Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Sé lo que ocurrió, jovencita, pues esta mañana ha venido a verme un policía de lo más impertinente. Se hacía llamar Schorr; aunque yo le llamaría «Horror». Realmente me molestó que no considerase oportuno informarme de lo que sucedió anoche en mi estanque.

– El estanque de Larchmont, señora. Para cuando terminé con la policía y llegué a casa eran las cuatro de la mañana. Ni siquiera alguien con los inquietos hábitos nocturnos que tiene usted habría recibido con alegría una llamada a semejante hora… si me hubiera sentido capaz de hacerla, que no era el caso.

Como parecía que mi respuesta le había parado un poco los pies, le pregunté qué era lo que quería Schorr. Cerré los ojos y me masajeé ambos lados de la nariz.

– Como allí se ha ahogado un individuo negro, se preguntaba si sería alguien que trabajaba en la propiedad, pero no hemos tenido empleados negros en los últimos veinte años. Y no creo haber visto a ninguno trabajando por allí desde que vendí Larchmont. Mexicanos sí, pero no negros. Ese tal Horror, o Schorr, me mostró una fotograba de él, pero ni su propia madre lo habría reconocido. ¿Quién era?

– Un periodista llamado Marcus Whitby. Supongo que no pretendía entrevistarla.

– ¿Sobre qué, señorita? Los periodistas perdieron todo interés por mí en cuanto me casé. Desde entonces no he hablado con ninguno, ni siquiera en la época en que podría haber tenido algo de interés periodístico que contarles. ¿Ese hombre utilizaba el ático de Larchmont para algún propósito en particular?

– Es posible. -Me preguntaba qué acontecimientos de interés periodístico estaría ocultando-. Aunque no me imagino cómo habría podido burlar el sistema de seguridad.

– ¿Qué ha dicho? Hable más alto, jovencita, con claridad. No tengo un oído tan fino como para entender lo que se me dice entre dientes.

Hice una mueca al teléfono.

– Esto es todo lo que puedo hacer por hoy, señora Graham. Ya hablaremos al final de la semana que viene, cuando me sienta mejor.

Trató de presionarme para que fuera a verla a New Solway, pero lo eludí también. ¿Y qué tenía que hacer ella si seguía viendo luces en el ático?

– Llame a la policía, señora. O a ese agradable y joven abogado que maneja sus asuntos -añadí al evocar su cara y recordar su nombre-, Larry Yosano.

– ¿Qué? ¿Quién? No conozco a nadie con ese nombre. Julius Arnoff se encarga de mis asuntos, como lleva décadas haciéndolo.

Lebold & Arnoff era la firma que figuraba en la tarjeta de Larry Yosano. Geraldine Graham, desde luego, trataba sólo con los directivos. Dije «sí, señora», y me fui con mi dolorida cabeza a casa. El señor Contreras salió al pasillo y empezó a reñirme antes de abrir la puerta: cómo era posible que saliera con este tiempo en mi estado y sin haberle avisado; esperaba que mi resfriado no se hubiera convertido en neumonía.

Por lo general su manera de controlar mis entradas y salidas me sacaba un poco de quicio, pero esa noche estaba extenuada. Su preocupación era un consuelo, pues me hacía la ilusión de volver a ser una niña con una madre cuyas reprimendas esconden afecto y deseos de protección. Le aseguré que ya no me movería por esa noche, y accedí a echarme en el sofá tapada con una manta -afgana- mientras él me preparaba la cena.

Comimos espaguetis y albóndigas, con los perros a nuestros pies, mientras veíamos las noticias de Canal 13 para enterarnos de cómo difundía la historia de Whitby el comisario de DuPage. Primero hablaron de terrorismo, esta vez sobre un inmigrante egipcio que había desaparecido antes de que el FBI pudiera interrogarlo acerca de sus vínculos con Al Qaeda.

Un periodista al que no conocía dijo que el hombre era un friegaplatos de diecisiete años al que le había caducado el visado.

– Benjamin Sadawi llegó a Chicago desde El Cairo hace dos años para aprender inglés e intentar encontrar un trabajo mejor que el que podía conseguir en su país de origen. Vivía con la familia de su tío en Uptown, pero cuando su tío murió, su tía regresó a Egipto con sus hijos. Sadawi decidió quedarse aquí solo. El FBI sostiene que el empleo era una tapadera, y que Sadawi en realidad estaba aquí como terrorista. Nuestro corresponsal en Oriente Próximo ha hablado con su madre valiéndose de un intérprete.

– Mi hijo es un buen chico -decía una mujer de aspecto cansado, sentada en el suelo con las piernas cruzadas y un montón de personas a su alrededor-. Desde que murió mi marido, Benji trabaja duramente para ayudarme a mí y a sus hermanas, lavando platos, enviándonos dinero. ¿Cuándo habría tenido tiempo para reunirse con los terroristas? Lo único que queremos es que vuelva con nosotros sano y salvo. Estamos muy preocupados, pero ni siquiera podemos ir a América a buscarlo, lo único que tenemos para sobrevivir es el dinero que él nos manda.

El presentador se dirigió después a un ayudante del fiscal general que dijo que todos los terroristas contaban con una historia convincente que les servía de tapadera, y que casi todos ellos tenían madres protectoras. El presentador le dio las gracias y luego dijo:

– Y, a continuación, una horripilante muerte en una de las zonas residenciales más exclusivas de Chicago.

Quité el sonido cuando en la pantalla apareció una pandilla de frenéticos bebedores de cerveza saltando y bailando.

El señor Contreras soltó un gruñido.

– Seguramente el chico esté conchabado con esos asesinos de Al Qaeda. Por eso la madre no viene aquí a buscarlo: sabe que en cuanto los de Inmigración vean su pasaporte se descubrirá el pastel.

– ¿Usted no cree que sencillamente está preocupada por su hijo? El mes pasado Morrell escribió un artículo sobre la reacción que provocó en Pakistán la muerte de un tipo en la prisión de Coolis. Lo tuvieron retenido durante once semanas sin que nadie de nuestro Gobierno informara a su familia de dónde se encontraba.

– Lo único que digo, muñeca… -empezó a decir el señor Contreras. Habíamos tenido la misma discusión varias veces desde el momento en que el FBI y el Servicio de Inmigración empezaron a señalar a la gente de Oriente Próximo como sospechosa de terrorismo a raíz de lo sucedido en septiembre.

– Ya sé, ya sé -me apresuré a decir-. Esperemos que no sea un terrorista y que no lo hayan secuestrado. Los chicos hacen cosas raras.

Cuando Larchmont Hall apareció en la pantalla, volví a poner sonido al televisor. La muerte de Marcus Whitby era una historia que parecía hecha para la televisión: el poder y el dinero de New Solway, la mansión abandonada, el siniestro estanque con algas asesinas. La cadena había desenterrado material de archivo de una fiesta de beneficencia celebrada en Larchmont hacía unos veinte años. Se veían los prados por donde vagaban los caballos y los jardines llenos de flores. Bien cuidado, era un hermoso lugar. Canal 13 contrastaba esa imagen con otra del estanque, tomada al anochecer, con un primer plano de la carpa muerta.

– Y aquí es donde la investigadora privada de Chicago V.I. Warshawski encontró a Whitby. Canal 13 no ha podido averiguar qué es lo que condujo a Warshawski hasta Marcus Whitby; lo único que sabemos es que llegó demasiado tarde para salvarlo.

El comisario del condado de DuPage, Rick Salvi, apareció mientras el señor Contreras lanzaba exclamaciones porque me mencionaban en la televisión. Salvi restó importancia al asunto al rechazar las insinuaciones de que Marcus Whitby había sido asesinado.

– No hay indicios de que se trate de un asesinato, no hay heridas de revólver ni golpes en la cabeza que indiquen que alguien lo arrojó al estanque para que muriera. Hemos hablado con la revista para la que trabajaba Whitby y nos han asegurado que no estaba realizando ningún reportaje que tuviera que ver con New Solway.

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