Sabía que estaba lo suficientemente cansada como para que fuera peligroso ponerme al volante, pero me sentía tan mal que lo único que quería era mi propia cama. Me hice la valiente y esbocé una sonrisa al tiempo que alzaba los dedos en señal de victoria. El reloj del salpicadero marcaba las tres y cuarto cuando emprendí la marcha hacia la ciudad en mi pequeño Mustang.
UNA EXCURSIÓN ESTOCÁSTICA
Me encontraba en una cueva, buscando a Morrell. Alguien me había entregado a un niño que lloraba; encorvada, trataba de alejarme de las enormes raíces que me arrastraban hacia las rocas. El aire estaba tan viciado que no podía respirar; las mismas rocas me asfixiaban. El niño aulló más fuerte. Junto a mí yacía el cuerpo de un hombre negro con un traje de lanilla marrón, muerto por la impureza del aire. A distancia un zumbido alertaba de un ataque aéreo. Oía cómo se acercaban los aviones silbando en lo alto.
El aullido de los aviones y el lloriqueo del niño finalmente me obligaron a despertarme. El teléfono y el timbre de la puerta de abajo sonaron simultáneamente, pero estaba tan atontada por el resfriado que no podía ni moverme. Ni siquiera alargué una mano para coger el teléfono, sino que me volví hacia el otro lado, con la esperanza de que se me despejara la nariz.
Me sobresalté al ver que el reloj marcaba las tres menos veinte: había estado durmiendo todo el día. Traté de convencerme de la necesidad de hacer algo con respecto al hombre que había encontrado la noche anterior, o a la chica que me había plantado cara, pero era inútil.
Volvía a sumergirme en el sueño cuando alguien llamó al timbre de la puerta de mi apartamento, en el tercer piso. Fueron tres llamadas insistentes, y luego el sonido de una llave en la cerradura. Eso sólo podía significar una cosa: el señor Contreras, que tiene las llaves de mi casa con la orden estricta de utilizarlas sólo en emergencias, algo que él y yo entendemos de manera muy distinta. No podía atenderle mientras estuviera acostada. Cuando oí sus pesados pasos en el pasillo, ya me había puesto una camiseta y los pantalones que me prestaron la noche anterior en la comisaría del condado de DuPage.
Comenzó a hablar antes de llegar a la puerta del dormitorio.
– ¿Muñeca, estás bien? Tu coche está ahí enfrente y no has bajado en todo el día, pero el señor Graham acaba de mandar a un mensajero con una carta para ti. Pero como ni siquiera has salido a la puerta, he empezado a preocuparme.
– Sí, estoy bien. -Mi voz sonaba como el cuervo de Poe después de pasarse una noche chutándose con cloroformo.
– ¿Estás enferma, muñeca? ¿Qué te ha pasado? Has salido en las noticias; tú estabas no sé dónde zambulléndote en un estanque en busca de un tipo muerto. ¿Tienes neumonía o qué?
Los perros se lanzaron por el pasillo y me rodearon con gemidos de alegría. Tres días habían tardado en perdonarme por obligarlos a trotar desde el lago Michigan hasta el Loop; y estaban listos para la acción. Les acaricié las orejas.
– Es sólo un resfriado. No llegué a casa hasta las cuatro de la mañana y he estado durmiendo. Un momento. -Fui corriendo al baño sorbiéndome los mocos, y me estremecí al verme en el espejo. Mi aspecto era mucho peor que el sonido de mi voz. Tenía los ojos hinchados, un moretón en el pómulo y varios más en los brazos y en las piernas. No recordaba haberme golpeado tanto mientras estuve levantando cadáveres en Larchmont Hall la noche anterior.
Abrí el agua caliente de la ducha y aspiré el vapor durante unos minutos. Cuando salí, limpia y, afortunadamente, vestida con mi propia ropa, mi vecino había preparado una buena taza de té con limón y miel. A diferencia de las de borde dorado de Geraldine Graham, las mías eran auténticas mugs: toscas, macizas… y baratas.
– Cuando oí en las noticias que te habían llevado al condado de DuPage para interrogarte sobre ese hombre muerto, pensé que iban a arrestarte. ¿Te has peleado con alguien? ¿Estás metida en un caso que puede costarte la vida y no me dices nada? -Se veía en sus ojos castaños que estaba dolido.
– No pasa nada de eso.
Cuando con voz ronca le di suficientes explicaciones como para que se quedara tranquilo, él se acordó de pronto de la carta de Darraugh. Aquella lacónica prosa me provocó ampollas en los dedos.
Llevo todo el día tratando de localizarte para preguntarte por qué enviaste a la policía a mi madre sin informarme a mí primero. Como no contestas al teléfono ni al correo electrónico te hago llegar esta nota en mano. Llámame inmediatamente cuando recibas este mensaje.
Qué bonito es ser el jefe y obligar a la gente a hacer tu voluntad. Llamé a mi servicio de contestador. Me atendió Christie Weddington, la operadora que conozco desde hace más tiempo.
– ¿Realmente eres tú, Vic? Sólo para cerciorarme haré nuestro control de seguridad. ¿Cuál era el apellido de soltera de tu madre?
Cuando pronuncié «Sestieri», ella añadió seriamente:
– Cuando decidas esconderte, ¿podrías avisarnos? Ahora que Mary Louise ha dejado tu empresa, no tienes a nadie que atienda las emergencias. Tenemos unas once llamadas de la oficina de Darraugh Graham, y cinco de Murray Ryerson.
Darraugh, o su asistente personal, Caroline, empezaron a las diez y siguieron cada media hora. Geraldine Graham, por su parte, llamó cuatro veces, la primera a las diez menos cuarto. Así que el comisario de DuPage fue a verla a eso de las nueve. Al menos estaban tomándoselo en serio. Murray había llamado temprano, antes de las ocho, presumiblemente después de recibir las noticias de la mañana. Le contesté a él primero, por si sabía algo que pudiera serme de ayuda cuando hablara con Darraugh. Murray estaba indignado porque no lo había llamado cuando la sangre estaba todavía fresca.
– ¿Ya han identificado al tipo? -pregunté con voz ronca entre el aluvión de preguntas.
– Vaya voz que tienes, Warshawski. De momento el comisario de DuPage no tiene pistas. Supongo que están investigando las huellas dactilares de tu desconocido. Y han enviado su foto a las agencias de noticias.
– ¿Han averiguado ya la causa de la muerte? -carraspeé.
– Se ahogó. ¿Qué estabas haciendo, Warshawski, apareciendo tan fresca minutos después de que el tipo encontrara su acuática muerte?
– Con una prosa así deberías escribir para el Enquire. ¿Conoces Larchmont? Nadie puede encontrar su acuática muerte en metro y medio de agua. A menos que le pasara lo que a mí, que tropezara, cayera, o… -Un ataque de tos hizo que me interrumpiera. El señor Contreras se levantó de un salto para servirme más té, y para murmurar que Murray era un desconsiderado imbécil por hacerme hablar estando enferma.
– … o lo hizo a propósito, o lo llevaron allí -terminó Murray por mí-. ¿Cuál es tu teoría? ¿Daba la impresión de que hubiera forcejeado?
Cerré los ojos, intentando recordar el cuerpo tal como lo había encontrado.
– Sólo tenía una linterna, además de la luz de la luna, así que no sabría decir si tenía señales o rasguños. Pero tenía la ropa en orden, no había botones fuera de los ojales, y aún llevaba el nudo de la corbata bien hecho. Lo deshice cuando intenté reanimarlo.
– ¿Me juras que no lo habías visto antes? -preguntó Murray.
– Que me muera si no es así -respondí, tosiendo.
– ¿Entonces no fuiste a encontrarte con él?
– ¡No! -Estaba empezando a impacientarme-. Él había ido a lo que el señor Wright, mi profesor de física, llamaba «una excursión estocástica».
– ¿Y qué hay de la «excursión Warshawski»? -preguntó Murray-. ¿Qué hacías tú en la tierra de la esperanza y la gloria?
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