Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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6

CRUCE EN EL VECINDARIO

Cuando hace tiempo firmé un contrato de siete años por el arrendamiento de una parte de un local en el extremo sur de Bucktown, el barrio era mayoritariamente hispano, con un puñado de artistas hambrientos necesitados de un alquiler barato. A media manzana de mi casa había dos taquerías que servían tortillas recién hechas pasada la medianoche, y podía acudir a los mejores quirománticos.

Aquella tarde, mientras conducía hacia el suroeste en dirección a mi oficina, lo único que veía eran viejos edificios de seis pisos como el mío en ruinas y residencias urbanas de nueva construcción. Centros comerciales con el mismo diseño que Starbucks, compañías de tecnología inalámbrica y cadenas de restauración de edificios sustituían a fábricas y escaparates, como si los más pudientes no quisieran correr riesgos en ciertos lugares del barrio. Las taquerías son hoy un recuerdo. Ahora tengo que andar más de un kilómetro en dirección sur si quiero tomar una buena torta de maíz. Desde luego que los inquilinos como yo son una de las razones por las que el barrio está cambiando, pero eso no me sirve de mucho consuelo. Sobre todo cuando pienso en cómo será la negociación para la siguiente renovación de mi contrato.

Paso por delante de mi oficina sin detenerme, a pesar de ver luces en las ventanas altas del lado norte; mi socia en el alquiler del local, Tessa Reynolds, que se habrá quedado hasta tarde trabajando en una escultura.

Unas cuantas manzanas al sur de nuestro edificio, la avenida Milwaukee se estrecha ocasionando embotellamientos a cualquier hora del día. Aparqué frente al primer parquímetro que vi y recorrí a pie las últimas dos manzanas hasta La Llorona, abriéndome paso entre la clase de gente que conocí durante mi infancia en South Side. Mujeres cansadas con enjambres de niños correteando a su alrededor que se detenían en los mercados a comprar la comida para la cena, o a toquetear la ropa colgada en percheros dispuestos en las aceras. Muchachos que entraban y salían de ruidosos y estrechos bares. Y vi cómo una niña de unos ocho años cogía de una mesa un pasador de pelo y se lo guardaba en el bolsillo.

Cuando llegué a La Llorona, había unas seis o siete mujeres hablando con la señora Aguilar mientras ella envolvía la cena para sus familias. Celine estaba en la caja registradora, con su pelo castaño rojizo recogido en una cola de caballo. Resolvía problemas de matemáticas entre los pedidos telefónicos.

– Buenos días, señora Aguilar -saludé con voz ronca cuando la señora Aguilar me dirigió la mirada.

-Buenos días, señora Victoria -contestó-. Está enferma, ¿no? ¿Qué necesita? ¿Un tazón de sopa? Celine, chica [1] , trae sopa, ¿vale?

Celine suspiró como lo hacen todos los adolescentes a los que se les manda algo, pero se agachó con presteza bajo el mostrador para llenarme un buen tazón. Mientras esperaba, eché un vistazo a su libro: Ecuaciones diferenciales para estudiantes de matemáticas del SAT. Un título conciso.

Me senté en una de las tres mesas altas que había en el rincón más apartado de la entrada y tomé la sopa despacio. Cuando se marcharon todos los clientes, escuché la eterna cantinela de la señora Aguilar sobre lo mucho que le dolía la espalda y lo canalla que era su casero, que iba a subirle el alquiler pero se negaba a arreglar una tubería rota que la semana anterior la había obligado a cerrar el negocio durante por lo menos dos días.

– Lo que quiere es que me vaya, para luego echar abajo el edificio y construir pisos o algo por el estilo.

Lo más seguro es que tuviera razón, así que lo único que hice fue tratar de consolarla. Finalmente me las arreglé para llevar la conversación hacia el tercer tema favorito de la señora Aguilar: la educación de Celine. Le pregunté si tenía el último anuario de Vina Fields. La señora Aguilar se aproximó al mostrador y sacó algo de un cajón que había debajo de la caja registradora.

– Hockey sobre hierba; no entiendo ese juego, pero en este colegio es importante, y Celine es la mejor. -A Celine le dio tanta vergüenza que se fue con sus ecuaciones a una de las mesas de arriba. Cuando entraron unos clientes, cogí el anuario y volví a mi mesa, después de pedir otra sopa.

– Eso sólo no es comida, Victoria -me regañó la señora Aguilar, mientras desaparecía tras el mostrador y regresaba a sus sartenes.

Empecé viendo las fotos de las clases, primero las de los mayores. Muchas caras lozanas, muchas chicas seguras de sí mismas, con largas melenas negras y actitud arrogante. Miré con detenimiento todos aquellos rostros, por si alguno coincidía con el fantasma de la noche anterior. No me parecía que fuera Alex Dewhurst, deporte favorito: equitación; cantante favorito: 'NSYNC; ni Rebecca Caudwell, a la que le encantaba el patinaje artístico y quería ser abogada, si bien podría haberse dedicado a cualquiera de las dos cosas.

– ¿Qué busca?

Estaba tan absorta que no vi a Celine cerrando la caja y aproximándose hasta que la tuve a dos pasos. La señora Aguilar limpiaba los mostradores. Hora de marcharse.

– Anoche me crucé con una de tus compañeras mientras trabajaba. Perdió algo valioso, pero ignoro cómo se llama.

– ¿Cómo es?

– Pelo castaño recogido en una larga trenza y cara digamos que estrecha.

Celine se ofreció a llevar el objeto al colegio y poner un anuncio en la intranet, pero le dije que probablemente la chica no querría que las circunstancias en las que se produjo la pérdida se hicieran públicas. Cuando terminé con los mayores y pasé a los menores, vi a mi Julieta casi de inmediato. Tenía la mirada seria a pesar de la media sonrisa que le había arrancado el fotógrafo. A ambos lados de la cara le caían unos mechones que se le habían soltado de la trenza, como si no le hubiera apetecido peinarse sólo para hacerse una fotografía. Catherine Bayard: le encantaba la música de Sarah McLachlan, su deporte favorito era el lacrosse y de mayor quería ser periodista. Probablemente llegaría a serlo: en Chicago, Bayard e industria editorial son palabras que van juntas, como Capone y crimen.

No me detuve mucho tiempo en el rostro de Catherine; no quería que Celine la alertara en el colegio al día siguiente. En cambio me encogí de hombros como si renunciara a una búsqueda inútil. Celine me miró con ojos suspicaces. A las muchachas que solucionan problemas de cálculo de nivel avanzado les parece que los adultos como yo somos aburridamente fáciles de resolver. Sabía que yo había detectado a alguien, aunque no supiera decir de quién se trataba.

Antes de devolverle el libro miré la sección de profesorado. La directora era una mujer llamada Wendy Milford, que tenía la expresión dura que ponen los directores de colegio para que se piense que sus jóvenes alumnos no los asustan. Le pedí a Celine que me señalara a su entrenador de hockey, y memoricé los nombres de los profesores de matemáticas e historia. Nunca se sabe.

Cerré el libro y se lo entregué junto con el dinero de la sopa. Dos tazones, tres dólares; eso no lo encontrabas en el 923 ni en Mauve, ni en ningún otro restaurante de moda de los que recientemente habían hecho quebrar a La Llorona.

Antes de ir a casa, pasé por la oficina. Tessa ya se había marchado y el edificio estaba a oscuras. Hacía frío también. Tessa utiliza enormes piezas de acero para construir gigantescas esculturas, trabajo que la hace sudar lo suficiente como para mantener la caldera a unos dieciséis grados. Regulé el termostato y me senté con el abrigo puesto mientras subía la temperatura.

Calvin Bayard, uno de mis héroes de juventud. Me enamoré locamente de él cuando fue a dar una charla a mi clase de derecho constitucional en la Universidad de Chicago. Con su sonrisa magnética, su avezado dominio de los temas de la Primera Enmienda y su rapidez para responder preguntas hostiles, parecía venir de un mundo distinto al de mis profesores.

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