Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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3

MANOS EN EL AGUA

Acordarme de los prismáticos de Geraldine Graham fue lo que me llevó a deslizarme por el terreno de Larchmont Hall el domingo por la noche sin exhibir ninguna luz ni hacer la clase de jaleo que armaría si me tropezaba y me rompía el tobillo. Ella ya había llamado durante el día para asegurarse de que iba a ir. Le pregunté si había visto luces titilando la noche anterior; dijo que no, pero que tampoco había pasado toda la noche esperando a que aparecieran como se suponía que yo debía hacer. Estaba empezando a molestarme que me tratara como a una asalariada, cuando me desarmó diciendo:

– Hace diez años aún me sentía con fuerzas para pasarme la noche en vela por si entraban intrusos. Ahora ya no puedo.

Yo llevaba mi ropa de merodeadora nocturna: vaqueros negros, cazadora oscura encima de un jersey, una gorra negra que me aplastaba el pelo contra la cabeza y las mejillas embadurnadas con carbón para evitar que la luz de la luna se reflejara en mi piel. La señora Graham tendría que tener muy buena vista para avistarme, incluso con los prismáticos Rigel.

Esa noche aparqué en una de las calles residenciales del noreste de New Solway. Caminé un kilómetro en dirección sur por Dirksen, la calle que separa New Solway del límite oriental de un campo de golf.

Dirksen Road no tenía aceras. Al parecer, la idea de que la gente pudiera pasear no se había contemplado en el presupuesto de New Solway, o quizá a nadie se le ocurría hacer tal cosa. Tenía que echarme a la cuneta constantemente para esquivar el tráfico. Cuando por fin llegué a la entrada de Coverdale Lane, estaba sin aliento y de mal humor. Me apoyé en una de las imponentes columnas de piedra para quitarme unos pinchos de los vaqueros.

Cuando salí de Dirksen Road, ya era de noche. Las luces de las zonas residenciales -las casas, las farolas, el incesante tráfico- se desvanecieron. Coverdale Lane estaba lo bastante lejos del seto que protegía New Solway como para quedar fuera del alcance tanto de la luz de las farolas como del tráfico.

El oscuro silencio me hacía sentir desligada del mundo. La luna proporcionaba algo de luz, pero las nubes la ocultaban, impidiendo que iluminara el asfalto. No apartaba la vista de la maleza que crecía junto a la carretera. El día anterior por la mañana había medido la distancia en coche entre Dirksen Road y la mansión: poco más de un kilómetro. Para mí unos mil doscientos pasos, pero perdí la cuenta después del seiscientos y pico, y la oscuridad me distorsionaba el sentido de la distancia. Los animales nocturnos, que iban a lo suyo, surgían amenazadores en mi imaginación.

Me quedé inmóvil al oír un susurro entre los arbustos. Paró cuando lo hice yo, pero al cabo de unos minutos empezó otra vez. Se me humedecieron las palmas de las manos sobre la linterna a medida que el susurro parecía más próximo. Agarré la linterna de manera que pudiera usarla como un arma y dirigí el foco lo más cerca posible del lugar de donde provenía el ruido. Un mapache se quedó parado ante la luz, me miró durante un minuto largo y luego se fue hacia los arbustos con lo que se me antojó un insolente gesto de hombros peludos.

Unos pasos después, surgió de pronto Larchmont Hall. Con sus muros de ladrillo claro parecía un buque fantasma a la luz de la luna. Miré por mis prismáticos de visión nocturna, pero no vi a nadie. Rodeé con cautela los cobertizos, molestando a más mapaches y a un zorro, pero no vi a ninguna persona.

Seguí andando hasta el borde del jardín, desde donde tendría una buena panorámica de la parte trasera de la casa. Las ventanas del ático estaban a oscuras. Me encaramé a un banco a esperar.

Sentía la suficiente curiosidad por la historia familiar de Darraugh como para investigar un poco, y me había pasado la tarde en la biblioteca de la Sociedad de Historia de Chicago, echando un vistazo a viejas columnas de sociedad y noticias de prensa. Me sentía relajada en la biblioteca, manejando hojas reales de papel con gente alrededor, en lugar de estar sentada sola frente a un cursor titilante. Aprendí mucho de la historia local, pero no estaba muy segura de hasta qué punto eso iluminaba la vida de Darraugh.

El abuelo de Geraldine Graham había montado una fábrica de papel junto al río Illinois en 1877, que convirtió en un próspero negocio antes de que terminara el siglo. Las fábricas de los Drummond en Georgia y el sur de California llegaron a emplear a nueve mil personas. A finales de la década anterior tuvieron que cerrar la mayoría de dichas plantas, pero seguían teniendo una fábrica importante en Georgia. De hecho, una vez hice allí un trabajo para Darraugh, pero él no mencionó que hubiera ningún vínculo con la familia de su madre. Papel Drummond se fusionó con Industrias Continental en 1940; el nombre de los Drummond sólo prevaleció en el área relacionada con el papel.

El padre de Geraldine mandó construir Larchmont para su esposa en 1903; Geraldine, su hermano Stuart y una hermana que murió joven nacieron todos allí. El Chicago American cubrió la gala de inauguración de la casa, en la que los Taverners, los McCormicks, los Armors y otros ciudadanos ilustres de Chicago pasaron una noche festiva. Toda la historia era como una de esas películas de época que ponen en la televisión pública.

Vuestra corresponsal itinerante tuvo que mover cielo y tierra para estar en la inauguración de Larchmont Hall, tomando el tranvía para llegar al tren y el tren para llegar a la estación más alejada, donde solícitamente la recogió un vehículo junto con la gente que llevaba las flores, las langostas y toda la gama imaginable de delicias comestibles que adornarían la fête. Llegó por fuerza antes que los más regios invitados y tuvo tiempo de sobra para reconocer el terreno, donde había sillas y mesas dispuestas para tomar té al aire libre. La cena, naturalmente, fue servida en el gran comedor, a cuya mesa de roble tallado pueden sentarse treinta personas.

A los obreros italianos les llevó ocho meses completar el suelo teselado de la entrada, pero el esfuerzo valió la pena. El verde, el siena y el crudo de las teselas constituyen un precioso aunque modesto anticipo de los esplendores que aguardan dentro. Vuestra corresponsal logró asomarse al estudio del señor Drummond, un sanctasanctórum de lo más masculino, con olor a cuero, y unas cortinas rojo oscuro que ocultan las ventanas con parteluz de manera que el gran hombre no se sienta tentado a abandonar sus importantes tareas a causa de las bellezas naturales.

Desde luego la mayor belleza de todas se encontraba dentro. La señora de Matthew Drummond, de soltera señorita Laura Taverner, fue el centro de atención de todos los ojos cuando apareció con su tul bordado sobre satén amarillo maíz claro, la túnica de chifón dorado ribeteado de brillantes (del mismísimo Worth, queridas mías, como susurraba la doncella de la señora Drummond, llegada la semana pasada de París), con un despliegue de plumas de avestruz y diamantes que fue la envidia de todas y cada una de las damas. La señora de Michael Taverner, cuñada de la señora Drummond, estuvo a punto de desmayarse de vergüenza al ver lo ordinario que parecía su charmeuse rosa. Sin duda la señora de Edwards Bayard tiene sus propias ideas sobre la vestimenta, como pueden atestiguar todos los que hayan visto mil veces, más o menos, ese vestido abullonado malva; ¡o quizá las actividades extradomésticas de su marido se basan en el presupuesto del vestuario de su mujer!

La coqueta corresponsal describía con todo lujo de detalles los trece dormitorios, el salón de billar, el salón de música, donde la espectacular interpretación al piano de la señora Drummond dejó embelesados a los invitados, el estanque ornamental con bordes de arcilla azul y los tres automóviles que el señor Drummond instaló en su nuevo «garaje, como hemos sabido que los ingleses llaman a esta estructura para albergar los modernos vehículos».

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