Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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«Más de una docena de periodistas occidentales han sido asesinados desde que comenzó la guerra», escribí yo en una ocasión. «Cada vez que enciendo el televisor, debo prepararme para lo peor».

Su respuesta electrónica llegó en cuestión de minutos.

«Victoria, mi amada detective, si volviera a casa mañana, ¿prometerías solemnemente retirarte de cualquier investigación que yo considerase peligrosa?».

Un mensaje que me enfureció aún más porque sabía que tenía razón. Era injusta y estaba manipulándolo. Sin embargo, necesitaba verlo, tocarlo, oírlo… en persona, no desde el ciberespacio.

Entonces me dio por correr hasta la extenuación. Desde luego, agotaba a los dos perros que comparto con mi vecino del piso de abajo, y terminaron por esconderse en el dormitorio del señor Contreras cada vez que me veían llegar en chándal.

A pesar de las largas carreras -siete kilómetros casi todos los días, en lugar de los habituales tres o cuatro- no lograba cansarme lo suficiente como para dormir. Perdí cinco kilos en los seis meses que siguieron a lo del World Trade Center. Mi vecino de abajo no dejaba de preocuparse, así que el señor Contreras empezó a prepararme tostadas francesas con beicon cuando regresaba de correr, y finalmente me convenció para que fuera a ver a Lotty Herschel y me hiciera un reconocimiento completo. Lotty dijo que me encontraba bien físicamente, pero que, como tantos otros, sufría de agotamiento espiritual.

Se llamara como se llamase, lo cierto es que en aquellos días no estaba en lo que tenía que estar. Mi especialidad son los delitos financieros e industriales. Antes caminaba mucho: iba a edificios gubernamentales a consultar archivos, vigilaba personalmente, etcétera. Pero en la era de Internet, uno se mueve entre páginas web. Hay que tener capacidad de concentración para pasar horas delante de un ordenador, y por entonces eso era algo de lo que yo carecía.

Por esa razón andaba yo por los alrededores de Larchmont Hall en la oscuridad. Cuando mi cliente más importante me encargó que averiguara si algún intruso se colaba allí por la noche, me sentía tan ávida de hacer cualquier actividad física que hasta habría limpiado los vetustos bancos de piedra que rodeaban el estanque ornamental de la casa.

Darraugh Graham llevaba conmigo casi desde el día en que abrí la agencia. Tres de las personas que trabajaban en la oficina neoyorquina de su compañía, Continental United, murieron en el desastre del World Trade Center. Fue un duro golpe para Darraugh, pero se mostró reservado y comedido en su aflicción, una actitud más conmovedora que las muchas tonterías que nos tocó oír durante aquellos días. No se obsesionó con las muertes ni con las consecuencias, sino que me llevó a su sala de conferencias, donde desenrolló un mapa detallado de los barrios residenciales del oeste.

– Te he hecho venir por razones personales, no por negocios. -Con un golpe seco, colocó el dedo índice sobre un manchón verde al noroeste de Naperville, en la zona independiente de New Solway-. Todo esto es propiedad particular. Grandes mansiones que pertenecen a viejas familias de la zona, ya sabes, los Ebbersley, Felitti, etcétera. Hasta ahora han conseguido mantener el terreno intacto, como si fuera una reserva forestal privada. Esta franja marrón corresponde a los diez acres que Taverner vendió a un promotor inmobiliario en el 72. Por entonces hubo un escándalo, pero él estaba en su derecho. Tuvo que pagar costas judiciales, creo.

Seguí el largo dedo índice de Darraugh mientras recorría la banda marrón que cortaba el verde como una zanahoria.

– Hacia el este se encuentra el campo de golf. Al sur, el complejo donde vive mi madre. -En las mejores circunstancias, Darraugh es un hombre frío y distante. Resulta difícil figurárselo en situaciones normales, como naciendo, por ejemplo-. Mi madre tiene noventa y un años. Se las arregla sola, con un poco de ayuda y, de todas formas, no quiero… ella no quiere vivir conmigo. Vive en Anodyne Park, una urbanización de la zona. Allí hay casas residenciales, apartamentos, un pequeño centro comercial, una clínica privada, por si necesita asistencia médica. A ella parece gustarle. Es muy sociable, como mi hijo. En mi familia la sociabilidad se salta generaciones. -Esbozó una sombría y breve sonrisa-. Anodyne Park, un nombre ridículo para una urbanización, ofensivo cuando piensas en el ala para enfermos de Alzheimer de la clínica privada… Mi madre dice que la palabra significa algo así como «calmante» o «curativo».

»El bloque en el que vive ella da a los terrenos de Larchmont Hall. Es una de las grandes mansiones, una finca enorme. Lleva un año deshabitada; la familia Drummond fueron los primeros propietarios. Los herederos vendieron el lugar hace tres años, pero los nuevos compradores se arruinaron. Felitti habló de comprarla con el fin de mantener alejados de la zona a otros promotores, pero de momento no lo ha conseguido.

Darraugh se detuvo. Esperé a que fuera al grano, algo que nunca lo ha asustado, pero una vez transcurrido un minuto dije:

– ¿Quieres que busque a un plutócrata para que compre el lugar de manera que no se divida entre los que son ricos sin más?

Hizo una mueca.

– No te he llamado para una ridiculez semejante. Mi madre cree ver gente que entra y sale del lugar por la noche.

– ¿No quiere llamar a la policía?

– La policía ha ido un par de veces pero no ha encontrado a nadie. El agente que cuida el lugar para la compañía que vende la casa tiene montado un sistema de seguridad y no ha sido forzado.

– ¿Algún vecino ha visto algo?

– Una característica del lugar, Vic, es que los vecinos no se ven los unos a los otros. Aquí están las casas, y todo esto son árboles, jardines, etcétera, de cientos de años de antigüedad. Naturalmente puedes hablar con los vecinos. -Volvió a aplastar su dedo contra el mapa mostrándome las distancias, pero su tono era inseguro, algo inusual en él.

– ¿Qué interés tienes en esto, Darraugh? ¿Acaso piensas comprar tú todo el lugar?

– Dios santo, no.

No dijo nada más, sino que se dirigió hacia las ventanas para contemplar las obras de Wacker Drive. Lo miré perpleja. Ni siquiera años atrás, cuando me pidió que ayudara a su hijo en un asunto de drogas, danzaba por el cuarto de aquella manera.

– Mi madre siempre se ha regido por sus propias leyes -murmuró a la ventana-. Es cierto que la justicia presta más atención a la gente de su… de nuestro entorno que a la gente como… bueno, que a los demás. Pero ella afirma que la policía no la está tomando en serio. Desde luego puede que se lo esté imaginando, a fin de cuentas tiene más de noventa años, pero ha empezado a llamarme todos los días para quejarse de la falta de atención policial.

– Miraré a ver si puedo descubrir algo que a la policía se le esté pasando por alto -dije con amabilidad.

Relajó los hombros y se volvió hacia mí.

– Tus honorarios son los de siempre, Vic. Arregla con Caroline el tema del contrato. Ella también te dará los datos de mi madre.

Me llevó hasta donde estaba su asistente personal, que le dijo que su conferencia con Kuala Lumpur lo esperaba.

Hablamos un viernes por la tarde, un desapacible 1 de marzo. El sábado por la mañana hice la primera de las que serían muchas y largas excursiones a New Solway. Antes de salir para allá en coche, pasé por mi oficina a recoger los mapas oficiales de la zona residencial del oeste. Miré el ordenador y a continuación le di resueltamente la espalda: había entrado en el sistema tres veces desde las diez de la noche anterior y no había recibido ni una palabra de Morrell. Me sentía como un alcohólico con la botella al alcance de la mano, pero cerré el despacho sin abrir el correo electrónico y empecé los treinta kilómetros de trayecto hasta la tierra de los ricos y poderosos.

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