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Sara Paretsky: Lista negra

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Sara Paretsky Lista negra

Lista negra: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones. Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella. En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre. De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras. Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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La carretera del oeste siempre me ha hecho sentir como si siguiera la pendiente que conduce al cielo, por lo menos al cielo capitalista. Comienza junto al humeante corredor industrial de Chicago, pasa por barrios obreros semejantes a aquel en el que yo me crié: casas diminutas en donde viven mujeres que parecen ancianas a los cuarenta, y hombres que comen y trabajan hasta el infarto prematuro. A continuación se llega a las zonas más deprimidas de las afueras de la ciudad: Cicero, Berwyn, lugares donde todavía muy bien pueden darte una paliza por un dólar. Luego el aire comienza a aclararse y surge la opulencia. Para cuando llegué a New Solway, prácticamente me deslizaba sobre títulos de acciones.

Después del peaje me detuve para examinar los mapas. Coverdale Lane era la carretera principal que serpenteaba a lo largo de New Solway. Empezaba en la esquina noroeste del municipio y trazaba una suerte de gigantesco cuarto de círculo que se abría en Dirksen Road al sureste. Desde Dirksen se podía ir al sur, hasta Powell Road, que separaba New Solway de Anodyne Park, donde vivía Geraldine Graham. Seguí la carretera hacia la entrada noroeste, pues era la que se veía como principal en el mapa.

No había recorrido más de cincuenta metros por Coverdale Lane cuando comprendí lo que me había dicho Darraugh: allí los vecinos no podían espiarse entre ellos. Los caballos pastaban en el terreno, los manzanos aún tenían algunas piezas secas del último otoño. Como los árboles estaban pelados, podían verse algunas mansiones desde el camino, pero la mayoría se encontraban muy alejadas de las imponentes calzadas. Los menos acomodados podían ver sus respectivos caminos desde las ventanas laterales, pero la mayor parte de las casas se levantaban sobre propiedades enormes, de unos diez o doce acres aproximadamente. Y casi todas eran antiguas. Allí no había dinero nuevo. Nada de mansiones desmesuradas alardeando de 2.700 metros cuadrados en pequeñas parcelas.

Después de unos dos kilómetros y medio en dirección sur, Coverdale Lane torcía bruscamente hacia el este. Seguí adelante hasta encontrar, casi al final de la carretera, un discreto letrero, sobre una columna de piedra, en el que ponía «Larchmont Hall».

Pasé por delante de las puertas, continué hacia Dirksen Road, en el extremo este de Coverdale, y giré al suroeste para echar un vistazo al complejo en el que vivía la madre de Darraugh. Quería saber si realmente podía ver la propiedad de Larchmont. Un seto impedía atisbar las mansiones de New Solway desde el nivel de la calle, pero la señora Graham habitaba en el cuarto piso de un pequeño edificio de apartamentos. Desde aquella perspectiva era posible que pudiera divisar la propiedad.

Regresé a Coverdale Lane y tomé un sinuoso camino hasta Larchmont Hall. Dejé el coche donde cualquiera que apareciera por allí pudiera verlo y me armé con el perfecto disfraz: un casco y una carpeta. Un casco permite que la gente dé por sentado que estás haciendo algo con el aire acondicionado o los cimientos. Se usan en el mantenimiento de esa clase de lugares, y confiaba en que no pidieran credenciales.

Cuando conseguí orientarme, silbé entre dientes: los primeros propietarios hicieron las cosas a gran escala. Además de la mansión, la propiedad contaba con una cochera, establos, un invernadero y hasta una casita que imaginé que sería para la gente que se encargaba de las zonas verdes, o que se encargaría de ellas, si es que alguien podía costear semejante trabajo. El agente de la inmobiliaria no se ocupaba demasiado del mantenimiento; el estanque ornamental, que se extendía entre la mansión y las construcciones aledañas, estaba cubierto con hojas y lirios muertos. Incluso vi una carpa flotando panza arriba en el medio. Los jardines estaban llenos de maleza, y hacía mucho tiempo que no se cortaba el césped.

La dejadez y la cantidad de edificios resultaban agobiantes. Aunque uno fuera tan ostentoso como para comprar un lugar semejante, ¿cómo podría cuidarlo adecuadamente? Rodear cada edificio, para ver si había agujeros en los cimientos o en las ventanas, se me antojaba abrumador. Me erguí y eché los hombros hacia atrás. «Quejarse duplica el trabajo», solía decir mi madre cuando me negaba a lavar los platos. Decidí empezar la tarea de menor a mayor, lo que significaba inspeccionar la casita en primer lugar.

Para cuando terminé de husmear por las ventanas, de subirme a los postes de las cercas para ver si estaba roto algún cristal del tejado del invernadero y de asegurarme de que las puertas de los establos y de la cochera no sólo estuvieran bien cerradas sino que además no mostraran señales recientes de haber sido forzadas, ya era pasado el mediodía. Tenía hambre y sed, pero en la primera semana de marzo aún anochece pronto. No quería desperdiciar la luz diurna buscando algo de comer, así que empecé a caminar alrededor de la casa con decisión.

Era un edificio enorme. De lejos tenía un aspecto elegante, ligeramente federal en el diseño, con sus esbeltas columnas y sus fachadas cuadradas, pero a mí lo único que me importaba eran las ventanas, las puertas de la planta baja de los cuatro laterales y las puertas de los balcones del primer piso… el paraíso de un ladrón.

No obstante, todas las ventanas de los dos pisos bajos revelaban que tenían un sistema de seguridad. Comprobé unas cuantas de la planta baja con un contador, pero no vi que estuviera interrumpida la corriente en ningún lugar.

Desde luego, por allí iba gente: botellas de cerveza, el envoltorio plateado de las bolsas de patatas fritas, cajetillas de cigarrillos estrujadas, el inevitable condón, hablaban por sí solos. Quizá lo único que veía la señora Graham eran chicos de la zona que buscaban un poco de intimidad.

Me debatía entre trepar o no por las columnas para comprobar las puertas del balcón cuando vi detenerse un coche-patrulla. Un policía de mediana edad se me acercó sin apresurarse.

– ¿Tiene alguna razón para estar aquí?

– Probablemente la misma que usted. -Apunté con mi contador hacia la casa-. Soy de Florey y Kapper, los ingenieros mecánicos. Nos han dicho que una mujer cree ver hombrecitos verdes merodeando por aquí de noche. Sólo estoy verificando los circuitos.

– Hizo sonar algo en la cochera -dijo el policía.

Sonreí.

– Oh, lo siento: empleé la fuerza bruta. Ya nos lo advirtieron en IIT, pero quería ver si era posible levantar esas puertas. Lamento haberle hecho venir hasta aquí para nada.

– No se preocupe: así me he librado de la octogésimo tercera llamada para que vayamos a examinar correo sospechoso.

– ¡Qué fastidio!, ¿verdad? -dije esperando que no me pidiera identificación-. Tengo amigos en el Departamento de Policía de Chicago que ya no dan más de sí.

– Lo mismo sucede aquí. Tenemos que vigilar el embalse y unas cuantas centrales eléctricas. Ya va siendo hora de que el FBI atrape a ese cabrón del ántrax. Desperdiciamos una increíble cantidad de mano de obra atendiendo llamadas histéricas relativas a cartas de la vieja tía Madge que olvidó poner el remitente en el sobre.

Comentamos la situación del momento, como todo el mundo en aquellos días. Las fuerzas policiales se habían visto muy afectadas porque tenían que ocuparse de ataques terroristas imprevisibles, en lugar de resolver los muchos delitos locales. Los tiroteos desde coches, que habían descendido a su nivel más bajo desde hacía décadas, se habían disparado en los últimos seis meses.

Sonó el teléfono móvil del policía, quien respondió con gruñidos.

– Tengo que irme. ¿Puedo dejarla aquí sola?

– Yo también me marcho. El lugar me parece limpio, salvo por la basura de costumbre… -Apunté con el pie hacia un paquete de tabaco vacío cerca de la puerta-. No parece que nadie esté utilizando este lugar.

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