Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Si encuentra a Osama bin Laden en el ático, llámeme: me ganaría unos puntos. -Se despidió con un gesto de la mano y regresó al coche patrulla.

No se me ocurría qué otra cosa buscar y, de todos modos, era prácticamente de noche y apenas se veía. Me dirigí al otro extremo de los jardines, donde comenzaba un bosque imponente, y volví a mirar la casa. Desde allí divisaba las ventanas del ático, que miraban inexpresivas al cielo.

2

LA VIUDA DE HIERRO

Tuve que pasar por varios controles de seguridad hasta llegar a Geraldine Graham. Anodyne Park era una comunidad muy vigilada, con un guardia en la entrada que tomó nota de la matrícula de mi coche y me preguntó cuál era la razón de mi visita antes de pedir autorización a la señora Graham para dejarme entrar. Mientras serpenteaba por una de esas carreteras sinuosas que hacen las delicias de los promotores de zonas residenciales, me di cuenta de que el complejo era más grande de lo que parecía desde fuera. Además de las casas, los edificios de apartamentos y la clínica del tamaño de un pequeño hospital, había una pequeña hilera de tiendas. Varios grupos de golfistas, que no se achantaban ante el mal tiempo, dejaban los coches frente a un bar que había cerca de aquéllas. Entré en una tienda de alimentación construida a modo de chalé alpino para comprar una botella de agua demasiado cara y un plátano. Tener el nivel de azúcar en sangre un poco más alto me ayudaría a entrevistar a la madre de mi cliente.

Cuando abrió la puerta, me quedé asombrada: Geraldine Graham se parecía tanto a su hijo que hasta hubiera creído que quien estaba allí delante era el mismísimo Darraugh vestido de seda rosa. Tenía su misma cara estirada, la nariz prominente y los ojos de idéntico azul escarchado, si bien los de la mujer ya estaban empañados por la edad. La única diferencia radicaba en el pelo: con los años el rubio de Darraugh se había vuelto blanco; el de ella era oscuro, de un tono castaño veteado de canas completamente natural. Era igual de tiesa que su hijo. Me imaginé a su madre atándole una tabla victoriana a la espalda que después habría heredado Darraugh.

Geraldine Graham se apartó del umbral y la luz le dio de lleno en la cara, fue entonces cuando vi lo surcada de arrugas que la tenía.

– Usted es la joven que envía mi hijo para averiguar quién entra en Larchmont Hall, ¿verdad? -Tenía un tono de voz agudo y aflautado propio de la edad-. No sabía si el policía la arrestaría o no, pero me dio la impresión de que usted se las arregló para convencerlo. ¿Qué le hizo ir allí?

– ¿Estaba usted observándome, señora?

– Pasatiempos de la gente mayor. Espiar por la ventana, mirar por las cerraduras. Aunque supongo que lo que para mí es una diversión para usted es un trabajo. Estoy preparando té. Puedo ofrecerle una taza. También tengo bourbon: sé que los detectives beben cosas más fuertes que el té.

Me reí.

– Eso sólo lo hace Philip Marlowe. Nosotros, los detectives modernos, no podemos beber alcohol durante el día: nos da sueño.

La mujer se alejó por el corto pasillo hasta la cocina. La seguí y sentí una punzada de envidia al ver el frigorífico de dos puertas y la vitrocerámica. La cocina de mi casa no se remodelaba desde hacía dos inquilinos. Me pregunté cuánto costaría instalar una zona de cocción como aquélla, con sus elegantes quemadores eléctricos que parecían pintados en la superficie. Probablemente dos años de hipoteca.

La señora Graham percibió mi mirada y dijo:

– Los diseñaron así para evitar que los viejos prendan fuego a la casa. Se apagan automáticamente si no hay nada encima, o después de unos minutos si no se programó el tiempo.

Cuando vi que ella colocaba despacio una escalerita para alcanzar las bolsas de té, me acerqué a ayudarla. Me rechazó con la misma brusquedad que su hijo.

– Que sea vieja y torpe no quiere decir que vaya a dejarme intimidar por los jóvenes y ágiles. Mi hijo insiste en traer aquí a una ama de llaves para que así yo pueda vegetar frente al televisor O detrás de mis prismáticos. Como verá, estaríamos chocándonos todo el día en un lugar tan pequeño. Me alegró prescindir de todas esas tonterías cuando me mudé de la casa grande. Amas de llaves, jardineros, uno no puede dar un paso sin tener en cuenta la opinión y los horarios de los demás. Una antigua sirvienta viene todos los días a limpiar y preparar las comidas… y a asegurarse de que no he muerto por la noche. Eso es ya suficiente intromisión. -Echó agua caliente en unas finas tazas de porcelana que tenían ya la bolsa de té dentro-. Mi madre se sorprendería si me viera utilizar bolsas de té o tomarlo en tazas altas. Incluso cuando tenía noventa años, teníamos que servirlo en el juego de Crown Derby todas las tardes. Las tazas altas y las bolsitas tienen el sabor de la libertad, pero nunca estoy segura de si se trata de libertad o de dejadez.

Aquellas tazas, con su delicado borde dorado y sus complejos estarcidos, no eran exactamente del servicio de la Pacific Gardens Mission. Cuando la señora Graham me indicó con la cabeza que podía coger una, a duras penas pude agarrar la estrecha asa. Me quemé los dedos con el té a través de la finísima porcelana. Seguir el lento caminar de la anciana por el pasillo hasta la sala de estar me pareció un auténtico suplicio.

Si Geraldine Graham había vivido en una mansión como las del otro lado de la calle, aquel apartamento podría parecer un lugar diminuto, pero sólo el salón era del tamaño de mi apartamento de Chicago. Había alfombras chinas de color claro en el pulido suelo de madera. Dos sillones cubiertos con una tela de satén color hueso flanqueaban una chimenea situada en el centro de la pared, pero la señora Graham me llevó a un rincón que daba a Larchmont Hall, donde había una silla tapizada junto a una mesa con el borde labrado. Allí era donde parecía vivir: libros, gafas de lectura, sus prismáticos y un teléfono ocupaban la mayor parte de la superficie de la mesa. Detrás de la silla colgaba una pintura al óleo de una mujer con traje eduardiano. Observé el rostro tratando de encontrar una semejanza con mi anfitriona y su hijo, pero no era más que el óvalo de una belleza clásica. Sólo la frialdad de sus ojos azules me recordó a Darraugh.

– Es mi madre. Para ella fue una gran decepción que yo heredara los rasgos de mi padre; de joven se la consideraba una de las mujeres más hermosas de Chicago. -Con sus pausados movimientos, Geraldine Graham colocó los prismáticos y las gafas encima de los libros y luego dispuso unos posavasos para las tazas. Se sentó en su silla y dijo que yo podía acercarme uno de los sillones que había junto a la chimenea-. Probablemente no debería haber comprado un apartamento que diera a la casa. Mi hija me advirtió de que me resultaría duro ver extraños en el lugar, pero, desde luego, no los he visto, excepto durante los pocos meses que los inquilinos pudieron pagarla. Se trataba de un magnate de la informática que se derritió como nieve en medio de la convulsión financiera del año pasado. Siempre he creído que es muy humillante para los niños que tengan que venderse sus caballos. Pero desde que se fueron no he vuelto a ver a nadie hasta estos últimos días… noches. Durante el día no veo nada fuera de lo común. Aunque mi hijo no lo diga, debe de pensar que tengo Alzheimer. Al menos eso creo, puesto que cogió el coche para venir hasta aquí el jueves por la noche, lo cual es muy raro en él. Sin embargo, no estoy loca: sé lo que veo. Después de todo, la vi a usted esta tarde.

Fingí no haber oído la frase final.

– ¿Larchmont Hall le perteneció a usted? Darraugh no me lo dijo.

– Nací en esa casa. Crecí en ella. Pero ninguno de mis hijos quiso asumir la carga de cuidar de semejante propiedad, ni siquiera conservarla en fideicomiso para sus propios hijos. Naturalmente mi hija no vive aquí, ella está en Nueva York con su marido; tienen una propiedad de la familia de él en Rhinebeck, pero yo pensaba que Darraugh querría que su hijo tuviera la oportunidad de vivir en Larchmont. Sin embargo, fue inflexible, y una vez que Darraugh toma una decisión, es tan duro como un diamante.

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