Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Qué modernidad por parte del viejo Matthew Drummond. El garaje, que se alza a mi derecha, podría albergar seis coches con espacio para un taller en el cual repararlos. Entonces, como en la actualidad, había que hacer alarde de la fortuna. ¿De qué otra manera, si no, iban a saber los demás que se tenía?

Después de leer sobre las maravillas de Larchmont, busqué en varios índices, buscando noticias de Geraldine. En realidad quería saber quién fue el padre de Darraugh, o qué había sucedido para suscitar aquel desprecio en la voz de Geraldine cuando lo mencionó. Era algo más que curiosidad: quería saber qué corrientes se agitaban bajo la superficie de mi cliente, para evitar caer y ser arrastrada por ellas.

Me enteré de que el nacimiento de Geraldine, en 1912, fue un «acontecimiento feliz», como lo expresaba el lenguaje de hacía un siglo, una hermanita para hacer compañía al pequeño Stuart Drummond. El siguiente reportaje fue sobre la fiesta de su presentación en sociedad en 1929 junto con otras chicas de la Vina Fields Academy. Su vestido de tul de Poiret aparece descrito con detalle, incluyendo las piezas de diamante que ribeteaban el escote bordado. Aparentemente la caída de la bolsa no impidió que la familia siguiera con su tren de vida. Después de todo, algunas personas hicieron dinero con el desastre… tal vez Matthew Drummond se contaba entre ellos.

Las siguientes noticias sobre la familia consistían en un artículo en el que se daba la bienvenida a casa a Geraldine, que venía de Suiza la primavera de 1931, aquella vez con un traje de Balenciaga y «una interesante delgadez después de su reciente enfermedad». Enarqué las cejas al leer aquello: ¿se trataba de tuberculosis, o Laura Taverner Drummond tuvo que enviar a su hija a Europa para ocuparse de un embarazo no deseado?

Hubo una tremenda crisis económica en los años treinta, pero de eso uno no se enteraba en las páginas de sociedad. Las descripciones de vestidos de cinco o diez mil dólares salpicaban las columnas de cotilleo. Con esa cantidad de dinero mi padre habría mantenido a su familia con comodidad durante un año. Él tendría nueve en 1931, y repartía carbón por las mañanas antes del colegio para ayudar a la familia a salir adelante después de que su padre se quedara sin trabajo. Nunca conocí a mi abuelo, cuya salud se deterioró por la presión de no poder mantener a su familia. Murió en 1946, poco después de que se casaran mis padres.

Ninguna preocupación de esa clase empañó la boda de Geraldine Drummond con MacKenzie Graham en 1940. La ceremonia se celebró por todo lo alto en la Cuarta Iglesia presbiteriana en la avenida North Michigan: ocho damas de honor, dos jóvenes pajes con los anillos, seguida de una recepción en la propiedad de Larchmont tan exuberante que me sorprendió que la mansión no se hundiera bajo el peso del caviar. La feliz pareja se fue dos meses a Sudamérica, pues la guerra europea excluía Francia como destino.

Leyendo entre líneas, daba la impresión de que a Geraldine la habían obligado a casarse con el hijo de algún amigote de negocios del padre de ella. Su único hermano, Stuart, había muerto en un accidente de coche sin dejar descendencia, de modo que presumiblemente Geraldine era la heredera de todas las empresas Drummond. Quizá Matthew y Laura Drummond eligieron a un yerno que pensaron que podría dirigir las propiedades familiares. O tal vez Laura eligió a alguien a quien poder controlar; en las fotos de la boda, al novio se le ve acorralado y no muy feliz.

MacKenzie Graham vivió en Larchmont Hall hasta su muerte en 1957. Aparecieron escuetas notas necrológicas en todos los periódicos: muerte en casa por causas naturales. Lo que podía significar cualquier cosa, desde cáncer hasta desangramiento mortal por un accidente de caza. Tal vez era eso lo que había vuelto a Darraugh contra Larchmont, el ver morir allí a su padre.

El frío me calaba a través de la cazadora y la sudadera. A pesar de que el tiempo era inestable pero suave -estábamos a comienzos de marzo y no había habido ni nieve ni heladas durante todo el invierno-, seguía haciendo demasiado frío como para pasarse mucho tiempo sentada. Me levanté del banco y retrocedí hasta el jardín para echar un vistazo a las ventanas superiores. Nada.

Di otra vuelta alrededor del edificio, y me golpeé en la punta del pie con el mismo ladrillo suelto con el que había tropezado las dos veces anteriores. Echando pestes, me senté en un peldaño del estanque y presté atención a la noche que me rodeaba. Durante un rato sólo oí a los animales deslizarse bajo los arbustos que rodeaban el perímetro de Larchmont. De tanto en tanto pasaba algún coche por Coverdale Lane, pero ninguno se detuvo. Un ciervo cruzó el césped de puntillas. Al verme a la luz de la luna, dio la vuelta y echó a correr por la pradera.

De pronto, por encima del viento, oí un crujido fuerte entre la maleza, más allá del garaje. No se trataba de un zorro ni de un mapache. La adrenalina me recorrió todo el cuerpo. Me levanté de un salto. El crujido cesó. ¿Me habría visto el recién llegado? Traté de camuflarme entre los arbustos del jardín y de no respirar. Al instante, oí el ruido de unas pisadas sobre el ladrillo: el recién llegado había pasado de las hojas muertas al sendero. Dos pies, no cuatro. Una persona que conocía el camino, y que avanzaba con determinación.

Me tumbé boca abajo y me arrastró alrededor del estanque en dirección a la casa, sin alejarme del sendero para no anunciar mi presencia con las hojas caídas. Cuando llegué al abrigo de una gran haya levanté con sumo cuidado la cabeza, escrutando las sombras de árboles y arbustos. De pronto apareció una sombra más oscura, unos miembros ectoplásmicos flotando y agitándose a la luz de la luna. Una pequeña figura, con una mochila que dibujaba una joroba en la silueta, que se movía con la agilidad de la juventud.

Volví a bajar la cabeza hacia el césped para que el blanco de mi nariz no brillara a la luz de la luna. La figura me pasó a unos metros de la cabeza, pero no se detuvo. Cuando oí que se encontraba en el ala norte de la casa, me levanté y caminé tras ella. Debió de ver el movimiento reflejado en las contraventanas, porque giró sobre sus talones. Antes de que pudiera echarse a correr, ya me había lanzado yo a toda velocidad. La agarré de las rodillas, dio un grito y cayó bajo mi peso.

No era un chico, sino una chica, de cara pálida y delgada, pelo oscuro echado hacia atrás y recogido en una larga cola. De su piel emanaba el sudor agrio del miedo. Me aparté de ella rodando, pero la agarré del hombro con firmeza. Cuando intentó zafarse la sujeté con más fuerza.

– ¿Qué haces aquí? -pregunté.

– ¿Qué haces aquí? -siseó, asustada pero furiosa. Nuestro aliento producía nubecitas blancas en el aire nocturno.

– Soy detective. Investigo una denuncia por asalto a la propiedad.

– Oh, ya veo: tú trabajas para los cerdos. -El temor amortiguaba su desprecio.

– Ese insulto estaba ya trasnochado cuando yo tenía tu edad. ¿Acaso eres Patty Hearst robando a tus colegas ladrones para dárselo a terroristas, o Juana de Arco salvando a la nación?

Ahora la luna cabalgaba en lo alto del cielo; su luz fría brillaba sobre la chica, convirtiendo en mármol su delicado y joven rostro. Frunció el entrecejo ante mi sarcasmo pero no mordió el anzuelo.

– Me ocupo de mis asuntos. ¿Por qué no te ocupas tú de los tuyos?

– ¿Eres la persona que enciende una linterna en esta casa en mitad de la noche?

Es difícil leer expresiones a la luz de la luna, pero me pareció ver que estaba perpleja, casi asustada, y se apresuró a decir:

– He venido aquí por una apuesta. Los otros chicos pensaban que yo no tenía agallas para cruzar este enorme y solitario lugar por la noche.

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