Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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¿Por qué Darraugh no me dijo que se había criado allí? La ira de sentir que se me había ocultado información me distrajo de lo que ella estaba diciendo. ¿Qué más me habría ocultado Darraugh? Aun así, me daba cuenta de que ocuparse de Larchmont Hall suponía una tarea a jornada completa, no algo que una viuda ligada al negocio de él pudiera aceptar de buena gana. Me representé a Darraugh en una infancia estilo Daphne du Maurier, aprendiendo equitación, caza, jugando al escondite en los establos. Tal vez sólo los niños de clase media como yo imaginan que se puede sentir nostalgia por una infancia semejante y que debe de ser difícil renunciar a ella.

– De modo que usted vigila el lugar para comprobar cómo le va sin su presencia, y le ha parecido ver a alguien merodeando por allí.

– No exactamente. -Tragó ruidosamente y dejó la taza sobre el posavasos con un movimiento que salpicó de gotas la madera-. Cuando se es mayor no se duermen muchas horas seguidas. Me despierto de noche, voy al baño, leo un poco y cabeceo en este sillón. Hace una semana, más o menos -hizo una pausa para calcular con los dedos-, el martes pasado sería, me levanté alrededor de la una. Vi que brillaba una luz y salí. Al principio creí que se trataba de un coche que pasaba por Coverdale Lane. Desde aquí no se puede ver el camino, pero sí el reflejo de las luces en las fachadas.

El reflejo en las fachadas. La precisión de su lenguaje la hacía parecer aún más imponente que sus autoritarios modales. Me acerqué a la ventana e hice visera con las manos para escrutar el atardecer invernal. Al otro lado de Powell Road lo único que veía era el seto que separaba New Solway de lo plebeyo. Larchmont Hall se elevaba en el extremo más alejado, en línea recta con el lugar donde yo me encontraba. La propiedad estaba tan alejada del camino que incluso a la luz del crepúsculo distinguía toda la casa.

– Coja los prismáticos, jovencita: permiten ver en la oscuridad, incluso a una anciana como yo.

Eran unos estupendos Rigel, con función de visión nocturna, que por lo general usan los cazadores.

– ¿Ha comprado esto para poder ver en la oscuridad, señora?

– En principio no los compré para espiar mi vieja casa, si es eso lo que quiere saber: mi nieto MacKenzie me los regaló cuando todavía vivía en Larchmont. Pensó que me serían útiles puesto que cada vez veía menos, y tenía razón.

Las lentes hacían resaltar las ventanas de la buhardilla. En la oscuridad no veía detalladamente, aunque sí lo suficiente como para distinguir el tragaluz recortado en el empinado techo. Las ventanitas de debajo de los aleros no tenían cortinas. La entrada principal, donde habíamos aparcado tanto el policía como yo, se encontraba a la izquierda, frente a Anodyne Park. A cualquiera que viniese a la propiedad desde la calle se le vería fácilmente desde allí si se estaba mirando; sin embargo, el establo y el invernadero ocultarían a quien se acercara desde el jardín de la parte trasera.

– Encontré botellas vacías y cosas así cuando estuve dando una vuelta por allí -dije mientras seguía escrutando la casa en busca de señales de luz o de vida-. Está claro que viene gente a la propiedad ahora que está desocupada. ¿Cree usted que es eso lo que ve?

– Oh, supongo que los trabajadores experimentan cierta sensación de triunfo teniendo relaciones sexuales en los terrenos del viejo Drummond -dijo con desdén-, pero yo he visto luces titilando en el ático en plena noche. La claraboya revela tanto lo que hay dentro como lo que hay fuera. Era el cuarto de estar de los sirvientes cuando mi madre gobernaba Larchmont. De niña solía subir para ver a las doncellas jugar al póquer. Ella no sabía nada de los juegos de cartas, pero los niños y los sirvientes son aliados naturales.

»Cuando murió mi madre, mandé cerrar el ático y trasladé al personal que quedaba al tercer piso. Como no recibía muchas visitas, nunca utilizaba esas habitaciones. Ni tampoco necesitaba a todos los sirvientes que mi madre consideraba esenciales para llevar Larchmont como si fuera el palacio de Blenheim.

»Fue de lo más extraño ver esas luces, como si los sirvientes de mi madre hubieran regresado allí para jugar al póquer. Mi hijo me aseguró que usted es una investigadora competente. Espero que, al contrario de la policía, usted se tome en serio mi denuncia. Después de todo, mi hijo le paga».

Me volví hacia ella y dejé los prismáticos encima de la mesa.

– ¿Usted o Darraugh han informado de esto al propietario o a los agentes inmobiliarios? Ellos deben de ser los principales interesados.

– Julius Arnoff es una persona amable, pero no termina de creerme. Comprendo que ya no soy dueña de la casa -dijo-. Pero sigo teniendo un profundo interés en que se mantenga en condiciones. Como la policía fue tan poco servicial le dije a Darraugh que prefería tener un investigador privado, con la obligación de que me informara regularmente. Lo que me recuerda que, si no me equivoco, aún no me ha dicho cómo se llama, joven. Darraugh lo hizo, pero se me ha olvidado.

– Warshawski. V.I. Warshawski.

– Oh, esos apellidos polacos. Son como anguilas que se deslizan por la lengua. ¿Cómo me dijo mi hijo que la llama? ¿Vic? La llamaré Victoria. ¿Me anota su número de teléfono en este cuaderno? Con números grandes; no quisiera tener que usar una lupa si necesito llamarla con urgencia.

Imaginar a la señora Graham con libertad para llamarme a las tres de la mañana cuando tuviera insomnio, o en momentos inoportunos del día en los que se sintiera sola, me llevó a darle sólo el número de la oficina. El contestador automático desviaría la mayoría de sus llamadas.

– Espero que Darraugh no haya exagerado al hablar de sus capacidades. Esta noche la estaré observando.

Negué con la cabeza.

– No puedo quedarme esta noche. Pero regresaré mañana.

Eso no le hizo ninguna gracia: si su hijo me había contratado, era mi deber trabajar las horas acordadas.

– Y si otra persona requiere mis servicios mañana, ¿debería dejar el trabajo que me ha encargado Darraugh para responder a las exigencias del nuevo cliente? -pregunté.

Las marcadas arrugas que tenía alrededor de la nariz se hicieron más profundas. Quiso saber qué asunto podría tener prioridad sobre el suyo, pero yo no estaba dispuesta a responder. En su favor he de decir que no perdió tiempo discutiendo al ver que yo no tenía intención de ceder.

– Pero usted me comunicará personalmente todo lo que averigüe. Prefiero que no sea Darraugh quien tenga que informarme: a veces me gustaría que se pareciera más a su padre.

Por el tono de voz que empleó, aquello no pareció un cumplido. Cuando me levanté para marcharme, me pidió -me ordenó, en realidad- que llevara las tazas a la cocina. Antes de dejarlas en el fregadero, le di la vuelta a una: porcelana de Coalport.

Pasé todo el camino hasta Chicago analizando sus sorprendentes comentarios. Me preguntaba por qué Darraugh odiaría tanto Larchmont. Me sorprendí a mí misma imaginando tramas de lo más truculentas. Que Darraugh era viudo. Que tal vez su amada esposa había muerto allí, mientras el gandul de su padre huía con su secretaria llevándose los diamantes de la mujer de Darraugh. O puede que Darraugh sospechara que Geraldine había ahogado a su esposa -o incluso a su padre- en el estanque y se juró no volver a pisar jamás la tierra de Drummond.

Mientras regresaba a los pequeños bungalows del West Side de Chicago, llegué a la conclusión de que probablemente el asunto era mucho menos dramático. Sin duda Darraugh y su madre tendrían los roces habituales de cualquier familia.

Fuera lo que fuese, lo cierto era que la señora Graham no llevaba muy bien que su hijo no la visitara con la frecuencia que a ella le gustaría. Me preguntaba si aquellas luces fantasmagóricas en las ventanas superiores no serían una manera de obligar a Darraugh a que le prestara atención. Pensé si no terminaría yo atrapada entre aquellas dos fuertes personalidades. Al menos no me pasaba el día angustiada por Morrell.

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