Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– De muchacho solía usar esto con los caballos. Al poco tiempo volvían a estar listos para correr. -Volvió a lanzar uno de sus súbitos ladridos risueños-. Llévate un poco en un recipiente y, si tú no llegas, busca a alguien que te lo aplique. Mejor si te pones una venda. Deja esa apestosa sudadera aquí y llévate una de las nuestras.

Me alargó una gris y naranja de San Remigio, desteñida de tanto lavado, pero maravillosamente limpia. Cuando me la puse, mi trapecio ya se movía con un poco más de suavidad.

Me acompañó hasta la puerta trasera de la escuela, donde había dejado mi coche prestado.

– Si te metes en líos, vuelve por aquí. No tienes a nadie que te cuide, aparte de ese viejo y sus dos perros. -Volvió a reír-. Probablemente sólo le saco seis o siete años al señor Contreras, pero yo peleo con frecuencia y él no: los de inmigración y la policía de la ciudad vienen por aquí a menudo. Si el FBI quiere unirse a ellos, no se notará mucho.

Cuando arranqué el Jaguar y me marché de allí, noté el hombro sólo un poco mejor, pero en cambio me sentía mucho más animada. La voz de la verdadera autoridad también había surtido efecto en mí.

31

SUPERHEROÍNA

Como aún estaba fuera de toda sospecha -eso esperaba- fui a un lugar llamado TechSurround para enviar la agenda de Whitby al laboratorio forense al que acudo normalmente. Puedes hacer lo que quieras en TechSurround, desde fotocopias hasta enviar correos electrónicos. Utilicé el ordenador para escribir una carta a los del laboratorio, explicándoles dónde había encontrado la agenda. También les dije que quería ver cualquier papel que Whitby tuviera allí guardado y que necesitaba que hicieran el trabajo rápidamente; después lo metí todo en un sobre de plástico con burbujas.

Cuando estaba a punto de introducir el sobre en un paquete de FedEx, me di cuenta de que era sábado y de que el laboratorio no lo recibiría hasta el lunes. No quería usar mi teléfono móvil, por si hubiera alguien rastreándolo, pero lo que precisamente no tenía TechSurround eran teléfonos públicos. Me arriesgué a conectar el móvil un minuto y telefoneé al servicio de mensajería con el que trabajo, para que enviaran a alguien a TechSurround. Tenía pensado quedarme un rato más comprobando los mensajes.

Me senté delante del ordenador y consulté si tenía mensajes telefónicos o de correo electrónico, lo que me deprimió, porque no había ninguno de Morrell y sí un montón de Murray Ryerson. Catherine Bayard había resultado herida de bala, ésa era la noticia del día en Chicago, y él me estaba buscando por toda la ciudad -sobre todo porque en un principio en DuPage se había difundido que el autor del disparo era un árabe huido-. Pero ¿por qué rayos no le había hablado de los terroristas? ¿Acaso no sabía que la policía de tres jurisdicciones quería hablar conmigo? Mejor dicho, de cuatro si contábamos New Solway.

Le devolví un breve mensaje en el que le decía que era bonito que la quisieran a una, que no sabía nada de terroristas, que había dormido todo el día en un motel y que volvería a ponerme en contacto con él en cuanto todos los hombres y mujeres con uniforme policial se me hubieran echado encima. También envié un breve mensaje a Morrell, cerrando los ojos, tratando de recordar cómo era, cómo hablaba, pero una niebla gris me nubló la vista cuando pronuncié su nombre. «Morrell, ¿dónde estás?», susurré, pero eso no lo escribí. «Las últimas veinticuatro horas han sido una locura, cabeza abajo en un estanque y estrujándome para salir por la ventana de una mansión. Dondequiera que estés, espero que no pases frío, que estés a salvo y comas bien. Te quiero». Quizá.

Antes de dejar el ordenador comprobé los mensajes de voz, que me confirmaron lo que decía Murray: que el comisario de DuPage, Rick Salvi, quería verme lo antes posible, al igual que la policía de Chicago -no podía entender para qué- y Derek Hatfield del FBI, quien agradecería que lo llamara en cuanto me fuera posible. Detrás de la fórmula de cortesía, podía oír su amenazadora voz de barítono.

También había dos mensajes de Geraldine Graham. No esperaba volver a tener noticias suyas tras la furiosa llamada de Darraugh, pero debería haber pensado que su madre querría saber todo lo que había ocurrido la noche anterior en su querido Larchmont. Probablemente hubiera visto los helicópteros y la ambulancia desde su sala de estar. Darraugh también había llamado. Ya me ocuparía de los Graham, en aquel momento no me sentía obligada a responder a las fanfarronadas de los ricos. El único mensaje que me alegró recibir fue el de Lotty, preguntándome si todo iba bien y que, por favor, la llamara.

En cuanto el servicio de mensajería, se llevó mi paquete a los laboratorios Cheviot, saqué diez dólares en cuartos del cajero, y conseguí dar con un teléfono público en una lavandería que había en la misma calle.

No creía que Benjamín Sadawi mereciese tanta vigilancia. Ni yo tampoco. Pero atravesábamos un momento de paranoia. Los organismos de seguridad del Estado vivían en un clima de crispación, no sólo los jóvenes con las hormonas revolucionadas que le habían disparado a Catherine Bayard la noche anterior, sino todo el mundo.

La primera llamada que hice fue a mi abogado. Por si las cosas empeoraban, quería que Freeman Carter estuviera al tanto de lo que sucedía conmigo. Para mi sorpresa, estaba en su casa cuando lo llamé.

– ¡Freeman! Qué alegría encontrarte; pensé que estarías en París o en Cancún o en cualquiera de esos lugares en donde pasas los fines de semana.

– Créeme, Vic, cuando oí tu nombre en las noticias, y a continuación las palabras mágicas «terrorista árabe», traté de conseguir un billete en el primer vuelo que saliera. ¿Por qué no te metes en líos en horas normales de trabajo y sin despertar la ira del Departamento de Seguridad Nacional?

– ¿Como un verdadero criminal, quieres decir? Estoy en un teléfono público, pero al margen de eso creo que tengo que ser breve. He estado todo el día fuera de circulación, recuperando horas de sueño, de modo que ignoro qué me tienen preparado los de DuPage o los federales cuando llegue a casa. Según esa Ley Patriótica, si creen que tengo algo que ellos quieren, ya sea un chico fugitivo o un libro de una biblioteca, ¿tengo derecho a telefonear a mi abogado antes de que me interroguen?

– No lo sé -respondió Freeman tras una pausa-. Tendría que investigarlo. Pero, por si acaso, dile a Lotty o a tu aburrido vecino que me llamen si tardas en aparecer. Y aunque sea sólo por una vez en tu ordinaria y aburrida vida, Victoria, ponte en contacto con alguien al menos una vez al día hasta que todo esto se calme. De otro modo Contreras me volverá loco con llamadas telefónicas y yo tendré que cobrarte horas extras. ¿Entendido?

– Recibido, Houston.

Nada podría alegrar más a Contreras que cuidar de mí. Y a mí pocas cosas me alegrarían menos; pero Freeman tenía razón. Hay días en los que es mejor ser maleable.

A continuación traté de localizar a Amy Blount. Cuando oí el mensaje de su contestador, telefoneé al Drake. Harriet Whitby estaba en su habitación.

– Cuando he visto la noticia en la televisión esta mañana me he preguntado… bueno, si estaba usted en Larchmont a causa de Marc o del terrorista.

Cada vez que alguien se refería a Benjamín Sadawi como terrorista, pasaba de ser un asustadizo muchacho escondido en un ático a un monstruo con barba y pañuelo tipo Yasser Arafat. Pero si empezaba a explicar que no era ningún terrorista, sino sólo un chico atemorizado, entonces tendría que explicar que lo había visto, y eso no podía hacerlo.

– Acudí a Larchmont por su hermano; estaba examinando el estanque donde se ahogó para ver si se le había caído algo. Y de hecho así fue: su agenda. La he enviado a un laboratorio para que la sequen y extraigan todos los documentos que contenga.

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