– Y ellos andan por los alrededores para comprobar que cumples con tu palabra. A otro perro con ese hueso.
– No tienes ningún derecho a interrogarme. No estoy infringiendo ninguna ley.
– Eso es verdad, todavía no, por lo menos, aunque daba la sensación de que tu próximo paso iba a ser forzar la entrada. ¿Es aquí donde os encontráis tu novio y tú?
Cerró con energía los párpados, en un gesto de disgusto.
– ¿Trabajas para la brigada antivicio? Si quiero follar con mi novio, lo hago cómodamente en casa, no metiéndome en un ático abandonado.
– Entonces sabes que la luz proviene del ático. Eso sí que es interesante. -Ella tragó saliva pero se repuso.
– Tú dijiste que era el ático.
– No. Yo dije la casa. Pero tú y yo sabemos qué pasa aquí, así que dejemos este juego.
La chica torció el gesto.
– No estoy infringiendo ninguna ley, así que déjame ir. Si lo haces, no te denunciaré por atacarme.
– Eres demasiado joven para denunciarme, pero imagino que tus padres lo harían por ti. Como has venido andando, lo más seguro es que vivas en alguna de estas mansiones. Supongo que eres como todos los chicos ricos que conozco: una malcriada que nunca tiene que responsabilizarse por nada de lo que hace.
Eso la enfureció.
– ¡Yo soy una persona responsable! -gritó.
Se me soltó de la mano y echó a rodar. Traté de sujetarla por el brazo, pero sólo conseguí agarrarle la mochila. Una bolita de peluche se me quedó entre las manos cuando ella se liberó de un tirón. Echó a correr hacia los jardines. Yo salí disparada tras ella y me guardé la cosa de peluche en un bolsillo de los vaqueros.
Mientras atravesaba el jardín, ella desapareció alrededor del estanque, en dirección al bosque, por detrás de los cobertizos. Enfilé hacia el sendero y volví a tropezar con el ladrillo suelto. Iba demasiado deprisa como para recuperar el equilibrio. Moví los brazos desesperadamente, intentando mantenerme en pie, pero caí al agua de costado.
La superficie estaba cubierta de algas y hojas. El agua sólo tenía un metro y medio de profundidad, pero me entró pánico, aterrada ante la idea de no poder sacar la cabeza entre las raíces retorcidas. Cuando por fin me abrí paso entre la masa putrefacta, me encontraba lejos del borde. Estaba helándome; la ropa pesaba tanto con el agua salobre que me aprisionaba como una mortaja de hierro. Me resbalaban los pies en el fondo arcilloso y traté de agarrarme a las plantas para mantenerme en la superficie. Sin embargo, cerré los dedos alrededor de carne pegajosa. La de la carpa muerta. Del asco que me dio retrocedí con tanta fuerza que volví a caerme. Mientras me incorporaba, comprendí que no era un pez lo que había agarrado sino una mano humana.
UNA VEZ MÁS EN LA BRECHA, MIS QUERIDOS AMIGOS
Me acerqué despacio hasta la cabeza. Era un hombre. Aunque la ropa empapada tiraba de él hacia abajo, se mantenía a flote gracias a la maraña de algas sobre la que yacía. Le pasé un brazo por las axilas y empecé a arrastrarlo, sosteniéndole la cabeza fuera del agua por si acaso no estaba muerto. No dejaba de resbalarme con el barro del fondo. El corazón me martilleaba en el pecho, tirando de aquel peso empapado de agua a través de la mugre. Después de una eternidad, me las arreglé para llevarlo hasta el borde del estanque. El agua llegaba a unos quince centímetros de éste. Aspiré hondo, me agaché entre las plantas podridas y lo saqué dándole un tremendo empujón.
Me ardían los músculos de las extremidades por la fatiga. Las piernas debían de pesarme una tonelada cada una. Me eché sobre las baldosas de mármol que rodeaban el estanque y me las arreglé para impulsar las piernas hacia un lado. Me castañeteaban los dientes con tal violencia que se me movía el cuerpo entero. Durante unos instantes me quedé tendida sobre la dura piedra, pero no podía permanecer allí. No había posibilidad de pedir ayuda y moriría de frío si no me movía.
Me apoyé sobre las manos y las rodillas y, gateando, me acerqué al hombre. Le di la vuelta para ponerlo boca arriba, le quité las algas de la boca, le aflojé el nudo de la corbata, le presioné el pecho y le eché temblorosas bocanadas de aliento en la boca; cinco minutos después, seguía tan muerto como cuando le agarré la mano en el agua.
Para entonces tenía tanto frío que sentía como si alguien me rebanara el cráneo con un cuchillo. Me bajé la cremallera de la cazadora y saqué el móvil de uno de los bolsillos. No daba crédito a mi buena suerte: la pantallita se iluminó con su luz verde y pude contactar con los servicios de emergencia.
El telefonista no me entendía muy bien, de tanto como me castañeteaban los dientes. Larchmont Hall, ¿podía especificar un poco más? ¿La primera casa que había a la entrada de Coverdale Lane yendo por Dirksen Road? ¿Podía encender las luces de mi coche o de la casa para que el equipo de emergencia me encontrara? ¿Había ido a pie? ¿Qué estaba haciendo allí?
– Usted dígales a los policías de New Solway que vengan a Larchmont Hall -grité-. Ellos lo encontrarán.
Corté la conexión y miré pensativa la casa que tenía a mis espaldas. A lo mejor los millonarios puntocom se habían dejado algún albornoz o algún paño de cocina. Me encontraba ya a medio camino de la casa cuando comprendí que aquélla era la única oportunidad que tendría de estar a solas con el muerto. Larchmont Hall estaba más blindado que Fort Knox. Sin herramientas y las manos congeladas, difícilmente lograría abrir una puerta antes de que llegara la policía, pero contaba con tiempo suficiente para buscar algún tipo de identificación en el cuerpo.
Encontré mi linterna cerca de las contraventanas donde había luchado con la chica. La cogí y me dirigí de nuevo hacia el cadáver.
¿Sería el novio de mi adolescente? A pesar de su astuta observación sobre la brigada antivicio, ¿solían encontrarse en la casa abandonada, burlando de alguna manera el sistema de seguridad? Quizá esa noche no había acudido a la cita porque tropezó con el mismo ladrillo que yo, cayó en el estanque y no pudo liberarse de las algas. Ni siquiera había intentado quitarse los zapatos ni la ropa: yo le había aflojado el nudo de la corbata y desabotonado la camisa para darle un masaje cardiopulmonar. Llevaba traje, y el cinturón, el botón de la bragueta y la cremallera estaban perfectamente abrochados. El traje parecía bueno, de lanilla marrón. Calzaba zapatos de vestir, no los apropiados para andar de noche por el bosque.
Le pasé la linterna a lo largo del cuerpo. Debía de medir un metro ochenta, era delgado y de complexión no particularmente atlética. Tenía la tez color avellana y el pelo estilo africano, lo que explicaría que tuvieran que verse a escondidas en una casa abandonada. O quizá era debido a su edad: aparentaba unos treinta y pico. Me imaginaba a la chica ávida de tener una aventura amorosa con un afroamericano, de hacer algo radical, algo arriesgado.
¿Quién sería? ¿Cómo habría encontrado la muerte en aquel lugar apartado y de forma tan horrible? Hurgué con cautela en los bolsillos. Al igual que los míos, se habían cerrado como almejas por el peso del agua. Me dio bastante trabajo, helada como estaba, pero la recompensa fue escasa: no había nada ni en la chaqueta ni en los bolsillos delanteros de su pantalón, aparte de unas monedas. Apreté los dientes y metí la mano por debajo de sus nalgas. Los bolsillos traseros estaban vacíos también, salvo por un lápiz y una caja de cerillas.
Hoy día nadie va por ahí con chaqueta y corbata sin una billetera, o al menos el carné de conducir. Pero ¿dónde estaba su coche? ¿Habría hecho lo mismo que yo? ¿Habría aparcado a tres kilómetros de distancia para venir andando a su encuentro secreto?
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