Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Vanna Landau, la ayudante del fiscal, era una mujer menuda que se inclinaba sobre la mesa como si, ocupando el mayor espacio posible, tratara de parecer más grande.

– Y bien, ¿qué estaba haciendo en el lugar, exactamente?

Entre toses y estornudos, se lo expliqué con la voz más afable que pude.

– ¿Espiando en Larchmont Hall en mitad de la noche? -dijo Landau-. Eso es entrada ilegal en propiedad ajena, como mínimo.

En un esfuerzo por mantenerme despierta, me pellizqué el entrecejo.

– ¿Habría sido mejor si lo hubiera hecho de día? Geraldine Graham estaba preocupada porque ha visto intrusos alrededor de la casa por la noche. A petición de su hijo, me acerqué a echar un vistazo.

Larry Yosano, el joven abogado, intentaba quitarse el sueño de los ojos a fuerza de restregárselos.

– Técnicamente, desde luego, es una entrada ilegal, pero si usted ha tenido que vérselas con la señora Graham sabrá que ella nunca ha admitido que Larchmont ya no le pertenece. Tiene una fuerte personalidad, y es difícil decirle que no. -Se volvió hacia mí-. Lyons Trust son los propietarios. Es a ellos a quienes habría que llamar si la señora Graham detecta algún problema en la propiedad.

No dije nada aparte de pedir un pañuelo de papel. Uno de los oficiales encontró unas servilletas de papel en un cajón y me las tiró desde el otro lado de la mesa.

– O a la policía -dijo el teniente Schorr-. ¿No se le pasó por la cabeza, señorita Detective Privada?

– La señora Graham llamó varias veces a la policía de New Solway. Pensaron que era una vieja loca que se inventaba cosas.

El policía de New Solway, cuyo nombre no sabía, se enfureció.

– Fuimos allí tres veces, pero no vimos nada. Ayer, cuando realmente había alguien en la propiedad, tardamos quince minutos en presentarnos allí. El hijo dice que es posible que se lo esté inventando para llamar la atención.

Tenía que responder a aquello.

– Estuve con la señora Graham ayer por la tarde. No me dio en absoluto la impresión de que tuviera alucinaciones. Sé que es vieja, pero si dice que ve luces en la casa debe de ser cierto. ¿Qué hay del hombre en el estanque? Eso ya prueba que alguien iba a la propiedad por alguna razón.

– No creo que la señora Graham esté inventando nada -añadió Yosano -, pero no hace caso de los consejos que se le dan. Nosotros, por ejemplo, le aconsejamos que se mudara lejos de New Solway cuando vendió la propiedad, pero sus lazos con la comunidad son muy profundos, naturalmente.

Me imaginé al desventurado millonario puntocom tratando de eludir los esfuerzos de Geraldine Graham por ayudarle a dirigir Larchmont de la manera en que lo había hecho su madre.

A la joven ayudante del fiscal le parecía que la entrevista se estaba yendo por las ramas e insistió en saber cuál era mi relación con el muerto.

– Nos besamos una sola vez, muy profundamente… -Esperé a que uno de los oficiales lo escribiera puntualmente antes de añadir-: Cuando intenté practicarle los primeros auxilios. Tenía la boca llena de la porquería del estanque y primero tuve que limpiársela… ¿Ha quedado claro? ¿O es necesario que deletree las palabras?

– ¿De modo que usted no admite que lo conociera? -dijo Vanna Landau.

– El verbo «admitir» suena como si pensara que conocerlo fuera un crimen. -Volví a estornudar.

– ¿Quiere eso decir que sabe quién es? ¿Algún delincuente profesional del condado de DuPage con el que resultaría peligroso que la asociaran?

– Un negro en un lugar como ése, ¿qué otra cosa podría ser sino un delincuente? -dijo con una risita uno de los oficiales a un compañero.

Alargué la mano y arranqué una hoja del cuaderno del abogado.

– Permítame anotar este último comentario palabra por palabra para asegurarme de que lo cite correctamente cuando llame mañana al Herald-Star. «Un negro en un lugar como ése, ¿qué otra cosa podría ser sino un delincuente?». Es así, ¿verdad?

– Barney, ¿por qué Teddy y tú no nos traéis un café mientras nosotros terminamos con este asunto? -dijo Schorr a sus oficiales. En cuanto se marcharon, me quitó el papel de las manos e hizo una bola con él-. Es tarde, estamos todos muy cansados y no tenemos la mente clara para tratar este problema. Volvamos sobre una serie de cuestiones una vez más y podrá regresar a Chicago. ¿Sabe quién es el muerto o no lo sabe?

– Jamás lo había visto hasta esta noche. No puedo añadir nada más al respecto. ¿Tiene ya algún informe preliminar del forense? -Empezaba a dolerme la garganta.

Schorr y la ayudante se miraron. Ella apretó los labios, pero cogió el teléfono que había en un extremo de la mesa. Mantuvo una enérgica conversación con uno de los peritos médicos y movió la cabeza. Bajo la fría luz del depósito de cadáveres del condado de DuPage todavía nadie había encontrado ninguna pista que se me hubiera escapado.

– Se encargará de que se publique una fotografía en los periódicos y en las noticias, ¿verdad? -le dije a la ayudante-, Y de que se haga una autopsia completa, incluyendo un análisis de la dentadura.

– Sabemos hacer nuestro trabajo -dijo con rigidez.

– Sólo preguntaba. No me gustaría pensar que como era negro no van a hacer el esfuerzo de averiguar la causa de su muerte y demás.

– No hace falta que se preocupe por eso -dijo Schorr, cuyo fingido tono de buen humor no disimulaba la indignación que se le veía en la cara-. Váyase a casa, y deje que nosotros nos ocupemos de la investigación.

Cuando le informé de dónde había dejado el coche, dejó escapar un exagerado suspiro y dijo que imaginaba que uno de los oficiales podría llevarme hasta allí, pero tuve que esperar en la recepción.

Se me habían agarrotado los ligamentos durante la reunión. Tropecé al salir del cuarto. Larry Yosano, el joven abogado, me cogió del brazo para evitar que me cayera. Cuando le di las gracias, me pregunté por qué se habría unido esa noche a nuestra alegre cuadrilla.

Él bostezó.

– Esta semana soy el auxiliar de guardia encargado de los problemas difíciles. Llevamos los asuntos de casi todas las propiedades de New Solway; tenemos llaves, así que si el teniente hubiera querido entrar en la casa, podría habérselo permitido. De hecho, cuando me llamaron, fui a Larchmont, pero su grupo ya se había marchado de allí. Me llevó un tiempo comprobar la alarma; no la habían hecho saltar, y todavía funciona. Eché un vistazo por la planta baja, pero no parecía que hubiera entrado nadie. -Bostezó con más energía-. Ojalá Lyons Trust encontrara comprador. No es bueno tener un lugar así vacío. Nosotros aconsejamos contratar a un vigilante, pero el banco no quiso pagarlo.

La oficial Protheroe, la mujer que me había proporcionado ropa limpia, apareció: le había tocado a ella llevarme. Yosano salió con nosotras. Antes de subir a su BMW me dio una tarjeta. La miré con mis hinchados ojos: era socio de Lebold & Arnoff, que tenían sus oficinas en Oak Brook y en la calle LaSalle. Jamás había oído hablar de ellos, pero, claro, no suelo ocuparme de asuntos relacionados con las propiedades de los megaricos.

– La próxima vez que la llame Geraldine Graham dele mi número -dijo Yosano-. Me gustaría convencerla de que deje de vigilar Larchmont por su cuenta.

Se me habían pegado las tarjetas en la cartera, y le escribí el número de mi oficina en un trozo de papel.

– ¿Está lo bastante despierta como para volver en coche a su casa? -preguntó Protheroe cuando llegamos al Mustang-. No me gustaría que me llamaran dentro de media hora para ir a recoger sus pedazos de la autopista. Hay un Motel 6 siguiendo por la carretera. Quizá sea mejor que pase allí lo que queda de noche.

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