negro de influencia republicana. Así que no se preocupe por los muchachos, no todos están bien entrenados.

El teniente Schorr llegó con un par de secuaces masculinos y una mujer que se presentó como Vanna Landau, la ayudante del fiscal general. También uno de los oficiales de policía de New Solway se quedó para la reunión. Un quinto hombre apareció corriendo un minuto más tarde, ajustándose el nudo de la corbata. Fue presentado como Larry Yosano, miembro de la firma legal que se encargó de la venta de Larchmont; y al parecer un miembro muy joven.

– Gracias, Stephanie -dijo Schorr, despachando a mi guía. Ella me hizo un discreto gesto con el pulgar, dándome a entender que todo iría bien, y se fue.

Estaba acostumbrada a los cuartos de interrogatorio de la policía de Chicago, con sus mesas rayadas y desconchadas, donde los fuertes desinfectantes no terminan de disimular los rastros de vómito. Stephanie Protheroe me había llevado a una especie de sala de reuniones moderna, con una televisión y una cámara que destacaban por encima del mobiliario de color claro. Detrás de la moderna fachada, sin embargo, el olor a desinfectante y a miedo estancado se alzaba para saludarme como un vecino inoportuno.

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