Después de su conferencia, fui a la biblioteca a leer su declaración ante el Comité de Actividades Antiamericanas, que me había llenado de orgullo. El mismísimo diputado Walker Bushnell, que había sido uno de los miembros más influyentes del Comité, había perseguido a Bayard durante la mayor parte de los años 1954 y 1955. Pero el testimonio de Bayard hizo que Bushnell pareciera como un entrometido de mente estrecha. Logró superar las vistas sin delatar a sus amigos y sin ir a la cárcel. Y a pesar de que muchos de sus autores estaban en la lista negra, Ediciones Bayard siguió creciendo durante las décadas de los cincuenta y sesenta.
Mi Facultad de Derecho era un lugar muy conservador. Unos cuantos estudiantes airados escribieron cartas al decano en las que se quejaban de haber estado expuestos a la influencia de otro liberal, pero yo estaba tan entusiasmada que llegué a solicitar una beca para hacer las prácticas en la Fundación Bayard de South Dearborn. Sólo vi al gran hombre dos veces aquel verano; en compañía de un montón de personas. No conseguí ningún empleo permanente allí, lo que por entonces me dolió profundamente. Terminé eligiendo mi tercera opción, la defensa pública.
Había pasado mucho tiempo desde entonces y no recordaba muchas cosas de Ediciones Bayard. Sabía que con Calvin Bayard había dejado de ser una editorial religiosa para convertirse en una laica, y que él empezó a publicar la clase de libros que terminarían enemistándolo con el Congreso. Y algo había en sus grupos de apoyo a los derechos civiles que hacía que al Comité le parecieran tapaderas comunistas.
Entré en Lexis-Nexis y eché un vistazo al historial de la compañía. Fue fundada por los bisabuelos de Calvin, unos congregacionistas evangelistas que llegaron al oeste en la década de 1840 desde Andover, Massachusetts, para crear una editorial de biblias y afines.
Calvin, un niño prodigio, asumió la dirección de la empresa en 1936, a los veintitrés años de edad. Publicó la primera novela no religiosa en 1938, Historia de dos países, de Armand Pelletier, que murió en la miseria en 1978, después de figurar durante años en la lista negra sin que se reeditaran sus libros. Eso no estaba en el informe de Nexis, pero era una de las pocas cosas que recordaba.
Conté con los dedos: Calvin Bayard debía de tener unos noventa años. Si Catherine Bayard era parte de esa familia, muy probablemente fuera su nieta.
Pasé a la sección de búsqueda personal de Nexis. Calvin y Renee Genier Bayard tenían cinco direcciones, incluyendo una en Coverdale Lane, en New Solway. Naturalmente. Había leído algo acerca de la señora de Edwards Bayard en el artículo de la inauguración de gala de Larchmont Hall: era la que tenía cerebro además de ropa. De modo que la noche anterior Catherine se había escurrido hasta el bosque que se extendía entre el 17 de Coverdale Lane y Larchmont Hall, sabiendo exactamente cómo encontrar el camino de vuelta en la oscuridad.
Anoté la dirección, y otra más en Banks Street, en la Gold Coast de Chicago. Además la familia tenía propiedades en Londres, Nueva York y Hong Kong. También anoté las direcciones, aunque si Catherine se había ido tan lejos no podría permitirme ir tras ella. El registro incluía a todos los que vivían en el 17 de Coverdale Lane. Parecía que eran siete las personas que vivían allí. Añadí los nombres a mi lista y estudié con atención a la familia Bayard.
Renee era unos veinte años más joven que Calvin. Se casaron en 1957, justo después de la gloriosa caída de Bushnell. Tuvieron un hijo, al que pusieron tres nombres: Edwards Genier Bayard; nació en el 58 y vive en Washington.
Me froté los ojos, doloridos. ¿Por qué estaba Edwards en D.C. y su hija Catherine aquí? Y si Catherine tenía madre, ¿por qué no aparecía en la ficha? La pantalla no ofrecía respuestas. Volví a los informes de la compañía.
Ediciones Bayard todavía seguía en la brecha. No tenía la importancia de AOL Time Warner o de Random House en el mundo de los libros, pero tampoco les iba a la zaga. Además de la editorial, que constituía la parte fundamental del negocio, tenía una participación del treinta por ciento en una compañía de Internet, una marca de audio llamada New Lion y un puñado de revistas, así como parte de las acciones de Papel Drummond.
Me eché hacia adelante, como si pudiera sumergirme en los archivos que tenía ante mí. La fábrica Papel Drummond había sido fundada por el abuelo de Geraldine Graham. Supuse que no era sorprendente que los Bayard poseyeran parte de ella; era probable que los vecinos de una y otra punta de Coverdale Lane hicieran pequeños negocios juntos. Mientras la señora Bayard asistía a la inauguración de Larchmont con su vestido malva, su marido probablemente hablaría de negocios con el señor Matthew Graham en su «sanctasanctórum masculino», tal como lo designaba la sociedad de 1903. Cada vez me inquietaba más el hecho de que hubiera tantas conexiones entre la gente de New Solway: ¿quién conocía a quién? ¿Quién le hizo qué a quién o con quién?
Estaba cerrando la ventana en pantalla cuando me fijé en Margent y Margent.online, la revista que pagaba a Morrell para que buscara historias en Afganistán. Por un momento se me pasó por la cabeza la idea de llamar a Calvin Bayard: busque a Morrell -mejor, tráigalo a casa- y yo no investigaré a su nieta. Cerré mis hinchados ojos e imaginé la conversación y sus consecuencias. Morrell en casa, entre mis brazos… y luego dejaría de hablarme en cuanto se enterase de lo que había hecho.
Me enderecé y salí de Nexis para comprobar si tenía mensajes, tanto en el correo electrónico como en el servicio de contestador automático. Entre el correo basura había uno de Morrell. Lo dejé a un lado para abrirlo al final, como el postre por haber hecho los deberes.
La casilla de mensajes telefónicos ocupaba dos pantallas de ordenador. Volví a cerrar los ojos, con ganas de desentenderme de todo, pero si lo hacía, el número de mensajes sería mucho mayor al día siguiente.
Miré la pantalla. Geraldine Graham había vuelto a dejar dos mensajes más por la tarde. Podía esperar hasta mañana. Murray de nuevo. También podía esperar. Preguntas de tres clientes cuyos proyectos estaban a punto de finalizar. Los llamé a todos y de hecho sólo encontré a una persona despierta al otro extremo de la línea. Le conté en qué fase de su asunto me encontraba y que tendría un informe en dos días. Una de las cosas que empecé a hacer con Mary Louise era llevar una hoja con las fechas para cada cliente, incluyendo las de vencimiento. Escribí ésta con enormes letras rojas para no olvidarme.
Stephanie Protheroe, de la comisaría del condado de DuPage, había llamado a las cuatro y media. Cuando di con ella, dijo que tal vez me interesara saber que habían identificado al hombre que encontré.
– Se llamaba Marcus Whitby. Era periodista de alguna revista. -Oía el crujir de las hojas de papel-. Aquí está: T-Square. Una persona de la revista llamó para identificarlo cuando vio su rostro en las noticias.
– T-Square -repetí-. ¿Qué estaba haciendo en Larchmont?
– No lo sabían o no quisieron decirlo. El teniente Schorr intentó hablar con el jefe de Whitby, pero no lo consiguió. ¿Conoce la revista?
– Es una especie de Vanity Fair para el mercado afroamericano; trata temas sobre celebridades afroamericanas del mundo del espectáculo, la política y los deportes. Por lo general también tiene una sección para opinar de política. -Tessa, mi compañera de local, está suscrita; el año pasado apareció en «Cuarenta por debajo de los cuarenta: hermanos y hermanas a tener en cuenta»-. ¿Vivía por allí? -pregunté.
– Eh… la dirección que tenía es de algún barrio de Chicago. -Volvió a revisar sus notas-. Calle Giles. También tenemos los resultados de la autopsia. No llevaba mucho tiempo muerto cuando usted lo encontró, puede que una o dos horas. Y murió ahogado. Dicen que se emborrachó y que fue a aquel lugar porque pensó que así moriría tranquilo.
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